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Elayne había sacado a su ejército de Andor hacía una semana, y Bashere y ella se sentían satisfechos con la evolución de las cosas. Hasta que descubrieron la trampa.

—Sorprendente, ¿verdad? —preguntó ella al llegar junto a Bashere, que paseaba por la margen del río.

El hombre la miró y asintió con la cabeza.

—Allá, en casa, nosotros no tenemos nada que se parezca a esto —le comentó el mariscal después.

—¿Y el Arinelle?

—No se vuelve tan caudaloso hasta después de salir de Saldaea —respondió el mariscal con aire ausente—. Esto casi parece un océano que hubiera entrado aquí, separando una orilla de la otra. Me hace sonreír la idea de lo que los Aiel debieron de pensar al verlo la primera vez que cruzaron la Columna.

Los dos guardaron silencio unos minutos.

—¿La situación es mala? —preguntó por fin Elayne.

—Lo es. Debería haberme dado cuenta, así me abrase. Tendría que haberlo visto venir.

—No podéis planearlo todo, Bashere.

—Con todo mi respeto —respondió él—, eso es exactamente lo que se supone que debería hacer.

La marcha hacia el este desde el Bosque de Braem se había llevado a cabo según lo planeado. Quemar los puentes a través del Erinin y el Alguenya había servido para eliminar un gran número de trollocs que habían intentado cruzarlos tras ellos. Elayne se encontraba ahora en la calzada que subía río arriba hasta la ciudad de Cairhien. Bashere había planeado organizar el enfrentamiento final con los trollocs en las colinas que se alzaban a lo largo de la calzada que se extendía veinte leguas al sur de Cairhien.

La Sombra había sido más astuta y les había ganado por la mano. Los exploradores habían localizado un segundo ejército de trollocs justo al norte de su posición actual, en marcha hacia el este, de camino a la propia ciudad de Cairhien. Elayne había dejado la urbe sin defensores para completar su ejército. Ahora sólo estaba llena a rebosar de refugiados, tan abarrotada como lo había estado Caemlyn.

—¿Cómo lo han hecho? —preguntó ella—. Esos trollocs no pueden haber llegado aquí desde el desfiladero de Tarwin.

—No, no ha habido tiempo suficiente para eso —convino Bashere.

—¿Otra puerta de los Atajos?

—Tal vez. Tal vez no —contestó Bashere.

—Entonces, ¿cómo? —inquirió Elayne—. ¿De dónde ha venido ese ejército?

Ese ejército trolloc se hallaba lo bastante cerca de Cairhien para llamar a las puertas de la ciudad. ¡Luz!

—Cometí el error de pensar como un humano —dijo Bashere—. Conté con la velocidad de marcha de los trollocs, pero no calculé hasta qué punto los azuzarían los Myrddraal ni hacia dónde. Un error estúpido. El ejército del bosque debió de dividirse en dos, y una mitad debió de tomar la ruta hacia el nordeste a través de los bosques, en dirección a Cairhien. Es lo único que se me ocurre.

—Nos hemos desplazado tan rápido como ha sido posible —argumentó Elayne—. ¿Cómo han podido adelantársenos?

Su ejército contaba con los accesos. No era posible trasladarlo todo, ya que no había suficientes encauzadoras para mantener los accesos abiertos durante largos periodos. Sin embargo, sí se trasladaban las carretas de suministros, los heridos y los seguidores de campamento. Todo ello les permitía avanzar a la velocidad de soldados entrenados para la marcha.

—Nos hemos movido todo lo rápido que podíamos de un modo seguro —apuntó Bashere—. Un comandante humano nunca habría empujado a sus fuerzas a avanzar a un paso de marcha tan veloz. El terreno por el que han pasado tiene que haber sido terrible, con todos esos ríos, los bosques, las ciénagas... ¡Luz! Tienen que haber pedido millares de trollocs por el agotamiento durante una marcha así. Los Fados corrieron el riesgo y ahora nos tienen pillados en una maniobra de tenaza. La ciudad también acabará destruida.

—No permitiré que eso ocurra —dijo por fin Elayne, tras unos instantes de silencio—. Otra vez no. No si puedo evitarlo.

—¿Tenemos otra opción?

—Sí —contestó Elayne—. Bashere, sois una de las mentes militares más privilegiadas que ha conocido el mundo. Tenéis unos recursos como ningún hombre ha tenido jamás: los dragones, las Allegadas, los Ogier deseosos de combatir... Podéis conseguir que todo eso funcione. Sé que podéis.

—Demostráis tener una fe en mí sorprendente considerando que me conocéis hace muy poco tiempo.

—Rand confía en vos —repuso Elayne—. Incluso en sus peores días, Bashere, cuando miraba con expresión sombría a casi todos los que lo rodeaban, se fiaba de vos.

—Existe un modo de hacerlo. —Bashere parecía preocupado.

—¿Cómo?

—Marchamos y atacamos a los trollocs que están cerca de Cairhien lo más rápido que podamos. Deben de estar cansados; tienen que estarlo. Si conseguimos derrotarlos con rapidez, antes de que la horda del sur nos alcance, podríamos tener una oportunidad. Será difícil. La fuerza del norte probablemente tiene intención de asaltar y ocupar la ciudad para después utilizarla contra nosotros mientras los trollocs del sur llegan.

—¿Podríamos abrir accesos dentro de la ciudad y defenderla?

—Lo dudo, con encauzadoras que están tan cansadas como las nuestras —contestó Bashere—. Aparte de eso, necesitamos destruir a los trollocs del norte, no sólo resistir contra ellos. Si les damos tiempo para descansar, se recuperarán del agotamiento de la marcha, se reunirán con los trollocs del sur y entonces recurrirán a los Señores del Espanto para destruir Cairhien como quien revienta con un golpe una manzana pasada. No, Elayne. Tenemos que atacar y aplastar a ese ejército del norte mientras está debilitado; sólo entonces tendremos posibilidades de resistir contra el del sur. Si fracasamos, nos aplastarán entre los dos.

—Es el riesgo que hemos de correr —manifestó Elayne—. Ocupaos de los planes, Bashere. Haremos que funcionen.

Egwene entró en el Tel’aran’rhiod.

El Mundo de los Sueños había sido siempre peligroso, impredecible. Últimamente, lo era más aún. La grandiosa ciudad de Tear se reflejaba de un modo extraño en el sueño, con los edificios deteriorados como si hubiesen sufrido la erosión de cien años de tormentas. La muralla de la ciudad tenía ahora poco más diez pies de altura, con la parte de arriba redondeada y pulida por el viento. Los edificios del interior se habían deshecho dejando los cimientos y fragmentos de piedra erosionada, como muñones.

Estremecida por el panorama, Egwene se volvió hacia la Ciudadela. La Roca, al menos, seguía siendo como antes. Alta, fuerte, inalterada por la acción demoledora de los vientos. Eso la confortó.

Se trasladó al corazón de la Ciudadela. Las Sabias la esperaban. Eso también era reconfortante. Incluso en un tiempo de cambios y tempestades, ellas eran tan resistentes con la propia Roca. Amys, Bair y Melaine hablaban, y oyó parte de su conversación antes de que advirtieran su llegada.

—Lo vi igual que lo vio ella —decía Bair—. Aunque fue a través de los ojos de mis propios descendientes. Creo que todas lo veremos ahora si regresamos por tercera vez. Debería ser un requisito hacerlo.

—¿Tres visitas? —preguntó Melaine—. Eso sí que traería un cambio. Todavía no sabemos si la segunda visita mostraría eso o la visión previa.

Consciente de estar escuchando sin que supieran que se encontraba allí, Egwene se aclaró la garganta. Dejaron de hablar de inmediato y se volvieron hacia ella.

—No era mi intención entrometerme —dijo Egwene mientras caminaba entre las columnas y se reunía con ellas.

—No pasa nada —contestó Bair—. Deberíamos haber tenido cuidado con lo que hablábamos. Fuimos nosotras quienes te invitamos a que vinieras a reunirte aquí, después de todo.