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Lan condujo a su caballería cabalgando a campo traviesa detrás de los shienarianos para matar a cualquier trolloc que sobreviviera a la embestida inicial. Una vez que finalizó su pasada, los shienarianos se desplazaron a la derecha para agruparse a fin de hacer otra pasada, pero los arafelinos entraron a continuación y mataron a más Engendros de la Sombra que intentaban rehacer una formación. Tras ellos llegaron los saldaeninos a través, como habían hecho los malkieri, y entonces los kandoreses arremetieron desde la otra dirección.

Sudoroso, cansado el brazo de la espada, Lan se preparó de nuevo. Sólo entonces se dio cuenta de que el propio príncipe Kaisel portaba el estandarte de Malkier. El muchacho era joven, pero tenía buen corazón. Aunque era un poco tonto respecto a las mujeres.

«Luz, todos lo somos, de un modo u otro», pensó. A pesar de la distancia, las emociones de Nynaeve a través del vínculo lo reconfortaban. No percibía mucho debido a la distancia, pero parecía decidida.

Cuando Lan iniciaba la segunda acometida, el suelo empezó a explotar debajo de sus hombres. Por fin los Señores del Espanto se habían dado cuenta de lo que ocurría y habían regresado al frente de batalla. Lan dirigió a Mandarb alrededor de un cráter que se abrió en el suelo justo delante de él, y una rociada de tierra le dio en el torso. La aparición de los Señores del Espanto era la señal de interrumpir los ataques; deseaba arremeter, asestar un fuerte castigo al enemigo y luego retirarse. Sin embargo, para luchar contra los Señores del Espanto tendría que recurrir a todos sus encauzadores, algo que no deseaba hacer.

—¡Rayos y truenos! —maldijo Deepe cuando Lan esquivaba otra explosión—. ¡Lord Mandragoran!

Lan miró hacia atrás. Deepe frenaba a su caballo.

—Sigue adelante, hombre —dijo Lan, que sofrenó a Mandarb.

Hizo una señal a sus tropas para que siguieran cabalgando, aunque el príncipe Kaisel y la guardia de Lan en el campo de batalla se pararon con él.

—Oh, Luz —susurró Deepe, que se concentró.

Lan examinó el entorno. A su alrededor los trollocs yacían muertos o moribundos, aullando o simplemente gimoteando. A su izquierda, una horda de Engendros de la Sombra se agrupaba tardíamente en formación. Lo conseguirían en poco tiempo, y si los otros y Lan no se movían se encontrarían solos en el campo.

Deepe tenía la mirada prendida en una figura encaramada en lo alto de lo que parecía ser una máquina de asedio; tenía la base plana y medía unos veinte pies de alto. Un grupo de trollocs la empujaba hacia adelante, rodando sobre enormes ruedas de madera.

Sí, había alguien allí arriba. Varias figuras. Bolas de fuego empezaron a caer hacia los fronterizos que huían a galope, y del cielo se descargaron rayos. De repente, Lan se sintió como una diana en un campo de entrenamiento de arqueros.

—¡Deepe!

—¡Es el M’Hael! —informó Deepe.

Hacía más o menos una semana que Taim no colaboraba con el ejército enemigo, pero ahora había vuelto, al parecer. Era imposible saberlo con seguridad a causa de la distancia, aunque, por el modo en que el hombre lanzaba tejidos en una rápida sucesión, parecía estar furioso por algo.

—¡Cabalgad! —gritó Lan.

—Podría darle —dijo Deepe—. Podría...

Lan vio un destello de luz y, de repente, Mandarb se encabritó. Lan maldijo e intentó parpadear para borrar la imagen que persistía en las retinas de los ojos. Algo le había pasado en los oídos, porque tampoco funcionaban bien.

Mandarb corcoveó y brincó, tembloroso. A Lan le costó mucho trabajo controlar al animal, pero una descarga como ésa, tan cerca, habría puesto nervioso a cualquier caballo. Un segundo destello acabó con Lan en el suelo. Dio una voltereta, gruñendo, pero algo —en lo más hondo de su ser— sabía lo que tenía que hacer. Cuando fue consciente de sus actos, ya estaba de pie, aturdido, espada en mano. Gimió al tiempo que se tambaleaba.

Unas manos lo asieron y tiraron de él para subirlo a la silla. El príncipe Kaisel, con el rostro ensangrentado por la batalla, sujetaba las riendas. La guardia de Lan se aseguró de que aguantara en la silla mientras se alejaban a galope.

Lan vislumbró el cadáver de Deepe, retorcido y hecho pedazos, mientras huían.

17

Mayor, más curtido

Resultó infructuosa —dijo una voz que llegó a través del amodorramiento de Mat.

Algo le raspaba la cara a Mat. Era el peor colchón en el que había dormido en toda su vida. Iba a leerle la cartilla al posadero hasta que le devolviera su dinero.

—Es muy difícil perseguir al asesino —continuó esa voz molesta—. La gente que se cruza con él no lo recuerda. Si el Príncipe de los Cuervos tuviera información sobre cómo hay que rastrearlo, me gustaría mucho que nos los dijera.

¿Por qué dejaba el posadero que esa gente entrara en su habitación? Empezó a emerger de un maravilloso sueño relacionado con Tuon, en el que no había nada que le preocupara. Abrió el ojo, con cara de sueño, y se encontró mirando un cielo encapotado en lugar del techo de una posada.

«Pero qué puñetas», pensó con un gemido. Se habían quedado dormidos en el jardín. Se sentó y descubrió que estaba completamente desnudo a excepción del pañuelo atado al cuello, con sus ropas y las de Tuon extendidas debajo de ellos. Había tenido la cara apoyada en un manojo de hierbajos.

Sentada a su lado y sin preocuparse por estar completamente desnuda, Tuon hablaba con un miembro de la Guardia de la Muerte. Musenge se había reclinado sobre una rodilla y tenía la cabeza agachada, con la cara hacia el suelo. Pero... ¡aun así!

—¡Luz! —exclamó al tiempo que alargaba la mano hacia sus ropas.

Tuon se encontraba sentada en su camisa y le asestó una mirada enfadada cuando Mat intentó sacarla de un tirón.

—Enaltecido Señor —le dijo el guardia a Mat, todavía mirando al suelo—. Saludos en vuestro despertar.

—Tuon, ¿por qué te quedas ahí sentada? —demandó Mat, que por fin había conseguido sacar la camisa de debajo del delicioso trasero.

—Como mi consorte, puedes llamarme Fortuona o majestad —dijo ella con severidad—. Detestaría tener que mandar que te ejecutaran antes de que me dieras un hijo, ya que empiezo a tenerte cariño. En lo que respecta a este hombre, es de la Guardia de la Muerte. Han de protegerme a todas horas. A menudo los tengo conmigo cuando me baño. Es su obligación y tiene la cabeza agachada.

Mat empezó a vestirse con precipitación.

Ella hizo otro tanto, aunque no tan deprisa como a Mat le habría gustado. No le hacía gracia que un guardia se comiera a su esposa con los ojos. El sitio donde habían dormido estaba bordeado de pequeños abetos azules, una rareza en el sur; quizá se cultivaban porque eran exóticos. Aunque las agujas empezaban a amarillear, proporcionaban cierta intimidad. Más allá de los abetos había otro círculo de árboles, melocotoneros, le parecieron a Mat, aunque no habría podido asegurarlo por la falta de hojas.

Fuera del jardín empezaban a oírse los sonidos apagados de una ciudad que despertaba, y en el aire había un tenue olor a las agujas de los abetos. La temperatura era lo bastante cálida para dormir fuera sin que resultara incómodo; no obstante, Mat se alegraba de estar vestido.

Un oficial de la Guardia de la Muerte se acercó justo cuando Tuon acababa de vestirse. El guardia, que hizo crujir las agujas secas al pisarlas, se inclinó ante ella.

—Emperatriz, es posible que hayamos atrapado a otro asesino. No es el ser de anoche, ya que no tiene heridas, pero intentaba entrar en palacio a hurtadillas. Hemos pensado que quizá querríais verlo antes de que empecemos con el interrogatorio.

—Traedlo —ordenó Tuon mientras daba tironcitos al vestido para colocarlo bien—. Y que venga el general Karede.

El oficial se retiró y se cruzó con Selucia, que se encontraba cerca del camino que llevaba al claro. La mujer se acercó y se situó al lado de Tuon. Mat se caló el sombrero y se puso al otro lado de Tuon, con la contera de la ashandarei apoyada en la hierba muerta.