Estuvieron escondidos una hora larga. Si la capa de nubes no hubiera sido tan densa que envolvía al mundo en un perpetuo crepúsculo, los habrían descubierto a buen seguro, con capa o sin ella. Estuvo a punto de gritar en cierto momento, cuando unos cuantos soldados sharaníes echaron baldes de agua en el montón de leña para sofocar el fuego y los empaparon a los dos.
No consiguió divisar tropas ni nada de su propio ejército, aunque se temía lo peor. Las encauzadoras sharaníes y una gran parte del ejército enemigo se movían con rapidez a través del campamento en dirección al frente de batalla. Con Bryne y la Amyrlin desaparecidos, y con la fuerza invasora llegando por detrás por sorpresa...
Egwene se sintió enferma. ¿Cuántos estaban muriendo y cuántos habían muerto ya? Gawyn la asió por el brazo al sentirla rebullir y después meneó la cabeza en un gesto de negación al tiempo que articulaba unas palabras en silencio. «Espera hasta la noche.»
«¡Están muriendo!», respondió de igual modo.
«No puedes ayudarlos.»
Era cierto. Dejó que él la abrazara; envuelta en su olor familiar se tranquilizó. Mas ¿cómo podía esperar sin hacer nada mientras soldados y Aes Sedai que dependían de ella eran exterminados brutalmente? ¡Luz, una gran parte de la Torre Blanca se encontraba allí fuera! Si su ejército caía y esas mujeres con él...
«Soy la Sede Amyrlin —se dijo con firmeza para sus adentros—. Seré fuerte. Sobreviviré. Mientras yo esté viva, la Torre Blanca resiste.»
Pero dejó que Gawyn siguiera abrazándola.
Aviendha se arrastró por la roca como un lagarto de invierno buscando calor. Las yemas de los dedos, aunque encallecidas, empezaban a arderle por el intenso frío. En Shayol Ghul lo hacía, y soplaba un aire que olía como si saliera de una tumba.
Rhuarc gateó a su izquierda, y un Soldado de Piedra llamado Shaen, a su derecha. Los dos llevaban la cinta roja de los siswai’aman ceñida a la frente. No sabía qué pensar respecto a que Rhuarc, un jefe de clan, se hubiera puesto esa cinta. Nunca la había mencionado, como si la cinta de la cabeza no existiera. Lo mismo ocurría con todos los siswai’aman. Amys se arrastró a la derecha de Shaen. Por una vez, nadie había hecho objeciones a que las Sabias se unieran a la avanzadilla de exploradores. En un lugar como aquél, en un momento como el presente, los ojos de alguien que encauzaba podrían ver cosas que unos ojos normales no captarían.
Aviendha avanzó un poco más sin hacer ruido a despecho de los collares que llevaba. En esas rocas no crecían plantas, ni siquiera líquenes ni moho. Para entonces, se habían internado bastante en las Tierras Malditas. Casi hasta donde una persona podía hacerlo.
Rhuarc llegó a la cresta primero y Aviendha vio que se ponía tenso. Ella llegó la siguiente y, manteniéndose pegada a la roca para no ser vista, se asomó por el borde. Se quedó sin respiración.
Había oído contar historias sobre ese sitio. De la inmensa fragua cercana a la base de la ladera y del arroyo negro que pasaba al lado. Esa agua se había envenenado hasta el punto de que mataría a cualquiera que la tocara. Las forjas que salpicaban el valle parecían heridas abiertas que enrojecían la niebla que las envolvía. Siendo una joven Doncella, había escuchado con los ojos muy abiertos lo que una anciana señora del techo contaba de las criaturas que trabajaban en las forjas de la Sombra, criaturas que no estaban muertas ni vivas. Silenciosas y horrendas, aquellas cosas bestiales se movían con pasos carentes de vida, como las agujas de un reloj.
Los forjadores no prestaban atención a las jaulas llenas de humanos cuya sangre se derramaría para templar las hojas recién forjadas. Para ellos, los cautivos eran igual que trozos de hierro. Aunque Aviendha se encontraba demasiado lejos para oír los sollozos de los humanos, los percibía. Apretó los dedos sobre las rocas.
Shayol Ghul dominaba el valle; las negras laderas se elevaban hacia el cielo como un cuchillo aserrado. Los declives estaban cuarteados con hendiduras, como la piel de un hombre al que hubieran azotado un centenar de veces y cada incisión dejada por los latigazos expulsara vapor. A lo mejor ese vapor creaba la bruma que flotaba suspendida sobre el valle. La neblina bullía y se agitaba, como si el valle fuera una copa que contuviera líquido.
—Qué sitio tan horrible —susurró Amys.
Aviendha nunca había oído un timbre tan atemorizado en la voz de la mujer. Eso la hizo estremecer casi tanto como el viento cortante que les sacudía la ropa. Golpes lejanos de los trabajadores de la herrería resonaban en el aire. Una columna de humo negro se elevaba de la forja más cercana y no se disipaba. Ascendía como un cordón umbilical hasta las nubes allá arriba, las cuales descargaban rayos con una frecuencia espantosa.
Sí, Aviendha había oído contar historias sobre aquel sitio. Esas historias no habían logrado transmitir toda la verdad. Era imposible describir un lugar así. Había que experimentarlo en persona.
Un roce sonó detrás y, en cuestión de segundos, Rodel Ituralde se arrastraba hacia arriba hasta situarse al lado de Rhuarc. Para ser un hombre de las tierras húmedas, se movía en silencio.
—¿Tan impaciente estabas que no pudiste esperar nuestro informe? —preguntó Rhuarc en voz muy baja.
—Ningún informe puede expresar lo que los ojos de un hombre pueden ver —contestó Ituralde—. No prometí que esperaría atrás. Os dije que siguierais adelante. Y lo hicisteis.
Alzó el visor de lentes procurando hacer sombra con la mano sobre el metal, aunque probablemente no era necesario con esas nubes tan densas.
Rhuarc frunció el entrecejo. Él y los otros Aiel que habían viajado al norte habían accedido a seguir al general de las tierras húmedas, pero no les hacía maldita la gracia. Pero tanto daba. No tenían que sentirse a gusto para hacer lo que debían hacer. La comodidad era la mayor asesina de los hombres.
«Ojalá sea suficiente —pensó Aviendha mientras volvía la vista hacia el valle—. Suficiente para mi pueblo. Suficiente para Rand y para la tarea que debe llevar a cabo.»
Ver el fin de su pueblo le había revuelto el estómago y la había horrorizado, pero también le había abierto los ojos. Si el fin de los Aiel era el sacrificio requerido para que Rand se alzara con la victoria, ella lo haría. Gritaría y maldeciría el nombre del mismísimo Creador, pero pagaría ese precio. Cualquier guerrero lo haría. Mejor que un pueblo desapareciera que el mundo cayera en poder de la Sombra.
Quisiera la Luz que no se llegara a eso. Quisiera la Luz que sus decisiones sobre la Paz del Dragón sirvieran como amparo y cobijo para los Aiel. No dejaría que la posibilidad del fracaso la detuviera. Lucharían. Despertar del sueño era siempre una posibilidad cuando se danzaban las lanzas.
—Interesante —susurró Ituralde, todavía observando con el visor de lentes—. ¿Qué propones tú, Aiel?
—Que debemos crear una distracción —contestó Rhuarc—. Podemos bajar por la ladera, justo al este de la fragua, liberar a esos cautivos y hacer añicos ese sitio. Con ello conseguiremos que los Myrddraal dejen de recibir armas nuevas y mantendrá la atención del Oscuro en nosotros, en vez de tenerla en el Car’a´carn.
—¿Cuánto tardará el Dragón? —preguntó Ituralde—. ¿Qué creéis vosotros, Aiel? ¿Cuánto tiempo le damos para salvar el mundo?
—Él luchará —dijo Amys—. Entrará en la montaña, combatirá con el Cegador de la Vista. Tardará todo lo que sea menester en una lucha así. ¿Unas cuantas horas, quizá? No he visto ningún duelo que durara mucho más, ni siquiera entre dos hombres muy diestros.
—Supongamos, pues, que va a durar más que un duelo normal —dijo Ituralde con una sonrisa.
—No soy estúpida, Rodel Ituralde —repuso fríamente Amys—. Dudo que la lucha del Car’a’carn sea un combate con lanzas y escudos. Sin embargo, cuando limpió la Fuente, ¿no se produjo en el espacio de un solo día? Quizá lo de hoy sea similar.