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La línea de luz giró sobre sí misma y se abrió a un lugar que no era el sur de Kandor. Por el contrario, era un sitio de helechos y árboles con un penacho de ramas colgantes en lo alto; aunque estaban parduscos y agostados como todo lo demás, seguían teniendo un aspecto extraño y desconocido.

Un ejército inmenso aguardaba en silencio en aquel insólito paisaje. Encima ondeaban miles de banderas adornadas con símbolos que Egwene no supo identificar. Los soldados de infantería llevaban unas ropas que les llegaban a la altura de la rodilla y que parecían ser algún tipo de armadura acolchada y reforzada por una cota con un diseño de grandes cuadrados. Otros lucían un tipo de protección diferente, una especie de cota metálica que daba la impresión de estar hecha con monedas unidas entre sí.

Muchos empuñaban hachas, aunque su aspecto era muy extraño. Los mangos, largos y finos, se engrosaban al final como un bulbo, mientras que las cabezas eran finas y estrechas, casi como picos. Los asideros de las armas —desde los astiles de las lanzas de armas hasta las empuñaduras de las espadas— tenían un diseño armónico y estructurado. Suaves y sin mantener un ancho uniforme, estaban hechos con algún tipo de madera roja en la que se habían pintado puntos de vivos colores por los lados.

Egwene captó todo aquello en cuestión de segundos al tiempo que su mente buscaba algún indicio que apuntara la procedencia de esa extraña fuerza. No encontró nada con lo que relacionarla hasta que percibió que encauzaban. El brillo del Saidar rodeó a centenares de mujeres — todas ellas a caballo— que lucían vestidos extraños confeccionados totalmente con una seda negra y tiesa. Los vestidos no iban ceñidos a la cintura, sino que se ajustaban bastante a los hombros para después caer sueltos y anchos. Largos y rectangulares colgantes de multitud de colores, semejantes a borlas, pendían de cordones por la parte delantera, justo debajo del cuello. Todas las mujeres llevaban la cara tatuada.

—Soltad el Poder —ordenó Egwene mientras ella misma lo hacía—. ¡No dejéis que os detecten!

Se lanzó hacia un lado, seguida de Lelaine, que dejó de estar envuelta en el brillo dorado del Saidar.

Romanda hizo caso omiso de Egwene y masculló una maldición. Empezó a tejer un acceso para escapar.

Una docena de tejidos que creaban fuego salieron disparados de repente y se descargaron en la zona donde se encontraba Romanda. La mujer ni siquiera tuvo oportunidad de gritar. Egwene y las otras mujeres corrieron de forma precipitada a través del campamento mientras los tejidos del Poder Único destruían tiendas, consumían suministros y prendían fuego por doquier.

Egwene llegó a la tienda de mando justo cuando Gawyn salía a trompicones. Lo agarró y tiró de él hacia el suelo en el mismo momento en que una bola de fuego pasaba justo por encima de sus cabezas para después ir a estrellarse contra un montón de tiendas cercanas.

—¡Luz! —exclamó Gawyn—. ¿Quién nos ataca?

—Sharaníes. —Fue Lelaine la que respondió, jadeante; estaba agazapada junto a ellos.

—¿Estás segura? —susurró Egwene.

Lelaine asintió con la cabeza.

—Los informes de los cairhieninos antes de la Guerra de Aiel son numerosos, aunque no muy esclarecedores. No les permitieron ver mucho, pero lo que atisbaron se parecía mucho a ese ejército.

—¿Ejército? —dijo Gawyn, que se estiró hacia un lado y miró entre las tiendas hacia la fuerza que marchaba a través del acceso de una anchura tan fuera de lo normal—. ¡Maldición! —barbotó mientras se echaba hacia atrás—. ¡Son millares!

—Demasiados para hacerles frente —convino Egwene, que barajaba ideas con frenesí buscando una salida—. Es imposible, estando como estamos atrapados entre ellos y los trollocs. Hemos de replegarnos.

—Acabo de transmitir la orden a Bryne de que retire a las tropas —dijo Gawyn—. Pero..., Egwene, ¿qué vamos a hacer? ¡Tenemos a los trollocs delante y a ese ejército detrás! Luz. ¡Nos machacarán entre los dos!

Bryne reaccionaría con prontitud. Ya debía de haber enviado un mensajero a través de un acceso a los capitanes del frente.

«Oh no...» Egwene agarró a Gawyn y tiró de él para apartarlo de la tienda de mando justo cuando notó que alguien encauzaba dentro. Lelaine gritó y se zambulló hacia el otro lado.

Las mujeres sharaníes reaccionaron instantáneamente al sentir que alguien encauzaba. El suelo saltó en pedazos debajo de la tienda y la destruyó con una explosión sobrecogedora. Jirones de lona volaron por el aire entre piedras y pegotes de tierra.

Egwene cayó hacia atrás y Gawyn la arrastró hacia un carro volcado y con una rueda rota que había recibido el impacto del estallido; la carga, leña para la lumbre, se había desparramado. Gawyn empujó a Egwene hacia un hueco resguardado, justo debajo del borde del carro, al lado del montón de leña volcada. Se acurrucaron allí, aunque en la madera titilaban algunas llamas y el suelo que tenían delante estaba incendiado. El calor era agobiante, pero no insoportable.

Egwene se acurrucó en el suelo y parpadeó para aliviar los ojos, que le escocían por el humo; buscó alguna señal de Lelaine. O de... ¡Luz! Siuan y Bryne se encontraban dentro de esa tienda, junto con Yukiri y muchos oficiales de su personal de mando.

Gawyn y Egwene se resguardaron cuando empezaron a caer bolas de fuego sobre el campamento, desgarrando la tierra. Las sharaníes atacaban contra cualquier señal de movimiento; varias criadas que corrían cerca fueron inmoladas en un instante.

—Estate preparada para correr una vez que los impactos cesen —dijo Gawyn.

Los impactos disminuyeron; pero, conforme lo hacían, unos jinetes con armadura sharaní cargaron a través del campamento. Aullaban y ululaban mientras apuntaban con los arcos a cualquiera que veían; cayeron docenas de personas con flechas en la espalda. Después de eso, las tropas sharaníes avanzaron a través del campamento en formaciones cerradas. Egwene esperó en tensión sin dejar de pensar, buscando un modo de escabullirse de allí.

No se le ocurrió nada. Gawyn tiró de ella más hacia atrás, le frotó hollín en la cara y le hizo un gesto para que se mantuviera agachada, tras lo cual, echó su capa de Guardián por encima de los dos. Con el humo de la madera quemándose cerca, quizá no los verían.

El corazón empezó a latirle deprisa a Egwene. Gawyn le puso algo en la cara; era un pañuelo que había mojado con agua de su odre. Él se puso otro y respiró a través de la tela húmeda. Egwene sujetó el suyo, pero casi no respiraba. Esos soldados se encontraban demasiado cerca.

Uno de ellos se volvió hacia el carro y miró el montón de leña; pero, cuando echó un vistazo a través del humo en su dirección, no pareció que viera nada. Egwene contempló en silencio la capa de Guardián. Con sus colores cambiantes los hacía casi invisibles si tenían cuidado de no moverse.

«¿Por qué no tengo yo una de estas capas? —pensó, enfadada—. ¿Por qué han de ser sólo para los Guardianes?»

Los soldados estaban muy ocupados sacando de su escondrijo a los criados. A los que echaban a correr, los mataban con flechas disparadas por arcos que tenían un alcance extraordinario. A los sirvientes que se movían más despacio los rodeaban y los obligaban a ponerse en el suelo.

Egwene anhelaba abrazar la Fuente, hacer algo. Descargar una tormenta de rayos y fuego sobre esos invasores. Todavía llevaba encima el sa’angreal de Vora. Podría... Rechazó de plano ese pensamiento. El enemigo los rodeaba, y la rápida reacción de las encauzadoras indicaba que iban a la caza de Aes Sedai. Si tejía aunque sólo fuera durante un instante, la matarían antes de que tuviera ocasión de escapar. Se acurrucó junto a Gawyn, debajo de su capa, y esperó que ninguna de las encauzadoras sharaníes pasara lo bastante cerca para detectar su habilidad. Podría usar un tejido que ocultaba esa capacidad, pero tendría que encauzar antes para usarlo. ¿Se atrevería a intentarlo?