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—Oh, Rand.

Egwene se acercó y cogió la cinta. Lo abrazó. Luz, pero qué difícil había sido tratar con él últimamente... Aunque, a decir verdad, había pensado lo mismo de sus padres de vez en cuando.

—Tienes mi apoyo —añadió—. Eso no significa que vaya a hacer con los sellos lo que dijiste, pero tienes mi apoyo.

Egwene lo soltó. No dejaría que las lágrimas le humedecieran los ojos. Aunque aquello pareciera la despedida final para ellos.

—Un momento —dijo Gawyn—. ¿Un hermano? ¿Tienes un hermano?

—Soy hijo de Tigraine —contestó Rand encogiéndose de hombros—. Nací después de que viajara al Yermo y se convirtiera en Doncella.

Gawyn parecía estupefacto, aunque Egwene ya se lo había imaginado hacía siglos.

—¿Eres hermano de Galad? —preguntó Gawyn.

—Medio hermano —dijo Rand—. Aunque probablemente no sea algo que tenga mucha importancia para un Capa Blanca. Tenemos la misma madre. Su padre, como el tuyo, era Taringail, pero el mío era un Aiel.

—Creo que Galad te sorprendería —dijo Gawyn en voz queda—. Pero entonces, Elayne...

—No es que quiera explicarte la historia de tu propia familia, pero entre Elayne y yo no existe ningún vínculo de sangre. —Rand se volvió hacia Egwene—. ¿Puedo verlos? Los sellos, me refiero. Antes de ir a Shayol Ghul me gustaría mirarlos una última vez. Prometo que no les haré nada.

De mala gana, ella los sacó de una bolsa que llevaba colgada a la cintura, donde solía guardarlos. Gawyn, que todavía no había salido de su asombro, fue hacia la ventana y la abrió para que entrara luz en la estancia. La Torre Blanca, tan silenciosa, daba la sensación de quietud. Sus ejércitos habían partido con sus dueñas y señoras a la guerra.

Egwene desenvolvió el primer sello y se lo tendió a Rand. No le daría todos al mismo tiempo. Por si acaso. Confiaba en su palabra; después de todo era Rand, pero... Por si acaso.

Rand alzó el sello y lo miró fijamente, como si buscara la sabiduría en esa línea sinuosa.

—Yo los creé —susurró—. Los hice para que nunca se rompieran. Pero mientras los creaba sabía que al final se malograrían. Todo acaba fallando cuando él lo toca...

Egwene sacó otro de los sellos y lo sostuvo con cautela. Sólo faltaría que se rompiera por accidente. Los guardaba envueltos y la bolsa rellena con tela; le preocupaba que se le rompieran llevándolos encima, pero Moraine había afirmado que sería ella quien los rompería.

Aquello le parecía absurdo, pero lo que había leído, las cosas que Moraine había dicho... En fin, si llegaba el momento de romperlos, habría que tenerlos a mano. Así que los llevaba encima... Cargaba con la muerte potencial del mundo.

De repente, Rand se quedó blanco como el papel.

—Egwene —dijo—, esto no me engaña.

—¿El qué?

Él la miró.

—Es una falsificación. Por favor, no pasa nada. Dime la verdad. Hiciste una copia y me la has dado.

—No he hecho nada de eso —protestó ella.

—Oh... Oh, Luz. —Rand alzó de nuevo el sello—. Es falso.

—¿Qué? —Egwene le arrebató el sello de la mano y lo tocó. No notó nada extraño—. ¿Cómo estás tan seguro?

—Los hice yo —le recordó Rand—. Conozco mi obra, mi trabajo artesanal. Éste no es uno de los sellos. Es... Luz, alguien se ha apoderado de ellos.

—¡Los he tenido conmigo en todo momento desde que me los diste! —exclamó Egwene.

—Entonces es que ocurrió antes —susurró Rand—. No los examiné con cuidado después de reunirlos. De algún modo él sabía dónde los había guardado. —Tomando el otro que tenía Egwene, meneó la cabeza—. Tampoco es el original. —Cogió el tercero—. Ni éste tampoco. —Miró a Egwene.

»Él los tiene, Egwene. A saber cómo los sustrajo y los ha recuperado. El Oscuro tiene las llaves de su prisión.

Que la gente no lo mirara tanto era algo que Mat había deseado casi toda su vida. Le lanzaban miradas ceñudas por un problema que, aparentemente, había ocasionado —un problema que en realidad no era culpa suya— y miradas desaprobadoras cuando él iba por ahí con toda inocencia y con toda la intención de ser lo más agradable posible. Todos los chicos birlaban un pastel de vez en cuando. No había nada malo en ello, sino que era algo de esperar; o casi.

La vida cotidiana había sido más dura con Mat que con otros chicos. Sin ningún motivo, todo el mundo lo observaba con mucha más atención de lo normal. Perrin podría haberse pasado todo el día robando pasteles y la gente sólo le habría sonreído, quizás hasta le habría revuelto el cabello. A Mat lo perseguían con la escoba.

Cuando entraba en un sitio para jugar a los dados, atraía las miradas. La gente lo observaba como haría con un tramposo —aunque nunca lo había sido— o con la envidia reflejada en los ojos. Sí, siempre había imaginado que sería fantástico que nadie estuviera pendiente de él. Vamos, eso sería algo que celebrar a lo grande.

Ahora que se había cumplido ese deseo, resultaba que lo ponía enfermo.

—Puedes mirarme —protestó—. En serio. ¡No pasa nada, maldita sea!

—Perdería prestigio, tendría los ojos bajos —contestó la criada mientras amontonaba telas en la mesa baja que había pegada a la pared.

—¡Ya los tienes bajos! Están mirando el jodido suelo, ¿no es así? Quiero que los levantes.

La seanchan siguió con su tarea. Era de piel clara, con pecas en los pómulos; no estaba mal, aunque en la actualidad él prefería matices más oscuros. Con todo, no le habría importado que esa chica le hubiera sonreído. ¿Cómo ibas a hablar con una mujer si ni siquiera podías intentar que sonriera?

Entraron más criados, baja la vista, cargados con más rollos de tela. Mat se hallaba en los que, al parecer, eran «sus» aposentos en palacio. Tenía más habitaciones de las que jamás necesitaría. A lo mejor Talmanes y algunos chicos de la Compañía podrían instalarse con él para que el palacio no diera esa sensación de estar tan vacío.

Mat se acercó a la ventana. Abajo, en la plaza de Mol Hara, se estaba organizando un ejército. Iban a tardar más de lo que él deseaba. Galgan —al que Mat había conocido brevemente, y no confiaba en ese tipo por mucho que Tuon dijera que no pretendía que los asesinos contratados tuvieran éxito— reunía las tropas seanchan de las fronteras, pero con una lentitud excesiva. Y todo porque le preocupaba perder el llano de Almoth con la retirada.

Bueno, pues, más valía que atendiera a razones. Mat no tenía muchos motivos para que ese tipo le cayera bien, pero si se retrasaba con la preparación de la marcha...

—Enaltecido Señor... —dijo la criada.

Mat se dio la vuelta y enarcó una ceja. Con los últimos rollos de tela había entrado un grupo de jóvenes da’covale de ambos sexos; Mat se puso colorado. Casi no llevaban puesto nada encima, y lo que llevaban era transparente. Bueno, podía mirar a las chicas, ¿verdad? No llevarían esa ropa si lo que se pretendía era que un hombre no las mirara. ¿Qué pensaría de eso Tuon?

«Ella no es mi dueña —pensó con firmeza—. No voy a ser como cualquier marido.»

La criada de las pecas —era so’jhin y llevaba la mitad de la cabeza afeitada— hizo un gesto a una persona que había entrado detrás de los da’covale, una mujer de mediana edad que llevaba el cabello oscuro recogido en moño, sin afeitar ninguna parte de la cabeza. Era achaparrada, con el cuerpo en forma de campana y de aspecto maternal, más bien de abuela.

La recién llegada lo observó. ¡Por fin alguien que lo miraba! Claro que sería mejor si no lo hiciera con la expresión de quien examina caballos en el mercado.

—Negro por su nueva clase social —dijo la mujer al tiempo que daba una palmada—. Verde por su herencia. Un verde bosque oscuro, con moderación. Que alguien me traiga una variedad de parches para el ojo, y que alguien queme ese sombrero.

—¿Qué? —exclamó Mat. Los sirvientes se amontonaron a su alrededor y empezaron a desvestirlo—. Eh, un momento. ¿Qué pasa aquí?