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«Pero no tenía por qué birlarme los medallones», pensó. Iba a decirle una cuantas cosas al respecto. Eso, si sobrevivía. Ella no ordenaría que lo ejecutaran, ¿o sí?

De nuevo, forcejeó con los lazos invisibles que lo sujetaban.

—¿De veras? —preguntó Rand.

—Os habéis entregado vos mismo —dijo Tuon—. Es un augurio. —Casi parecía pesarosa—. No pensaríais que iba a permitir que os marcharais, ¿verdad? He de llevaros encadenado como un dirigente que se me opuso... Al igual que he hecho con otros que encontré aquí. Pagáis el precio por el olvido de vuestros antepasados. Tendríais que haber recordado vuestros juramentos.

—Entiendo —dijo Rand.

«Vaya, pues tampoco se le da nada mal hablar como un rey», pensó Mat. Luz, pero ¿con qué clase gente se había rodeado? ¿Qué había sido de las camareras guapas y los soldados dispuestos a correr juergas?

—Decidme una cosa, emperatriz —continuó Rand—. ¿Qué habríais hecho todos vosotros si al regresar a estas costas hubieseis encontrado que los ejércitos de Artur Hawkwing aún gobernaban? ¿Y si no se trata de que hayamos olvidado los juramentos, sino que nos hemos mantenido fieles a nuestros principios? Entonces, ¿qué?

—Os habríamos recibido como hermanos —respondió Tuon.

—¿En serio? ¿Y os habríais inclinado ante el trono de aquí? El trono de Hawkwing. Si ese imperio siguiera en pie, estaría gobernado por sus herederos. ¿Habríais intentado dominarlos? ¿O por el contrario habríais aceptado su supremacía sobre vosotros?

—Pero no es el caso —argumentó Tuon, si bien parecía estar intrigada por lo que decía Rand.

—No, no lo es.

—Según vuestra argumentación, sois vosotros quienes debéis someteros a nuestro imperio —razonó ella con una sonrisa.

—No he sido yo quien ha dado pie a tal argumentación —repuso Rand—, pero admitámoslo así. ¿Con qué derecho reclamáis estas tierras como vuestras?

—Con el de ser los únicos herederos legítimos de Artur Hawkwing.

—¿Y por qué tiene importancia tal cosa?

—Éste es su imperio. Es el único que lo unificó, el único líder que lo gobernó con gloria y grandeza.

—Ahí es donde os equivocáis —refutó Rand con voz suave—. ¿Aceptáis que soy el Dragón Renacido?

—Debéis de serlo —respondió ella despacio, como si recelara de una trampa.

—Entonces habréis de aceptarme por el que soy y lo que soy —continuó Rand, ahora en un tono crecientemente alto y tajante, como el toque de batalla de un cuerno—. Soy Lews Therin Telamon, el Dragón. Yo goberné estas tierras, unificadas durante la Era de Leyenda. Yo era el cabecilla de todos los ejércitos de la Luz. Yo llevaba el anillo de Tamyrlin. Yo era Primero entre los Siervos, el de mayor rango en la jerarquía de los Aes Sedai, con poder para invocar los Nueve Cetros del Dominio. —Rand avanzó un paso.

»Me debían lealtad y fidelidad la totalidad de los diecisiete generales de la Puerta del Alba. ¡Fortuona Athamen Devi Paendrag, mi autoridad excede la vuestra!

—Artur Hawkwing...

—¡Mi autoridad excede la de Hawkwing! Si reclamáis vuestro derecho a gobernar en nombre de quien conquistó, entonces tenéis que doblegaros ante mi reclamación previa. Yo conquisté antes que Hawkwing, aunque no necesitara espada para conseguirlo. ¡Los seanchan estáis en mi tierra merced a mi indulgencia, porque os lo permito!

Un trueno retumbó a lo lejos. Mat se sorprendió al sentir la sacudida de un escalofrío. Luz, sólo era Rand. Sólo Rand... ¿O no?

Tuon retrocedió con los ojos desorbitados y los labios entreabiertos. El espanto se reflejaba en su semblante, como si acabara de presenciar la ejecución de sus propios padres.

Alrededor de los pies de Rand empezaba a crecer hierba verde. Los guardias que se encontraban cerca retrocedieron de un brinco, llevando la mano a la espada, mientras una franja de vida se extendía desde Rand. Las briznas marrones y azules recobraban el color como si les hubieran echado pintura por encima y después, como si se estiraran tras un largo sueño, se ponían erguidas.

El verdor tapizó todo el claro del jardín.

—¡Sigue escudado! —gritó la sul’dam—. ¡Excelsa Señora, sigue escudado!

Mat se estremeció otra vez y entonces percibió algo. Muy bajito, fácil de pasar inadvertido.

—¿Estás cantando? —le susurró a Rand.

Sí... era indudable. Rand estaba cantando entre dientes, muy, muy bajito. Mat siguió el ritmo con el pie.

—Juro que he oído esa tonada en algún sitio, hace tiempo... ¿Es Dos doncellas al borde del agua?

—Así no me ayudas —susurró Rand—. Chitón.

Rand siguió con el cántico. El verdor se propagó a los árboles, y las ramas de los abetos adquirieron un aspecto más saludable. En los otros árboles —que, en efecto, eran melocotoneros— empezaron a brotar hojas y crecieron muy deprisa a medida que se inundaban de vida.

Girando sobre sus talones, los guardias miraban en derredor en un intento de ver todos los árboles a la vez. Selucia estaba encogida. Tuon permanecía erguida, sin quitar los ojos de Rand. Cerca, las asustadas sul’dam y damane debían de haber perdido la concentración, porque las ataduras que inmovilizaban a Mat desaparecieron.

—¿Negáis mi supremacía? —demandó Rand—. ¿Negáis que mi derecho sobre estas tierras precede al vuestro en miles de años?

—Yo... —Tuon respiró hondo y lo miró, desafiante—. Desmembrasteis la tierra, la abandonasteis. Claro que niego vuestra potestad.

Detrás de ella, las flores crecieron de golpe en los árboles, como fuegos de artificio rosa y blancos. El estallido de color los rodeó. Los pétalos saltaron hacia afuera al crecer y las flores se soltaron de los árboles, se esparcieron en el aire y giraron en remolinos por el claro.

—Os he permitido vivir cuando podría haberos destruido en un instante —le dijo Rand a Tuon—. Y lo he hecho porque habéis mejorado la vida de quienes están bajo vuestro dominio, aunque no estáis libre de culpa por el modo en que habéis tratado a algunos. Vuestro gobierno es tan endeble como una hoja de papel. Mantenéis esta tierra con la fuerza del acero y las damane, pero entretanto el fuego calcina vuestro país de origen.

»No he venido aquí a destruiros. Vengo a ofreceros la paz, emperatriz. Me he presentado aquí sin ejércitos, sin violencia. He venido porque creo que me necesitáis, como yo os necesito a vos. —Rand dio un paso y, quién lo habría imaginado, hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza mientras extendía la mano hacia ella—. Os tiendo la mano como oferta de alianza. La Última Batalla ha empezado. Uníos a mí y luchad.

Se hizo el silencio en el claro. El viento dejó de soplar y el retumbo del trueno cesó. Los pétalos flotaron con suavidad hasta caer en la hierba, ahora verde. Rand permaneció en la misma postura, con la mano tendida. Tuon miraba esa mano como si fuera una víbora. Mat se dirigió hacia ella con premura.

—Buen truco —le dijo a Rand en un quedo murmullo—. Un truco fantástico.

Llegó junto a Tuon y la asió por los hombros para hacer que se volviera hacia él. Cerca, Selucia parecía estupefacta. Karede no se encontraba en mejor estado que la mujer. Ninguno de los dos sería de mucha ayuda.

—Vamos a ver —le dijo Mat con suavidad a Tuon—. Es un buen tipo. Un poco seco a veces, pero puedes fiarte de su palabra. Si te está ofreciendo un tratado, lo cumplirá.

—Ha sido una exhibición impresionante en verdad —dijo Tuon con suavidad; un leve temblor la estremecía—. ¿Qué es él?

—Que me aspen si lo sé. Escúchame, Tuon. Rand y yo crecimos juntos. Respondo por él.

—Hay una oscuridad en ese hombre, Matrim. Lo vi la última vez que él y yo nos reunimos.

—Mírame, Tuon. Mírame.

Ella alzó los ojos y lo miró.

—A Rand le puedes confiar el propio mundo —dijo Mat—. Y, si no te fías de él, fíate de mí. Él es nuestra única elección. No queda tiempo para llevarlo a Seanchan.