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»He estado en la ciudad suficiente tiempo para echar una rápida ojeada a tus fuerzas. Si quieres luchar en la Última Batalla y reconquistar tu país, vas a necesitar una base estable aquí, en Altara. Acepta su oferta. Él sólo reclama esta tierra. Bien, pues, consigue un compromiso de mantener tus fronteras como son ahora y que ese acuerdo se comunique a los demás. Es posible que estén de acuerdo. Así te quitarías de encima un poco de presión. A no ser, claro, que quieras luchar contra los trollocs, las naciones de estas tierras, y los rebeldes de Seanchan al mismo tiempo.

—Nuestras fuerzas. —Tuon parpadeó.

—¿Qué?

—Has dicho mis fuerzas, pero son nuestras fuerzas. Ahora eres uno de nosotros, Matrim.

—Bueno, visto así, supongo que lo soy. Escucha, Tuon, tienes que hacerlo. Por favor.

Ella se volvió y miró a Rand, arrodillado en medio de un mosaico de flores de melocotón que parecían haberse extendido en círculo a su alrededor. Ni una sola había caído encima de él.

—¿Cuál es vuestra oferta? —preguntó Tuon.

—La paz. —Rand se puso de pie, todavía con la mano tendida—. La paz para un centenar de años. Más tiempo, si está en mi mano conseguirlo. He persuadido a los otros dirigentes para que firmen un tratado y trabajen en equipo en la lucha contra los ejércitos de la Sombra.

—Quiero que mis fronteras se mantengan como están —dijo Tuon.

—Altara y Amadicia serán vuestras.

—Y Tarabon y el llano de Almoth también —apuntó Tuon—. Ahora están ocupadas por mis fuerzas. Vuestro tratado no me expulsará de ellas. ¿Queréis la paz? Habréis de concederme eso.

—Tarabon y la mitad del llano de Almoth —cedió Rand—. La mitad que ya está ocupada por vuestro ejército.

—Tendré a todas las mujeres que encauzan a este lado del Océano Aricio y serán mis damane — continuó Tuon.

—No forcéis vuestra suerte, emperatriz —repuso Rand con sequedad—. Dejaré que hagáis lo que queráis en Seanchan, pero os exigiré que renunciéis a cualquier damane que hayáis apresado estando en esta tierra.

—Entonces no hay acuerdo —dijo Tuon.

Mat contuvo el aliento.

Rand vaciló y empezó a bajar la mano.

—El destino del propio mundo podría depender de esto, Fortuona. Por favor.

—Si es tan importante, entonces podéis acceder a mi demanda —replicó ella con firmeza—. Nuestra propiedad nos pertenece. ¿Queréis un trato? Entonces lo tendréis con esta cláusula: conservamos las damane que ya tenemos. A cambio, os dejaré marchar en libertad.

—Negociar con vos es tan difícil como con un Marino —dijo Rand, que torció el gesto.

—Quiero creer que lo es más —repuso ella sin denotar emoción en la voz—. El mundo es vuestra carga, Dragón, no la mía. Yo cuido de mi imperio. Necesitaré, y mucho, a esas damane. Elegid ya. Según vos mismo habéis dicho, no os queda mucho tiempo.

La expresión de Rand se ensombreció; luego tendió la mano hacia ella.

—Que así sea. La Luz me perdone, pero que así sea. También tendré que cargar con este peso. Podéis quedaros con las damane que ya tenéis, pero no apresaréis a ninguna de mis aliadas mientras se libra la Última Batalla. Si apresarais posteriormente a cualquiera que no se encontrara en vuestra propia tierra, se considerará incumplimiento del tratado y un ataque a las otras naciones.

Tuon adelantó un paso y estrechó la mano de Rand. Mat, que había contenido la respiración, soltó el aire de golpe.

—Tengo documentos que habéis de revisar y firmar —dijo Rand.

—Selucia se ocupará de ellos —contestó Tuon—. Matrim, ven conmigo. Hemos de preparar al imperio para la guerra.

Tuon se alejó por el camino con pasos controlados, aunque Mat sospechaba que quería alejarse de Rand cuanto antes. La entendía muy bien.

Fue en pos de ella, pero se detuvo al pasar junto a Rand.

—Por lo visto tú también tienes un poco de la Suerte del Oscuro —le susurró—. No puedo creer que haya funcionado.

—¿Quieres que te sea sincero? —comentó Rand con suavidad—. Yo tampoco. Gracias por interceder.

—No hay de qué. Por cierto, yo salvé a Moraine. Rumia eso mientras resuelves cuál de los dos ha ganado.

Mat siguió a Tuon. A su espalda sonó la risa del Dragón Renacido.

18

Sentirse desaprovechado

Gawyn se encontraba en un campo cercano al sector donde las Aes Sedai se habían enfrentado a los trollocs por primera vez. Habían salido de las colinas y se habían internado más en las llanuras de Kandor. Todavía frenaban el avance trolloc e incluso se las ingeniaban para hacer retroceder al principal contingente del enemigo unos pocos centenares de pasos. En general, teniendo todo en cuenta, la batalla iba mejor de lo que habría cabido esperar.

Llevaban una semana combatiendo allí, en esa planicie kandoresa sin nombre. El campo estaba removido y roturado como si lo hubieran preparado para la siembra. Había tantos cadáveres allí —casi todos de Engendros de la Sombra— que ni siquiera el hambre insaciable de los trollocs había podido engullirlos todos.

Gawyn, con la espada empuñada en una mano y el escudo asido con la otra, se situó delante del caballo de Egwene. Su labor era acabar con los trollocs que consiguieran pasar a través de los ataques de las Aes Sedai. Prefería combatir sosteniendo la espada con ambas manos, pero contra los trollocs hacía falta el escudo. Algunos de los otros pensaban que era estúpido por utilizar la espada. Ellos preferían picas o alabardas, cualquier cosa que sirviera para mantener a los trollocs a distancia.

Sin embargo, no era posible sostener un verdadero duelo con una pica; el piquero era como un ladrillo de un muro grande. Más que soldado era una barrera. Con una alabarda era mejor —al menos tenía una hoja que requería cierta destreza para utilizarla—, pero no había nada que diera la misma sensación que una espada. Cuando Gawyn combatía con ella, controlaba la lucha.

Un trolloc —con los rasgos faciales mezcla de hombre y carnero— resopló y fue hacia él. Ése era más humano que la mayoría, incluida una boca tremendamente humana con dientes ensangrentados. El ser blandía una maza que lucía el emblema de la Llama de Tar Valon en el mango, robada de algún miembro caído de la Guardia de la Torre. Aunque era un arma para manejar con dos manos, la criatura la utilizaba con una sin dificultad.

Gawyn fintó hacia un lado y levantó el escudo hacia la derecha para detener el golpe que llegaba. El escudo se sacudió con repetidos impactos. Uno, dos, tres. El método de ataque trolloc más habitual era golpear fuerte, golpear rápido y dar por sentado que el oponente se vendría abajo.

Muchos lo hacían. Trastabillaban o los brazos se les dormían por los golpes repetidos. Ahí radicaba el valor de los muros de piqueros y las líneas de alabarderos. Bryne utilizaba ambos, así como un nuevo e improvisado tipo de línea de frente con medias picas y medias alabardas. Gawyn había leído sobre armas de ese tipo en libros de historia. El ejército de Bryne las usaba para desjarretar a los trollocs. Las líneas de piqueros los mantenían apartados y entonces los alabarderos pasaban entremedias y les cortaban las piernas.

Gawyn hizo una finta lateral; el trolloc no estaba preparado para un movimiento tan repentino. El ser giró —demasiado despacio— y Gawyn, ejecutando Torbellino en la montaña, le cercenó por la muñeca la mano armada. Mientras la criatura gritaba, Gawyn giró sobre sí mismo y hundió la espada en el estómago de otro trolloc que había atravesado la línea defensiva de las Aes Sedai.

Sacó la espada del cuerpo de un tirón y la envainó en el cuello del primer trolloc. La bestia muerta se deslizó de la hoja al caer al suelo. Era el cuarto al que Gawyn mataba ese día. Limpió con cuidado la espada en el trapo ensangrentado que llevaba atado a la cintura.