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—Yo...

—Están libres. —Cadsuane dio media vuelta y echó a andar—. Taim y los suyos han sido expulsados de la Torre Negra.

—¿Qué? —demandó Rand al tiempo que la asía del brazo.

—Que tus hombres se han liberado por sí solos —contestó Cadsuane—. No obstante, por lo que me han contado, sufrieron un duro castigo al hacerlo. Son pocas personas las que lo saben. Es muy probable que la reina Elayne no pueda servirse de ellos durante un tiempo. Desconozco los detalles.

—¿Dices que se liberaron ellos mismos?

—Sí.

«Lo consiguieron. O lo consiguió Perrin.»

Rand se regocijó con la noticia, pero lo acometió un sentimiento de culpa. ¿Cuántos habían perecido? ¿Habría podido salvarlos si hubiese ido? Ya hacía días que estaba enterado de su situación apurada; sin embargo, los había abandonado a su suerte por seguir el consejo de Moraine, que había insistido en que era una trampa que él no podía permitirse el lujo de hacer saltar.

Y ahora ellos habían escapado de esa trampa.

—Me habría gustado haber sabido cómo sonsacarte una respuesta respecto a qué te proponías conseguir allí —dijo Cadsuane. Suspiró al tiempo que meneaba la cabeza—. Aún hay grietas en ti, Rand al’Thor, pero habrá que conformarse.

Dicho lo cual, se marchó.

—Deepe era un buen hombre —dijo Antail—. Sobrevivió a la caída de Maradon. Estaba en la muralla cuando la hicieron saltar por los aires, pero vivió y siguió luchando. Al final, los Señores del Espanto vinieron por él y con una explosión remataron el trabajo. Deepe pasó los últimos instantes de su vida lanzándoles tejidos. Murió bien.

Los soldados malkieri alzaron las copas hacia Antail en un saludo a los caídos. Lan también levantó la suya aunque estaba fuera del corro de hombres reunidos alrededor de la hoguera. Ojalá Deepe hubiera seguido sus órdenes. Meneó la cabeza y bebió un sorbo de vino. Aunque era de noche, los hombres de Lan seguían haciendo turnos para estar despiertos en caso de que se produjera un ataque.

Lan giró la copa entre los dedos mientras pensaba en Deepe. Se dio cuenta de que le resultaba imposible experimentar ira por lo que el hombre había hecho. Deepe había querido matar a uno de los encauzadores de la Sombra más peligrosos. De habérsele presentado una oportunidad similar, Lan no creía que él la hubiera rechazado.

Los hombres siguieron con los brindis por los caídos. Se había convertido en una ceremonia que se repetía todas las noches, y esa práctica se había extendido por la totalidad de los campamentos fronterizos. A Lan le parecía alentador el hecho de que los hombres hubieran empezado a tratar a Antail y a Narishma como compañeros. Los Asha’man se mostraban distantes por lo general, pero la muerte de Deepe había forjado un vínculo entre los encauzadores y los soldados. Ahora la batalla les había pasado factura a todos ellos al cobrarse la vida de sus compañeros. Los hombres habían visto a Antail apenado por la pérdida de su amigo, y lo habían invitado a que hiciera un brindis por él.

Lan se alejó de la hoguera y caminó por el campamento. Se paró en las hileras de caballos estacados para comprobar cómo estaba Mandarb. El semental aguantaba bien a pesar de tener una herida grande en el flanco izquierdo, donde no volvería a crecerle el pelo en la cicatriz que le quedaría; sin embargo, parecía que se le estaba curando bien. Los mozos todavía hablaban en voz baja de cuando el caballo herido había aparecido en medio de la noche, tras el combate en el que Deepe había muerto. Ese día habían sido muchos los jinetes que habían perdido la vida o que habían sido derribados del caballo. Muy pocas monturas habían logrado escapar de los trollocs para encontrar el camino de vuelta al campamento. Lan palmeó a Mandarb en el cuello.

—Pronto descansaremos, amigo mío —le susurró al animal—. Te lo prometo.

Mandarb resopló en la oscuridad; cerca, varios caballos respondieron con más resoplidos.

—Crearemos un hogar —continuó Lan—. Derrotada la Sombra, Nynaeve y yo reclamaremos Malkier. Haremos que los campos renazcan, que el agua de los lagos se limpie. Crecerán verdes pastos. Ya no habrá más trollocs contra los que luchar. Unos niños montarán a tus lomos, viejo amigo. Podrás pasar los días en paz, comiendo manzanas y eligiendo la yegua que quieras.

Hacía mucho tiempo que Lan no pensaba en el futuro con el más mínimo atisbo de esperanza. Resultaba curioso que ahora lo hiciera en ese lugar, en esa guerra. Era un hombre curtido, duro. A veces, tenía la impresión de que compartía más cosas en común con las piedras y la tierra que con los hombres que reían sentados junto al fuego.

En eso se había convertido. En la persona que tenía que ser, el hombre que algún día viajaría de vuelta a Malkier para defender el honor de su familia. Rand al’Thor había empezado a agrietar ese caparazón, y luego el amor de Nynaeve lo había resquebrajado por completo.

«Me pregunto si Rand se dio cuenta alguna vez», pensó. Sacó la almohaza y la estregó por el pelaje de Mandarb. Lan sabía lo que era haber sido elegido, desde pequeño, para morir. Sabía lo que era que alguien señalara hacia la Llaga y le dijera que allí sacrificaría su vida. Luz, vaya si lo sabía. Probablemente Rand al’Thor nunca sabría cuán similares eran los dos.

Almohazó a Mandarb durante un rato a pesar de estar cansado hasta la médula. Quizá tendría que haber dormido. Nynaeve le habría dicho que durmiera. Se imaginó la conversación entre ellos y esbozó una sonrisa. Ella habría ganado, aduciendo que un general necesitaba dormir y que había mozos de cuadra más que de sobra para ocuparse de los caballos.

Pero Nynaeve no estaba allí, así que siguió cepillado a Mandarb.

Alguien se acercó a la hilera de caballos atados. Por supuesto, Lan oyó las pisadas mucho antes de que la persona llegara. Lord Baldhere cogió un cepillo del puesto de los mozos, saludó con un gesto de la cabeza a uno de los guardias que había, y se dirigió hacia su montura. Sólo entonces reparó en Lan.

—Lord Mandragoran —saludó.

—Lord Baldhere —contestó Lan al kandorés, acompañando las palabras con un gesto de la cabeza.

El Portador de la Espada de la reina Ethenielle era un hombre delgado, con alguno que otro mechón blanco en el cabello, por lo demás negro. Aunque Baldhere no era uno de los grandes capitanes, sí era un buen comandante y había servido bien a Kandor desde la muerte de su soberano. Muchos habían dado por sentado que la reina se casaría con él. Lo cual, por supuesto, era una estupidez; para Ethenielle era como un hermano. Además, cualquiera que prestara un poco de atención se daría cuenta de que Baldhere tenía una clara preferencia por los hombres.

—Siento molestaros, Dai Shan —le dijo a Lan—. No caí en la cuenta de que aquí podría haber otra persona. —Hizo intención de retirarse.

—Casi había acabado —contestó Lan—. No cambiéis de idea por mí y haced lo que hayáis venido a hacer.

—Los mozos son buenos en su trabajo —manifestó Baldhere—. No he venido para inspeccionar su labor. En ocasiones he notado que hacer algo sencillo y rutinario me ayuda a pensar.

—No sois el único que se ha dado cuenta de eso. —Lan siguió cepillando a Mandarb.

Baldhere rió entre dientes y se quedó callado un momento antes de hablar de nuevo.

—Dai Shan, ¿os preocupa lord Agelmar?

—¿En qué sentido?

—A mí me parece que se está exigiendo demasiado —dijo Baldhere—. Está tomando algunas decisiones que... me tienen desconcertado. No es que las opciones para la batalla sean malas. Simplemente me resultan demasiado agresivas.

—Estamos en guerra. No me parece que se pueda ser demasiado agresivo cuando el propósito es derrotar al enemigo —repuso Lan.

Baldhere guardó silencio de nuevo, pensativo.

—Desde luego —asintió después—. Sin embargo, ¿habéis reparado en la pérdida de los dos escuadrones de caballería de lord Yokata?