Tal vez había pasado demasiado tiempo con habitantes de las tierras húmedas —Elayne, por ejemplo—, pero de repente vio las cosas como Rand debía de verlas. Dar a los Aiel una exención de su precio, si en realidad era ésa su intención, era un acto de honor. Si les hubiera hecho un requerimiento como a los demás, estas mismas Sabias podrían haberse ofendido por meterlos en el mismo saco que a los habitantes de las tierras húmedas.
¿Qué estaba planeando? Había vislumbrado atisbos sobre eso en las visiones, pero cada vez estaba más segura de que al día siguiente los Aiel iniciarían la andadura por el camino que los conduciría a su perdición.
Tenía que evitar que tal cosa ocurriera. Ésa era su primera tarea como Sabia y probablemente se trataría de la más importante que le sería encomendada. No fracasaría.
—Su cometido no era sólo instruirlo —intervino Amys—. Lo que yo habría dado por saber que se encontraba a salvo bajo la vigilante mirada de una buena mujer. —Miró a Aviendha con una expresión cargada de significado.
—Será mío —afirmó Aviendha con firmeza.
«Pero no para ti, Amys, ni para nuestro pueblo.» Fue una conmoción para ella ser consciente de la fuerza de ese sentimiento dentro de sí. Era Aiel. Su pueblo lo era todo para ella.
Pero esa elección no era de ellos. Era suya.
—Te prevengo, Aviendha —dijo Bair mientras apoyaba una mano en su muñeca—. Él ha cambiado en el tiempo que has estado ausente. Se ha hecho más fuerte.
—¿En qué sentido? —quiso saber, fruncido el entrecejo.
—Ha abrazado a la muerte —manifestó Amys en un tono enorgullecido—. Puede que aún lleve una espada y vista ropas de un habitante de las tierras húmedas, pero ahora es nuestro, por fin y realmente lo es.
—Eso tengo que verlo. —Aviendha se puso de pie—. Descubriré todo— lo posible respecto a sus planes.
—El tiempo apremia —advirtió Kymer.
—Queda una noche —respondió Aviendha—. Será suficiente.
Las otras asintieron con la cabeza y ella empezó a vestirse. De forma inesperada, las cinco se unieron a ella para vestirse también. Por lo visto consideraban sus noticias lo bastante importantes para ir a compartirlas con las otras Sabias, en lugar de seguir sentadas conferenciando.
Aviendha fue la primera en salir a la noche; el aire frío, tras el calor sofocante de la tienda de vapor, le produjo una sensación agradable en la piel. Inhaló hondo. Tenía la mente cargada por la fatiga, pero dormir tendría que esperar.
Los faldones de la entrada a la tienda susurraron al salir las otras Sabias; Melaine y Amys hablaban en voz queda entre ellas mientras se alejaban en la noche. Kymer se encaminó con paso decidido hacia el sector Tomanelle del campamento. Quizás hablaría con su padre segundo, Han, el jefe Tomanelle. Quizá.
Aviendha echó a andar también, pero una mano huesuda la sujetó por el brazo. Miró hacia atrás y vio a Bair, que estaba a su espalda, de nuevo vestida con la blusa y la falda.
—Sabia —dijo Aviendha, en una reacción refleja.
—Sabia —contestó Bair con una sonrisa.
—¿Puedo ayudarte en...?
—Voy a ir a Rhuidean —anunció Bair con la vista alzada hacia el cielo—. ¿Te importaría abrirme un acceso allí?
—Vas a pasar a través de las columnas.
—Una de nosotras debe hacerlo. A pesar de lo que diga Amys, Elenar no está preparada, sobre todo para ver algo... de esa naturaleza. Esa chica se pasa la mitad del día graznando como un buitre sobre el último despojo de un cadáver putrefacto.
—Pero...
—Oh, no empieces tú también. Ahora eres una de nosotras, Aviendha, pero todavía soy lo bastante mayor para haber cuidado de tu abuela cuando era una niña. —Bair sacudió la cabeza; el cabello blanco casi parecía brillar con la tenue luz de luna que llegaba hasta ellas—. Soy la más indicada para ir allí —continuó—. Las encauzadoras deben reservarse para la batalla inminente. No voy a permitir que una niña se meta ahora entre esas columnas. Lo haré yo. Bien, ¿qué pasa con ese acceso? ¿Me concederás lo que te pido o tendré que intimidar a Amys para que lo haga?
A Aviendha le habría gustado ver a cualquiera intimidar a Amys para forzarla a hacer algo. A lo mejor Sorilea era capaz de conseguirlo. Sin embargo, no dijo nada y creó el tejido pertinente para abrir un acceso.
La idea de que otra persona viera lo mismo que había visto ella le revolvía el estómago. ¿Qué significaría que Bair regresara contando la misma visión? ¿Indicaría que era el futuro más probable que les aguardaba?
—De modo que era así de terrible, ¿eh? —preguntó la anciana Sabia con voz queda.
—Horrible, sí. Habría hecho llorar a las lanzas y que las piedras se desmenuzaran, Bair. Antes habría preferido bailar con el mismísimo Cegador de la Vista.
—Entonces, es mucho mejor que vaya yo en lugar de otra. Ha de ser la más fuerte de nosotras quien lo haga.
Aviendha tuvo que reprimirse para no enarcar una ceja. Bair era resistente como un buen cuero, pero las otras Sabias no eran exactamente pétalos de rosa.
—Bair, ¿alguna vez te has topado con una mujer llamada Nakomi? —se le ocurrió preguntar al recordar de repente el encuentro.
—Nakomi. —Bair lo pronunció como si lo saboreara—. Un nombre antiguo. No conozco a nadie que se llame así. ¿Por qué?
—Conocí a una mujer Aiel cuando viajaba hacia Rhuidean —explicó Aviendha—. Aseguró que no era una Sabia, pero había algo en ella que... —Sacudió la cabeza—. No importa, era simple curiosidad.
—Bien, veremos cuánto hay de cierto en esas visiones —dijo Bair, que dio un paso hacia el acceso.
—¿Y si son verdad, Bair? —se sorprendió preguntando Aviendha—. ¿Y si no podemos hacer nada al respecto?
Bair se volvió hacia ella.
—¿Dijiste que habías visto a tus hijos? —inquirió.
Aviendha asintió con un cabeceo. No había hablado en detalle de esa parte de la visión. Le parecía algo más personal.
—Cambia uno de sus nombres —aconsejó Bair—. No menciones nunca el nombre que esa criatura tenía en la visión, ni siquiera a nosotras. Y entonces lo sabrás. Si algo es diferente, también pueden serlo otras cosas. Lo serán. Ése no es nuestro sino, Aviendha. Es un camino que debemos evitar. Juntas.
Aviendha asintió de nuevo en silencio. Sí. Un simple cambio, uno pequeño, pero lleno de significado.
—Gracias, Bair.
La anciana Sabia se despidió con un gesto de la cabeza y después cruzó el acceso y corrió en la noche hacia la ciudad que había un poco más allá.
Talmanes metió el hombro para cargar contra un enorme trolloc con cara de jabalí y que iba protegido con una tosca cota de malla. La bestia olía mal, como a humo y a piel húmeda, sudor y suciedad. Gruñó ante la fuerza del ataque de Talmanes; esos seres siempre parecían sorprendidos cuando los atacaba.
Talmanes tiró hacia atrás y sacó violentamente la espada del costado de la bestia mientras ésta se desplomaba. A continuación se lanzó hacia adelante y le hundió la espada en la garganta sin hacer caso de las fuertes uñas que le arañaban las piernas. La vida se apagó en aquellos ojos pequeños y brillantes como cuentas; y demasiado humanos.
Los hombres luchaban, gritaban, gruñían, mataban. La calle subía en una pronunciada pendiente hacia el palacio. Las hordas trollocs se habían atrincherado allí y defendían la posición impidiendo el avance de la Compañía hacia su meta.
Talmanes flaqueó y se apoyó, ladeado, en la pared de un edificio; la casa de al lado ardía en llamas e iluminaba la calle con colores intensos y a él lo bañaba con el calor. Pero el fuego parecía frío comparado con el abrasador y horrible dolor de la herida. Esa sensación candente le bajaba por la pierna hasta el pie y empezaba a abrirse paso a través del hombro.
«Rayos y centellas —pensó—. Lo que daría por otras cuantas horas con mi pipa y mi libro, solo y en paz.» Los que hablaban de una muerte gloriosa en batalla eran unos jodidos idiotas. No había nada de glorioso en morir en ese caos de fuego y sangre. Puesto a elegir, que le dieran una muerte tranquila, un día cualquiera.