—Quizá —dijo Ituralde—. O quizá no. —Bajó el visor y miró a los Aiel—. ¿Para cuál de esas posibilidades preferís hacer planes?
—Para la peor —respondió Aviendha.
—Así que hacemos planes para todo el tiempo que el Dragón necesite, sea el que sea. Días, semanas, meses, años... Dure lo que dure.
Rhuarc asintió despacio con la cabeza antes de preguntar a Ituralde:
—¿Qué sugieres tú?
—El paso al valle es angosto —dijo Ituralde—. Los informes de los exploradores sitúan a la mayoría de los Engendros de la Sombra fuera de la Llaga, más allá de ese paso. Hasta ellos pasan el menor tiempo posible en este lugar dejado de la mano de la Luz. Si conseguimos cerrar el paso y apoderarnos de este valle, destruyendo a esos forjadores y a los pocos Fados que hay ahí abajo, podríamos defender este lugar durante siglos. Vosotros, Aiel, sois buenos en tácticas de ataque y retirada. Así me abrase, pero lo sé por propia experiencia. Vosotros atacáis la forja, y nosotros nos centramos en cerrar el paso.
—Es un buen plan —aprobó Rhuarc, que asintió con un gesto.
Los cuatro bajaron del risco hasta donde esperaba Rand —vestido de— rojo y oro— con los brazos a la espalda; lo acompañaba una escolta de veinte Doncellas y seis Asha’man, además de Nynaeve y Moraine. Rand parecía muy preocupado por algo —Aviendha percibía su ansiedad—— aunque debería haberse sentido complacido. Había convencido a los seanchan para que se sumaran a la lucha. ¿Qué era lo que lo había alterado así durante su encuentro con Egwene?
Rand se volvió y miró hacia arriba, al pico de Shayol Ghul. Mientras lo contemplaba con fijeza, sus emociones cambiaron. Parecía un hombre que estuviera mirando un manantial en la Tierra de los Tres Pliegues y saboreara la idea de llegar al agua fresca. Aviendha sentía su expectación e impaciencia. También percibía temor, por supuesto. Ningún guerrero había logrado jamás librarse por completo del miedo. Él lo controlaba, lo superaba con el anhelo de dar comienzo a la lucha, de ponerse a prueba.
Hombres o mujeres no podían conocerse de verdad a sí mismos hasta que las circunstancias los llevaban al límite absoluto. Hasta que danzaban las lanzas con la muerte y sentían que brotaba la sangre y manchaba el suelo, y hundían el arma hasta el corazón palpitante de un adversario. Eso era lo que Rand al’Thor deseaba, y ella lo entendía muy bien. Era extraño darse cuenta, después de tanto tiempo, cuán parecidos eran los dos.
Se acercó a Rand y él se movió para ponerse a su lado, con el hombro rozando el de ella. No la rodeó con el brazo y Aviendha no le asió la mano. Ni él era dueño de ella, ni ella era dueña de él. El hecho de ponerse de forma que ambos miraban en la misma dirección significaba para ella mucho más de lo que podría haberlo hecho cualquier otro gesto.
—Sombra de mi corazón —susurró él mientras miraba a sus Asha’man que abrían un acceso—, ¿qué ves?
—Una tumba —contestó.
—¿La mía?
—No. La de tu adversario. El lugar donde fue enterrado una vez y el lugar en el que volverá a sumirse en el letargo.
Algo en las sensaciones que percibía en Rand se endureció. Ella lo identificó como su resolución.
—Tienes intención de matarlo —susurró—. ¿Al propio Cegador de la Vista?
—Sí.
Aviendha esperó.
—Otros me han dicho que soy un necio por pensar tal cosa —dijo Rand.
Sus escoltas cruzaron el acceso para regresar a Merrilor.
—Ningún guerrero debería entrar en combate sin plantearse llevar esa batalla hasta el final —contestó ella. Vaciló tras haberlo dicho; se le ocurrió algo más.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Rand.
—Bueno, la mayor victoria sería tomar a tu enemigo como gai’shain.
—Dudo que él accediera a eso —repuso Rand.
—No bromees —le dijo al tiempo que le propinaba un codazo en el costado, por lo que se ganó un gruñido—. Es algo que has de tener en cuenta, Rand al’Thor. ¿Cuál es el mejor camino del ji’e’toh? ¿Es igual confinar al Oscuro que tomarlo como gai’shain? Siendo así, ése sería el camino correcto.
—No estoy seguro de que me importe qué es «correcto» esta vez, Aviendha.
—Un guerrero debe tener en cuenta siempre el ji’e’toh —replicó ella con severidad—. ¿Es que no te he enseñado nada? No hables de ese modo o me avergonzarás de nuevo delante de las Sabias.
—Había esperado que, considerando cómo ha progresado nuestra relación, hubiéramos acabado con las regañinas, Aviendha.
—¿Creías que por tener una relación más íntima conmigo se acabarían las reconvenciones? —preguntó, desconcertada—. Rand al’Thor, he estado con esposas de las tierras húmedas, y he visto que ellas...
Él meneó la cabeza y encabezó la marcha a través del acceso; Aviendha lo siguió. Rand parecía divertido, y eso era bueno. Parte de la ansiedad que tenía se había desvanecido. Pero, en verdad, lo que habían dicho no era un chiste. Los habitantes de las tierras húmedas no tenían un sentido del humor normal. A veces no tenían ni la menor idea de lo que era o no era gracioso.
Al otro lado del acceso, entraron en un campamento formado por muchos grupos. Rand tenía a su mando a las Doncellas y a los siswai’aman, así como a la mayoría de las Sabias.
Justo fuera del límite del campamento Aiel se encontraban las Aes Sedai. Rand tenía a sus órdenes a unas tres docenas de esas mujeres, todas las que le habían jurado lealtad personalmente, y la mayoría estaban vinculadas con encauzadores de Rand, lo que significaba otras dos docenas de Asha’man de diferentes rangos.
También contaba con Rodel Ituralde y su fuerza, compuesta principalmente por domani. Su rey, con la rala barba y el lunar de adorno en la mejilla, también cabalgaba con ellos, pero había delegado el mando del ejército en el gran capitán. El monarca hizo un gesto e Ituralde se acercó para informarle. Alsalam parecía sentirse incómodo estando Rand cerca, y no había ido a ninguna de las excursiones cuando iba el Dragón. Aviendha aprobaba tal arreglo, pues no tenía plena confianza en el tal Alsalam.
Fuera de las tiendas Aiel acampaba otro gran contingente militar: el ejército teariano, incluida la fuerza de elite conocida como los Defensores de la Ciudadela, dirigida por un hombre llamado Rodrivar Tihera. Su rey también estaba con ellos, y por lo general se lo consideraba la máxima autoridad —aparte de Rand— entre sus ejércitos agrupados.
Los tearianos serían una parte clave en los planes de Rodel Ituralde. Por mucho que irritara a Aviendha admitirlo, Ituralde tenía razón. Los Aiel no eran una fuerza defensiva y, aunque podrían conservar el valle en su poder, harían mejor servicio actuando en maniobras ofensivas.
Los tearianos serían perfectos para defender el terreno. Tenían compañías de piqueros bien entrenados y todo un batallón de ballesteros con unas ballestas equipadas con un nuevo tipo de cranequín y caja, una mejora que los herreros acababan de conocer. Se habían pasado la semana anterior convirtiendo el equipamiento al nuevo estilo.
Sólo había otro grupo en las tropas de Rand, y era el más desconcertante para Aviendha. Un gran número de Juramentados del Dragón. Acampaban juntos y enarbolaban una nueva bandera con la imagen del dragón encima del antiguo símbolo de los Aes Sedai. El grupo estaba formado por civiles, soldados, guerreros, lores, damas y algunas Aes Sedai y sus Guardianes. Procedían de todas las naciones, incluida la Aiel, y sólo compartían un vínculo común: haber dejado a un lado lealtades y haber roto ataduras y vínculos para combatir en la Última Batalla. Aviendha había oído rumores molestos respecto a que muchos de los Aiel que había entre ellos eran gai’shain que habían dejado a un lado el blanco, afirmando que volverían a llevarlo cuando hubieran ganado el Tarmon Gai’don.