Выбрать главу

Romanda abrió un acceso al lado de Egwene. Romanda era una de las Amarillas que habían insistido en quedarse en el frente para proporcionar Curación de emergencia. Ella y su pequeño grupo habían sido inestimables a la hora de salvar vidas.

Ese día, sin embargo, no tendrían oportunidad de Curar. Los trollocs se habían retirado a las colinas, como Bryne había anunciado que harían. Tras un día y medio de descanso, muchas de las Aes Sedai se habían recuperado. No con toda su capacidad —no después de toda una semana de combate agotador—, pero sí lo suficiente.

Gawyn atravesó el acceso de un salto nada más abrirse, con la espada enarbolada. Egwene fue tras él, junto con Romanda, Lelaine, Leane, Silviana, Raemassa y un puñado de Guardianes y soldados. Salieron a la misma cumbre que Egwene acababa de despejar. La negra tierra calcinada todavía se notaba caliente bajo los pies; el olor a carne quemada flotaba en el aire.

Esa colina estaba en el mismo centro del ejército trolloc. Todo en derredor, Engendros de la Sombra gateaban por aquí y por allá en busca de un sitio seguro. Romanda mantuvo el acceso abierto y Silviana empezó a tejer Aire para crear una cúpula de viento contra las flechas. Las demás empezaron a lanzar tejidos hacia afuera.

Los trollocs reaccionaban con lentitud; habían estado esperando allí, en esas colinas, preparándose para descender en tropel a los valles cuando el ejército de Egwene entrara. Normalmente, aquello habría sido un desastre. Los trollocs podían disparar desde arriba andanadas de proyectiles a las tropas de Egwene, y su caballería se habría encontrado en desventaja al intentar ascender por esas colinas. Las cumbres habrían proporcionado a trollocs y Fados una mejor perspectiva para localizar puntos débiles en las fuerzas de Egwene, y actuar en consecuencia.

Pero Egwene y sus comandantes no estaban dispuestos a dar esa ventaja al enemigo. Las bestias se dispersaban a medida que la batalla se volvía contra ellos, con las Aes Sedai ocupando las cumbres de las colinas. Algunas de las criaturas intentaron cargar ladera arriba para retomar su posición, pero otras ponían pies en polvorosa para salvar la vida. La caballería pesada de Egwene llegó a continuación por los valles como un retumbo de truenos. Lo que en otro momento había sido una posición muy eficaz para los trollocs se convirtió en una franja de muerte: con los arqueros trollocs arrasados por las Aes Sedai, la caballería pesada podía matar sin que prácticamente la importunaran.

Eso abrió paso a la infantería, que marchó en formación para empujar a los trollocs hacia atrás y acorralarlos contra las laderas a fin de que las Aes Sedai pudieran matarlos en grupos. Por desgracia, los trollocs se habían acostumbrado a enfrentarse al Poder Único. O se debía a eso, o los Myrddraal se habían vuelto más concienzudos a la hora de azuzarlos.

Poco después, más grupos coordinados de trollocs cargaron contra las cumbres mientras que otros se las ingeniaban para presentar resistencia al ataque de la infantería.

«Bryne tiene razón —pensó Egwene mientras arrasaba un contingente de bestias que casi había logrado llegar hasta ella—. Los Fados vuelven a vincular a los trollocs.» Los Engendros de la Sombra se habían mostrado indecisos en cuanto a usar esa táctica recientemente, ya que la muerte de un Fado haría que cayeran todos los trollocs unidos a él por ese vínculo. No obstante, Egwene sospechaba que era la única forma que tenían de conseguir que los trollocs treparan hacia una muerte casi segura en esas colinas.

Si conseguía encontrar al Myrddraal vinculado a los trollocs que se hallaban cerca, podría pararlos con un tejido de Fuego bien dirigido. Desafortunadamente, los Fados eran astutos y habían empezado a esconderse entre los trollocs.

—Se están acercando —dijo Lelaine, jadeante.

—Retrocedemos —anunció Egwene.

Entraron por el acceso de Romanda, seguidas por sus Guardianes. Romanda fue la última y cruzó de un salto al tiempo que un grupo de trollocs alcanzaba la cima. Una de las bestias, una monstruosidad con rasgos de oso y cubierta de una espesa pelambrera, cruzó a trompicones tras ella.

El ser se desplomó muerto de inmediato y una tenue voluta de humo se alzó de su cadáver. Sus compañeros aullaron y gruñeron al otro lado. Egwene miró a las otras mujeres y después, encogiéndose de hombros, lanzó una llamarada directamente a través del acceso. Unos cuantos cayeron muertos, retorciéndose, mientras que otros se escabullían con precipitación aullando y tirando las armas.

—Eso resulta eficaz —apuntó Leane mientras cruzaba los brazos y enarcaba una ceja impecable hacia el acceso.

Estaban en mitad de la Última Batalla y esa mujer todavía encontraba tiempo para arreglarse la cara cada mañana.

El acceso los había llevado de vuelta al campamento, que ahora estaba casi vacío. Con las tropas de reserva formadas y listas para moverse cuando hiciera falta, los únicos soldados que permanecían en el campamento eran una fuerza de quinientos hombres que guardaba la tienda de mando de Bryne.

Egwene todavía llevaba colgada al costado la bolsita con los sellos falsos. Las palabras de Rand la habían conmocionado profundamente. ¿Cómo iban a recuperar los sellos? Si los esbirros de la Sombra los rompían en el momento equivocado, sería una catástrofe.

¿Los habrían roto ya? ¿El mundo lo notaría? A Egwene la abrumaba un terror que no la abandonaba. Y, sin embargo, la guerra proseguía y a ella no le quedaba otro remedio que continuar luchando. Se les ocurriría un modo de recuperar los sellos, si podían. Rand había jurado que lo intentaría, pero a ella no se le ocurría qué podría hacer.

—Con qué empeño luchan —comentó Gawyn.

Egwene se dio la vuelta y lo vio a corta distancia; escrutaba el frente de batalla con el visor de lentes. A través del vínculo, Egwene percibía en él una gran añoranza. Ella sabía que, sin hombres a los que dirigir como había hecho con los Cachorros, Gawyn se sentía inútil en esos combates.

—Los trollocs van vinculados a los Myrddraal para que los Fados tengan más control sobre ellos —dijo Egwene.

—Sí, pero ¿por qué esa denodada resistencia? —inquirió Gawyn, sin dejar de mirar por el visor—. Esta tierra los trae sin cuidado. Es evidente que las colinas las tienen perdidas y, aun así, luchan desaforadamente. Los trollocs son primitivos en la lucha: combaten y vencen o se dispersan y se retiran. No defienden tierras. Y eso es lo que están intentando hacer aquí. Es como... Como si los Fados pensaran que, después de una derrota aplastante como ésta, estuvieran manteniendo una buena posición.

—A saber por qué los Fados hacen lo que hacen —comentó Lelaine, cruzada de brazos y sin dejar de observar a través del acceso todavía abierto.

Egwene se volvió y miró también a través de él. La cumbre estaba ahora vacía, solitaria en mitad de la batalla, algo que resultaba chocante. Los soldados se habían abalanzado contra los trollocs en el pequeño valle que había entre las colinas, y la lucha era brutal allí abajo. Oyó gruñidos, gritos, tintineo metálico. Las picas ensangrentadas se alzaron en el aire cuando un grupo de hombres se vio forzado a retroceder y los alabarderos se adelantaron en un intento de frenar a los trollocs.

Los Engendros de la Sombra estaban sufriendo unas bajas tremendas. Era muy extraño; Bryne había esperado que se retiraran.

—Algo va mal —dijo Egwene mientras el vello de los brazos se le ponía de punta. De momento, la preocupación por los sellos quedó relegada. Su ejército se encontraba en peligro—. Reunid a las Aes Sedai y que el ejército se retire.

Las otras mujeres la miraron como si se hubiera vuelto loca. Gawyn salió disparado hacia la tienda de mando para transmitir sus órdenes, sin dudar.

—Madre —empezó Romanda mientras dejaba que el acceso se cerrara—, ¿qué os...?

Algo hendió el aire al otro extremo del campamento de guerra de Egwene, en el lado opuesto al campo de batalla: una línea de luz larga, más que la de cualquier acceso que Egwene hubiera visto en su vida. Era casi tan ancha como el propio campamento.