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Talmanes se obligó a enderezarse y a sostenerse en pie; el sudor le resbalaba por la cara. Los trollocs se agrupaban a la zaga de la posición de los hombres de la Compañía. Habían cortado la calle detrás de ellos, pero aún era posible seguir avanzando, abriéndose paso entre los trollocs que tenían delante.

Sería difícil llevar a cabo la retirada. Además de esa calle llena de trollocs, la lucha en la ciudad significaba que los monstruos podían zigzaguear por otras calles en grupos pequeños y atacarlos por los flancos mientras avanzaban; y asimismo después, cuando retrocedieran.

—¡Lanzad contra ellos cuanto tengáis, soldados! —bramó al tiempo que se impulsaba calle arriba hacia los trollocs que les cerraban el paso.

El palacio ya estaba muy cerca. Paró con su escudo la espada de un trolloc con cabeza de carnero antes de que la bestia tuviera oportunidad de descabezar a Dennel. Intentó empujar hacia atrás el arma del ser, pero, ¡Luz!, qué fuertes eran los trollocs. Talmanes apenas logró impedir que ése lo derribara en el suelo mientras Dennel se recuperaba y atacaba, abatiendo a la bestia al herirla en los muslos.

Melten se situó al lado de Talmanes. El fronterizo cumplía su palabra de mantenerse cerca, en caso de que necesitara una espada para acabar con su vida. Los dos encabezaron la acometida colina arriba. Los trollocs empezaron a ceder terreno y luego se recuperaron y formaron un hacinado y rugiente montón de pieles oscuras, ojos y armas a la luz del fuego.

Había tantos... Talmanes contaba con poco más de quinientos soldados, ya que había tenido que dejar atrás hombres para defender la puerta para una retirada.

—¡Aguantad! —gritó—. ¡Por lord Mat y la Compañía de la Mano Roja!

Si Mat estuviera allí, probablemente juraría y maldeciría un montón, protestaría otro tanto y luego procedería a salvarlos a todos con alguna estrategia milagrosa. Talmanes era incapaz de reproducir esa mezcla de locura e inspiración de Mat, pero su grito de ánimo pareció enardecer a los hombres. Las filas se reforzaron. Gavid situó en formación a sus dos docenas de ballesteros —los últimos que Talmanes tenía con él— en lo alto de un edificio que no se había prendido fuego. Empezaron a descargar andanada tras andanada de virotes sobre los trollocs.

Eso podría haber destrozado a enemigos humanos, pero no a esos seres. Los virotes derribaron unos cuantos, pero no tantos como Talmanes había esperado.

«Ahí detrás hay otro Fado —pensó el noble—. Azuzándolos para que sigan. Luz, no puedo enfrentarme a otro. ¡No debería haber luchado con ese con el que me enzarcé!»

No tendría que estar de pie. Ya no quedaba brandy en la petaca de Melten, agotado hacía ya mucho para aliviar el dolor en lo posible. Tenía la mente todo lo confusa que podía permitirse. Se reunió con Dennel y Londraed al frente de las tropas, luchando, concentrándose. Derramando sangre trolloc, que corría colina abajo por los adoquines de la calle.

La Compañía oponía resistencia y luchaba bien, pero el enorme contingente enemigo superaba en número a los hombres, que, además, estaban exhaustos. Allá abajo, otro pelotón trolloc se unió a los que ya había en la calle, detrás de ellos.

Se acabó. Tendría que cargar contra la fuerza que tenían en retaguardia —dándole la espalda a la otra que había al frente— o tendría que dividir a sus hombres en unidades más pequeñas y enviarlos en retirada por las calles laterales para reagruparse en la puerta de abajo.

Talmanes se dispuso a impartir órdenes.

—¡Adelante el León Blanco! —gritaron unas voces—. ¡Por Andor y por la reina!

Talmanes giró sobre sus talones mientras hombres de blanco y rojo cargaban contra las líneas trollocs situadas en lo alto de la colina. Una segunda fuerza de piqueros andoreños irrumpió por un callejón lateral situado detrás de la horda de trollocs que acababa de rodear a la Compañía. El pelotón trolloc se rompió ante los piqueros que se les venían encima y, en cuestión de segundos, toda la aglomeración de monstruos reventó —como una ampolla llena de pus— con los trollocs desparramados en todas direcciones.

Talmanes se tambaleó y trompicó hacia atrás. De momento, lo único que podía hacer era apoyarse en la espada mientras Madwin capitaneaba el contraataque y sus hombres mataban a muchos de los trollocs que huían.

Un grupo de oficiales, con los uniformes de la Guardia Real llenos de sangre, descendía a toda velocidad por la colina; su aspecto no era mucho mejor que el de los hombres de la Compañía. Guybon los dirigía.

—Mercenario, os doy las gracias por venir —le dijo a Talmanes.

El noble frunció el entrecejo.

—Os comportáis como si os hubiésemos salvado. Desde mi perspectiva, ha ocurrido al revés.

Guybon torció el gesto a la luz del fuego.

—Nos disteis un respiro. Esos trollocs estaban atacando las puertas de palacio. Mis disculpas por tardar tanto en llegar hasta aquí... Al principio no nos dimos cuenta de qué los había atraído en esta dirección.

—Luz. ¿El palacio aún resiste?

—Sí. Pero está hasta los topes de refugiados.

—¿Y qué pasa con las encauzadoras? —preguntó, esperanzado, Talmanes—. ¿Por qué no ha regresado con la reina el ejército andoreño?

—Amigos Siniestros —contestó Guybon, ceñudo—. Su Majestad se llevó a casi todas las Allegadas, o las más fuertes, al menos. Dejó a cuatro con suficiente poder para abrir un acceso entre todas, pero hubo un ataque y un asesino mató a dos de ellas antes de que las otras pudieran impedirlo. Solas, las dos no tienen fuerza suficiente para abrirlo y mandar a alguien en busca de ayuda. Están utilizando su fuerza para Curar.

—Rayos y centellas —dijo Talmanes, aunque sintió un asomo de esperanza mientras hablaba. Quizás esas mujeres no tenían capacidad para abrir un acceso, pero tal vez podrían Curar su herida—. Deberíais sacar a los refugiados de la ciudad, Guybon. Mis hombres están defendiendo la puerta sur.

—Excelente. —Guybon se irguió—. Pero vos tendréis que conducirlos. Yo he de defender el palacio.

Talmanes lo miró y enarcó una ceja; él no recibía órdenes suyas. La Compañía tenía su propia estructura de mando, y sólo rendía cuentas a la reina. Mat había dejado eso claro cuando aceptó el contrato.

Por desgracia, Guybon tampoco estaba a sus órdenes. Talmanes hizo una profunda respiración, pero se tambaleó, mareado. Melten lo asió por el brazo para que no se desplomara.

Luz, cómo dolía. ¿Es que el costado no podía hacer lo que correspondía y quedarse insensibilizado? Qué puñetas. Tenía que llegar hasta esas Allegadas.

—¿Y esas mujeres que pueden Curar? —preguntó, esperanzado.

—Ya mandé a buscarlas en el momento en que vi esta fuerza aquí —dijo Guybon.

Bueno, pues ya era algo.

—Mi intención es permanecer aquí —advirtió el oficial—. No abandonaré este puesto.

—Pero ¿por qué, hombre? ¡La ciudad está perdida!

—La reina nos ordenó que enviáramos informes por los accesos con regularidad —explicó Guybon—. Llegará un momento en que se extrañará de que no hayamos enviado un mensajero. Mandará a una encauzadora para ver por qué no hemos informado, y esa persona llegará a la zona de Viaje de palacio. Es...

—¡Milord! —llamó una voz—. ¡Milord Talmanes!

Guybon enmudeció y Talmanes se volvió y vio a Filger —uno de los exploradores— subiendo con trabajo la ensangrentada pendiente de la calle hacia él. Filger era un hombre delgado, de cabello ralo y barba de dos días. Su llegada llenó de pavor a Talmanes. Filger era uno de los que había dejado protegiendo la puerta de abajo.

—Milord —jadeó el explorador—, los trollocs han tomado las murallas de la ciudad. Atestan los baluartes y disparan flechas o lanzas a cualquiera que se acerque demasiado. El teniente Sandip me ha enviado a informarle.