Desde luego, a la Amyrlin no le haría gracia oír protestas en aquel momento. Y por supuesto, admitió para sus adentros Lyrelle, ella estaba deseando acabar el asunto con la Torre Negra.
—Que cada una tome dos —les dijo a sus compañeras—. Unas pocas tomaremos sólo uno. Faolain y Theodrin, estáis en ese grupo reducido. Daos prisa, todas vosotras. Quiero irme de aquí lo antes posible.
Pevara alcanzó a Androl cuando el hombre entraba en una de las cabañas.
—Luz, había olvidado lo frías que podemos ser algunas de nosotras —dijo.
—Oh, no sé. He oído comentar que algunas no sois tan retorcidas —contestó él.
—Ten cuidado con ellas, Androl —advirtió mientras miraba hacia atrás—. Muchas os verán sólo como una amenaza o como una herramienta que utilizar.
—Recuerda que a ti te ganamos para nuestra causa —dijo Androl.
Entraron en un cuarto donde Canler, Jonneth y Emarin los esperaban con tazas de té caliente. Los tres empezaban a recuperarse de la batalla, Jonneth con más celeridad. Emarin era el que tenía peores cicatrices, la mayoría emocionales. A él, al igual que a Logain, lo habían sometido al proceso de Trasmutación. En ocasiones, Pevara lo había visto quedarse mirando al vacío, con el miedo a algo horrible plasmado en el semblante.
—Vosotros tres no deberíais estar aquí —les dijo, puesta en jarras enfrente de Emarin y de los otros dos—. Sé que Logain os prometió un ascenso, pero todavía lleváis sólo la espada en el cuello de la chaqueta. Si cualquiera de esas mujeres os viera, os tomaría como Guardianes.
—No nos verán —aseguró Jonneth entre risas—. ¡Androl nos sacaría de aquí a través de un acceso antes de darnos tiempo a soltar una maldición!
—Bien, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Canler.
—Lo que Logain quiera que hagamos —repuso Androl.
Logain había... cambiado desde la terrible experiencia por la que había pasado. Androl le había confiado a Pevara que se había vuelto más retraído, más sombrío. Apenas hablaba. Todavía parecía decidido a acudir a la Última Batalla, pero de momento reunía a los hombres y examinaba con minuciosidad cosas que habían encontrado en los aposentos de Taim. A Pevara le preocupaba que la Trasmutación lo hubiera quebrantado anímicamente.
—Cree que podría haber algo en esos mapas de batalla que ha encontrado en las habitaciones de Taim —explicó Emarin.
—Iremos a donde Logain decida que podemos ser de más utilidad —contestó Androl. Una respuesta directa, aunque tampoco aclaraba nada.
—¿Y qué pasa con el lord Dragón? —preguntó Pevara con cautela.
Percibió la incertidumbre de Androl. El Asha’man Naeff había llegado hasta ellos llevando noticias e instrucciones; y, junto con ellas, algunas implicaciones. El Dragón Renacido había sabido que las cosas no iban bien en la Torre Negra.
—Nos dejó solos a propósito —dijo Androl.
—¡Habría venido si hubiera podido hacerlo! —afirmó Jonneth—. Os lo prometo.
—Nos dejó para que escapáramos o para que cayéramos valiéndonos por nuestros propios medios —señaló Emarin—. Se ha vuelto un hombre duro. Puede que cruel.
—Qué más da —dijo Androl—. La Torre Negra ha aprendido a sobrevivir sin él. ¡Luz! Siempre ha sobrevivido sin él. Casi no tiene nada que ver con nosotros. Fue Logain quien nos dio esperanza. Es Logain quien tendrá mi lealtad.
Los otros hicieron un gesto de asentimiento. Pevara supo que allí estaba ocurriendo algo importante.
«De todos modos no habrían podido apoyarse en él para siempre —pensó—. El Dragón Renacido morirá en la Última Batalla.» Hubiera sido de forma intencionada o no, les había dado la oportunidad de convertirse en sus propios dueños.
—No obstante, me tomaré muy a pecho su última orden —afirmó Androl—. No seré sólo un arma. La Fuente está limpia de infección. No lucharemos para morir, sino para vivir. Porque tenemos una razón para vivir. Haced correr la voz entre los demás y juremos ratificar a Logain como nuestro cabecilla. Y luego, a la Última Batalla. No como partidarios del Dragón Renacido ni como títeres de la Sede Amyrlin, sino como la Torre Negra. Hombres independientes que son dueños de su destino.
—Somos dueños de nuestro destino —susurraron los otros tres mientras asentían con la cabeza.
22
Wyld
Egwene se despertó con un sobresalto cuando Gawyn le tapó la boca con la mano. Se puso en tensión al resurgir los recuerdos como la luz del sol al amanecer. Los dos seguían escondidos debajo del carro roto; el aire aún olía a madera quemada. El entorno cercano estaba oscuro como carbón. Se había hecho de noche.
Miró a Gawyn y asintió con la cabeza. ¿De verdad se había quedado dormida? No lo habría creído posible en tales circunstancias.
—Voy a intentar escabullirme y crear una distracción —susurró él.
—Iré contigo.
—Si voy solo haré menos ruido.
—Es evidente que nunca has intentado pillar por sorpresa a alguien de Dos Ríos, Gawyn Trakand. Te apuesto cien marcos de Tar Valon a que soy la que mete menos ruido de los dos.
—Sí, pero si llegas a una docena de pasos de una de sus encauzadoras te localizará aunque te muevas con mucho sigilo —susurró Gawyn—. Han estado patrullando por todo el campamento, sobre todo por el perímetro.
Egwene frunció el entrecejo. ¿Cómo sabía él eso?
—Has ido a explorar el terreno. —Era una afirmación.
—Un poco —susurró Gawyn—. No me vieron. Están rebuscando en las tiendas y capturan a todos los que encuentran. No podremos seguir escondidos aquí mucho más tiempo.
Gawyn no tendría que haberse ido sin contar primero con ella.
—Hemos de...
Gawyn se puso tenso y Egwene enmudeció y escuchó. Pies que se arrastraban. Los dos se echaron más hacia atrás y vieron a diez o doce cautivos a los que conducían hacia un espacio abierto, cerca de donde se alzaba antes la tienda de mando. Los sharaníes pusieron antorchas sujetas en postes alrededor de los prisioneros. Unos cuantos eran soldados a los que habían golpeado a tal punto que apenas podían hablar. También había cocineros y trabajadores. Los habían azotado y tenían los pantalones raídos. A todos les habían quitado la camisa.
Alguien les había tatuado en la espalda un símbolo que Egwene no identificó. Al menos, creía que eran tatuajes. Por el aspecto, podrían habérselo hecho marcándolos a fuego.
Mientras agrupaban a los cautivos, alguien gritó cerca. Al cabo de unos minutos, un guardia sharaní de piel oscura se acercó arrastrando a un joven mensajero que al parecer había encontrado escondido en el campamento. Le desgarró la camisa y lo empujó al suelo; el chico sollozó. Los sharaníes llevaban una extraña vestidura que tenía recortada en la espalda una abertura grande en forma de rombo. Egwene vio que el guardia tenía una marca en la piel de la espalda, un tatuaje que apenas se distinguía en la oscura piel. La ropa del guardia era muy ceremonial, con una túnica amplia y rígida, sin mangas, que casi le llegaba a las rodillas. Debajo llevaba camisa de mangas largas, con la forma de rombo recortada.
Otro sharaní, éste casi completamente desnudo, salió de la oscuridad. Vestía un pantalón desgarrado, y no llevaba camisa. En lugar de un tatuaje en la espalda, tenía tatuajes a todo lo ancho de los hombros; se extendían cuello arriba, como enredaderas sinuosas, antes de subir y rodear la mandíbula y las mejillas. Daban la impresión de ser un centenar de manos sarmentosas, largos dedos con garras que le sujetaran la cabeza desde abajo.
Ese hombre se acercó al muchacho mensajero. Los otros guardias rebulleron; no se sentían cómodos con ese tipo, fuera quien fuera. El hombre levantó una mano e hizo una mueca desdeñosa.
En la espalda del chico ardió de repente una marca tatuada igual a la de los otros cautivos. Salió humo y el chico gritó de dolor. Gawyn hizo una ahogada inhalación, conmocionado. El hombre de los tatuajes que le subían hacia la cara... Ese hombre encauzaba.