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Le dio vueltas al anillo entre los dedos. Sabía que debería llevárselo a Egwene. También sabía lo que la Torre Blanca hacía con los ter’angreal; guardarlos bajo llave por miedo a experimentar con ellos. Pero ahora libraban la Última Batalla. Si había un momento en el que arriesgarse, era ahora o nunca...

«Decidiste permanecer a la sombra de Egwene, Gawyn —pensó—. Decidiste que la protegerías, que harías lo que necesitara que hicieras.» Ella estaba ganando la guerra; ella y las Aes Sedai. ¿Iba a permitirse sentir tantos celos de Egwene como los había tenido de al’Thor?

—¿Es eso lo que creo que es?

Gawyn levantó la cabeza bruscamente mientras cerraba el puño en torno al anillo. Leilwin y Bayle Domon habían ido a la tienda del comedor y regresaban con un cuenco para él. Por el olor, debía de ser guiso de cebada otra vez. Los cocineros le ponían tanta pimienta que el sabor era casi nauseabundo. Gawyn sospechaba que lo hacían para que las motitas negras de la pimienta ocultaran las picaduras de los gorgojos.

«No debo actuar como si estuviera haciendo algo sospechoso —comprendió al instante—. No debo permitir que vaya a contárselo a Egwene.»

—¿Esto? —preguntó mientras sostenía el ter’angreal en alto—. Es uno de los anillos que recuperamos de los asesinos seanchan que intentaron matar a Egwene. Supusimos que era una especie de ter’angreal, aunque la Torre Blanca nunca había tenido noticias de uno así.

Leilwin soltó un quedo bufido.

—Ésos sólo los otorga la emperatriz, así viva... —Se interrumpió e hizo una profunda inhalación—. Sólo se entregan a alguien a quien se designa como Puñal Sanguinario. Sólo alguien que ha entregado su vida a la emperatriz tiene permiso para llevar tal anillo. Que tú te pusieras uno sería una gran equivocación.

—Por suerte, no me lo he puesto —contestó Gawyn.

—Esos anillos son peligrosos —continuó Leilwin—. No sé mucho sobre ellos, pero se dice que matan a quienes los utilizan. No dejes que tu sangre toque el anillo o lo activarás, cosa que probablemente sea letal, Guardián. —Le tendió el cuenco de guisado y se alejó.

Domon no la siguió. El illiano se rascó la corta barba.

—Mi mujer no es siempre la mujer más servicial —le dijo a Gawyn—. Pero es fuerte y lista. Harías bien en prestar atención a sus palabras.

—Para empezar —contestó Gawyn mientras se guardaba el anillo en el bolsillo—, Egwene nunca me permitiría llevarlo. —Lo cual era muy cierto. Si supiera de su existencia—. Dile a tu mujer que agradezco su advertencia. Debería preveniros de que el asunto de los asesinos aún es un tema espinoso para la Amyrlin. Os sugeriría que evitaseis hablar de los Puñales Sanguinarios o de sus ter’angreal.

Domon asintió con la cabeza y luego fue en pos de Leilwin. Gawyn sólo experimentó un ligero remordimiento por el engaño. En realidad no había dicho nada que no fuera verdad. Pero no quería que Egwene empezara a hacer preguntas incómodas.

Ese anillo y sus iguales representaban algo. No eran el camino del Guardián. Estar junto a Egwene, atento a cualquier peligro para ella: Ése sí era el camino del Guardián. Para influir en el curso de la batalla debía servirla, no cabalgar como un héroe.

Se repitió lo mismo una y otra vez mientras comía el guisado. Para cuando hubo acabado la cena, casi se había convencido de que creía en ello.

Aun así, no le habló a Egwene de los anillos.

Rand recordaba la primera vez que había visto a un trolloc. No cuando las criaturas habían atacado su granja en Dos Ríos. La primera vez que los había visto de verdad. Durante la era anterior.

«Llegará el día en que ya no existirán», pensó mientras tejía Fuego y Aire para crear un muro explosivo de llamas que pareció rugir al cobrar vida en medio de un hatajo de trollocs. Cerca, los hombres de la Guardia del Lobo de Perrin alzaron las armas en un gesto agradecido. Rand contestó con un gesto de la cabeza. De momento, en ese combate iba disfrazado con los rasgos de Jur Grady.

Hubo un tiempo en que los trollocs no eran un azote para el mundo. Podían volver a ese estado. Si él mataba al Oscuro, ¿ocurría de inmediato tal cosa?

Las llamas de su muro de fuego hicieron que el sudor le corriera por la frente. Absorbió con cuidado del angreal del hombrecillo gordo — no debía parecer demasiado poderoso— y acabó con otro grupo de trollocs en el campo de batalla, allí, justo al oeste del río Alguenya. Las fuerzas de Elayne habían cruzado el Erinin y la campiña hacia el este, y esperaban a que se construyeran los puentes a través del Alguenya. Esos puentes casi estaban acabados, pero entretanto una vanguardia de trollocs los había alcanzado y el ejército de Elayne se había situado en formaciones defensivas para contenerlos hasta que pudieran cruzar el río.

Rand se alegraba de poder ayudar. El verdadero Jur Grady descansaba en el campamento de Kandor, agotado por realizar Curaciones. Un rostro conveniente que Rand podía llevar sin llamar la atención de los Renegados.

Era satisfactorio oír los gritos de los trollocs mientras se quemaban. Le había gustado ese sonido, cerca del final de la Guerra del Poder. Siempre le había producido la sensación de estar haciendo algo provechoso.

No había sabido qué eran los trollocs la primera vez que los vio. Oh, claro que estaba enterado de los experimentos de Aginor. Lews Therin lo había llamado demente en más de una ocasión. No lo había entendido; fueron muchos los que no lo entendieron. A Aginor le fascinaban en exceso sus trabajos de laboratorio. Demasiado. Lews Therin había cometido el error de dar por sentado que Aginor, al igual que Semirhage, se deleitaba torturando por la mera tortura en sí.

Y entonces habían llegado los Señores del Espanto.

Los monstruos seguían ardiendo, con los miembros retorcidos.

Con todo, a Rand le preocupaba que esas... «cosas» pudieran ser humanos renacidos. Aginor había utilizado seres humanos para crear los trollocs y los Myrddraal. ¿Era ésa la suerte que corrían algunos? ¿Renacer como mutaciones perversas? La idea le revolvía el estómago.

Echó un vistazo al cielo. Las nubes empezaban a dispersarse, como ocurría siempre allí donde él se encontrara. Podría obligarlas a no hacerlo, pero... no. Los hombres necesitaban la Luz, y tampoco podía combatir allí demasiado tiempo, no fuera a resultar obvio que uno de los Asha’man era demasiado fuerte para el rostro que tenía.

Rand dejó que llegara la luz.

Por todo el campo de batalla, cerca del río, la gente empezó a mirar hacia el cielo cuando los rayos del sol cayeron sobre ellos mientras las nubes oscuras se retiraban.

«Se acabó esconderse», pensó Rand mientras retiraba la Máscara de Espejos y alzaba la mano, prieto el puño, por encima de su cabeza. Tejió Aire, Fuego y Agua y creó una columna de luz que se extendió a partir de él hasta gran altura, en el cielo. Los soldados prorrumpieron en vítores a todo lo ancho y largo del frente de batalla.

No haría saltar las trampas que el Oscuro tenía esperándolo. Se movió a través de un acceso, de vuelta a Merrilor. Nunca estaba mucho tiempo en cualquiera de los frentes, pero siempre revelaba su presencia antes de marcharse. Dejaba que las nubes se abrieran en lo alto para demostrar que había estado allí y luego se iba.

Min lo esperaba en la zona de Viaje de Merrilor. Rand miró hacia atrás al tiempo que el acceso se cerraba, dejando que la gente combatiera sin él. Min le puso una mano en el brazo. Las Doncellas de su guardia esperaban también allí; aunque de mala gana, dejaban que luchara solo porque sabían que su presencia lo delataría.