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—Vuestro nuevo vestuario, Enaltecido Señor —repuso la mujer—. Me llamo Nata, y seré vuestra modista personal.

—No vas a quemar mi sombrero —dijo Mat—. Inténtalo, y ya veremos qué tal se te da volar desde el cuarto piso. ¿Me has entendido?

La mujer vaciló antes de hablar.

—Sí, Enaltecido Señor. No queméis esas ropas —dio la contraorden a los criados—. Guardadlas por si hiciesen falta. —Lo dijo como si dudara que fuera a ocurrir tal cosa.

Mat abrió la boca para protestar más y entonces una de las jóvenes da’covale abrió una caja. Dentro brillaban joyas. Rubíes, esmeraldas, gotas de fuego... Mat se quedó sin respiración. ¡Allí había una fortuna!

Era tal su estupefacción que casi ni se percató de que los sirvientes lo estaban desnudando. Tiraron de la camisa, y Mat los dejó hacer. Y que no les permitiera que le quitaran el pañuelo del cuello no se debía a que fuera tímido. La rojez de las mejillas no tenía nada que ver con que le quitaran los pantalones. Sólo era por la sorpresa con las joyas.

Entonces uno de los jóvenes da’covale hizo intención que quitarle la ropa interior.

—Estarías muy raro sin dedos —gruñó Mat.

El da’covale alzó la vista y lo miró con los ojos desorbitados, pálido el semblante. De inmediato bajó la vista otra vez, hizo una reverencia y se retiró hacia atrás. Mat no era tímido, pero lo de la ropa interior era pasarse de la raya.

Nata chasqueó la lengua. Sus criados empezaron a echar por encima a Mat finas telas negras y verde oscuro, tanto que casi parecía negro también.

—Os prepararemos ropajes para demostraciones militares, asistencias a la corte, actos privados, y comparecencias cívicas. Los...

—No —la interrumpió Mat—. Sólo ropas militares.

—Pero...

—Estamos ya en la puñetera Última Batalla, mujer. Si sobrevivimos a esto, podrás hacerme una jodida gorra para días festivos. Hasta entonces, estamos en guerra y no necesito nada más.

Ella asintió con la cabeza.

De mala gana, Mat se puso con los brazos en cruz y dejó que lo envolvieran con tela y le tomaran medidas. Si tenía que aguantar que lo llamaran «Enaltecido Señor» y «Alteza», entonces al menos se aseguraría de ir vestido de un modo razonable.

A decir verdad, ya empezaba a cansarse de las mismas ropas de siempre. No parecía que sastres y costureras seanchan utilizaran mucha puntilla, lo cual era una lástima, pero Mat no quería corregir a la mujer en lo tocante a su trabajo. No protestaría por tan poca cosa. A nadie le caían bien los protestones, y a él al que menos.

Mientras se encargaban de las medidas, un sirviente se acercó con una caja pequeña forrada con terciopelo, en la que se exhibían varios parches para el ojo. Mat vaciló antes de elegir; algunos iban adornados con gemas, otros con dibujos pintados.

—Ése —dijo.

Señaló el parche menos recargado. Era negro, con sólo dos pequeños rubíes de talla fina y alargada, colocados en uno y otro extremo del parche, a derecha e izquierda. Se lo pusieron mientras los otros sirvientes acababan de tomarle las medidas.

Hecho lo cual, la modista y sus criados lo vistieron con un atuendo que la mujer había llevado consigo. Al parecer, no iban a permitirle ponerse otra vez sus ropas usadas mientras esperaba a que estuviera confeccionada la nueva indumentaria.

La primera prenda de su nueva vestimenta era bastante simple: una túnica de seda de calidad. Mat habría preferido pantalón, pero la túnica era cómoda. No obstante, la cubrieron con una vestidura amplia y de tejido más rígido. También era de seda, en verde oscuro, completamente bordada con dibujos de volutas. Las mangas eran pesadas y voluminosas, así como lo bastante grandes para que cupiera dentro un caballo.

—¡Creía haber dicho que se me diera ropa de guerrero! —gritó.

—Éste es un uniforme militar de gala para un miembro de la familia imperial, Alteza —informó Nata—. Muchos os verán como un forastero y, aunque nadie cuestione vuestra lealtad, a nuestros soldados les vendría bien veros como Príncipe de los Cuervos primero y como un extraño después. ¿No os parece?

Los sirvientes continuaron vistiéndolo; le abrocharon un fajín ornamentado y le pusieron brazales con el mismo diseño, por debajo de las enormes mangas. Eso estaba bien, suponía Mat, ya que el fajín le ceñía el ropaje a la cintura, de forma que no daba la misma sensación de ser voluminoso.

Por desgracia, la siguiente prenda del atuendo era la más ridícula de todas. Una pieza de paño tieso y pálido que se apoyaba en los hombros y bajaba por el pecho y por la espalda como un tabardo, con los costados abiertos, pero que se acampanaba hacia afuera por ambos lados un pie como poco, de manera que lo hacían parecer inhumanamente ancho. Eran como hombreras de armadura pesada, sólo que hechas de tela.

—A ver —dijo Mat—. Esto no será una especie de broma que le gastáis a un hombre sólo porque es un recién llegado, ¿verdad?

—¿Broma, Enaltecido Señor? —preguntó Nata.

—No es posible que vosotros...

Mat dejó la frase en el aire cuando alguien pasó por delante de su puerta. Otro comandante. El hombre llevaba una vestimenta muy parecida a la suya, sólo que menos adornada y con hombreras menos anchas. No era una armadura de la familia imperial, sino una armadura de gala para alguien de la Sangre. Aun así, era casi tan desmesurada como la suya.

El hombre se detuvo y le hizo una reverencia a Mat, tras lo cual siguió andando.

—Así me abrase —masculló Mat.

Nata dio una palmada y los sirvientes empezaron a cubrir de gemas a Mat. En su mayor parte eran rubíes, y eso hizo que Mat se sintiera incómodo. Tenía que ser una coincidencia, ¿verdad? No sabía qué pensar de ir cubierto de todas esas gemas. A lo mejor podría venderlas. De hecho, si pudiera apostarlas en una mesa de juego, probablemente acabaría siendo dueño de Ebou Dar...

«Tuon ya posee Ebou Dar —comprendió—. Y yo me he casado con ella.» Asimiló la idea de que era rico. Muy rico.

Se sentó para que le esmaltaran las uñas mientras reflexionaba sobre lo que significaba todo aquello. Oh, hacía tiempo que no tenía que preocuparse por el dinero, ya que siempre podía jugar para conseguir más. Esto era diferente. Si ya poseía todo, ¿qué sentido tenía jugar? La conclusión no sonaba nada divertida. Se suponía que la gente no debía darle así las cosas a uno. Se suponía que eras tú el que debía encontrar el modo de conseguirlas por ti mismo, con ingenio, suerte o destreza.

—Así me abrase —repitió; bajó los brazos a los costados cuando acabó el proceso de esmaltarle las uñas—. Soy un jodido noble.

Suspiró y, cogiendo su sombrero de las manos de un sobresaltado sirviente que pasaba por allí con sus ropas viejas, se lo encasquetó en la cabeza.

—Enaltecido Señor —dijo Nata—, por favor perdonad mi atrevimiento, pero es mi deber aconsejaros en cuanto a moda, si sois tan amable. Ese sombrero parece... muy fuera de lugar con el uniforme.

—¿Y a quién le importa? —replicó Mat, que salió de la habitación. ¡Casi tuvo que cruzar la puerta de costado!—. Si voy a ir haciendo el ridículo, también puedo hacerlo a mi estilo. Que alguien me indique dónde se reúnen los jodidos generales. He de calcular el número de efectivos que tenemos.

20

Dentro de thakan’dar

Un poco más tarde, el día de su reunión con Rand, Egwene sostuvo el sa’angreal de Vora ante sí y tejió Fuego. Los filamentos se unieron y diminutas cintas brillantes formaron un tejido complejo en el aire delante de ella. Casi podía sentir irradiar el brillo sobre ella de forma que le daba a la piel un intenso tono anaranjado.

Terminó el tejido, y una abrasadora bola de fuego, grande como un peñasco, trazó un arco en el aire, chisporroteando y rugiendo, y se precipitó en la lejana cumbre de una colina como un meteoro. El estallido hizo saltar por el aire a los trollocs que manejaban arcos y desperdigó los cadáveres.