Varios guardias murmuraron. Egwene casi entendía lo que decían, pero hablaban con un acento muy fuerte. El encauzador espetó algo de un modo que parecía un perro salvaje. Los guardias retrocedieron, y el encauzador se alejó y desapareció en la oscuridad, al acecho.
«¡Luz!», pensó Egwene.
Un rumor en la oscuridad anunció la aparición de dos mujeres con los anchos vestidos de seda. Una tenía la piel más clara y, después de observar desde su escondrijo, Egwene comprobó que algunos de los guardias también tenían la tez más clara. Por lo visto no todos los sharaníes eran de piel oscura, como los que había visto hasta entonces.
Las mujeres tenían un rostro precioso. Delicado. Egwene se encogió hacia atrás. Por lo que había visto horas antes, probablemente esas dos eran encauzadoras. Si se acercaban demasiado a ella percibirían su capacidad para encauzar.
Las dos mujeres inspeccionaron a los cautivos. A la luz de las linternas, Egwene distinguió tatuajes en las caras de las mujeres, aunque no eran tan inquietantes como los de los hombres. Los de ellas semejaban hojas tatuadas desde la nuca hacia adelante, pasando debajo de las orejas y extendiéndose como flores que se abrían en las mejillas. Las dos mujeres susurraron entre sí, y de nuevo Egwene tuvo la sensación de que casi entendía lo que decían. Si pudiera urdir un filamento del tejido para oír...
«Idiota», pensó. La muerte sería el resultado de encauzar allí.
Otras personas se agruparon alrededor de los cautivos. Egwene contuvo la respiración. Un centenar, dos centenares de personas se acercaban. No hablaban apenas; los sharaníes parecían gente callada, solemne. Muchos de los que se acercaban llevaban la espalda de las ropas abiertas, de forma que se veían tatuajes. ¿Serían símbolos del estatus social?
Egwene había imaginado que cuanto más importante era alguien, más intrincados eran los tatuajes. Sin embargo, los oficiales —tenía que suponer que lo eran por los yelmos empenachados, las finas capas de seda y las doradas armaduras hechas con lo que parecían monedas unidas a través de los agujeros que tenían en el centro— sólo llevaban abiertos huecos pequeños que dejaban ver tatuajes diminutos en la zona baja de los hombros.
«Han quitado trozos de armadura para mostrar los tatuajes», pensó Egwene. No combatirían así, con la piel expuesta a sufrir heridas. Debía de ser algo que se hacía en ciertas ocasiones precisas.
Los últimos que se unieron a la multitud —a quienes condujeron a primera fila— eran los más raros de todos. Dos hombres y una mujer a lomo de asnos, los tres vestidos con preciosas faldas de seda, y los animales cubiertos con cadenas de oro y plata. Plumas de intensos colores se mecían en los complejos tocados que lucían aquellos tres. Iban desnudos de cintura para arriba, incluida la mujer, a excepción de las joyas y los collares que les cubrían gran parte del torso. La espalda iba al aire, y la cabeza afeitada justo en la nuca para que se les viera el cuello. No tenían tatuajes.
Así pues, ¿un tipo de nobles señores? No obstante, los tres tenían una expresión vacía, ausente. Iban inclinados hacia adelante, la mirada baja, la tez macilenta. Los brazos eran muy delgados, casi esqueléticos. Tan frágiles... ¿Qué les habían hecho a esas personas?
Aquello no tenía sentido. Los sharaníes era sin duda un pueblo tan desconcertante como los Aiel, puede que más.
«Pero ¿por qué vienen ahora? —pensó Egwene—. ¿Por qué, tras siglos y siglos de aislamiento, por fin deciden invadirnos?»
Las coincidencias no existían; si eran de tal magnitud, no. Habían aparecido para atacar a su ejército por sorpresa, y lo habían hecho en complicidad con los trollocs. Se centró en captar todo lo posible de aquello. Cualquier cosa en la que se fijara sería de vital importancia. Ahora no podía ayudar a su ejército —quisiera la Luz que al menos algunos de sus componentes se las hubieran arreglado para huir— así que intentaría descubrir todo lo posible.
Gawyn le dio suaves empujones con el codo. Egwene lo miró y percibió su preocupación por ella.
«¿Ahora?», articuló en silencio mientras señalaba hacia ellos. Tal vez, estando todos pendientes de... lo que quiera que estuviera ocurriendo, ellos dos podrían escabullirse. Empezaron a echarse hacia atrás, arrastrándose en silencio.
Una de las encauzadoras dijo algo. Egwene se quedó inmóvil. ¡La había detectado!
No. No. Egwene respiró hondo e intentó calmar los desaforados latidos del corazón, que parecía dispuesto a salírsele del pecho. La mujer les decía algo a los otros. A Egwene le pareció entender «ya está» con aquel acento tan marcado.
El grupo de gente se arrodilló. El trío enjoyado agachó más la cabeza. Y entonces, cerca de los cautivos, el aire se... «combó».
Egwene no habría sabido describirlo de otro modo. Se deformó y... Y dio la impresión de rasgarse y reverberar como hacía por encima de una calzada un día caluroso. Algo se concretó a partir de esa perturbación: un hombre alto con reluciente armadura.
No llevaba yelmo y tenía el cabello oscuro, la tez blanca y la nariz un poco aguileña. Era un hombre muy apuesto, sobre todo con esa armadura. Parecía estar hecha toda ella con plateadas monedas imbricadas, pulidas con un brillo tal que los rostros de quienes rodeaban al hombre se reflejaban en ellas, como en un espejo.
—Lo habéis hecho bien —anunció a los que se inclinaban ante él—. Podéis levantaros. —En la voz se advertía algún indicio del acento sharaní, pero no era tan acusado.
El hombre apoyó la mano en el pomo de una espada que llevaba a la cintura mientras los demás se ponían de pie. De la oscuridad que había más allá de los reunidos salió un grupo de encauzadores que avanzaron lentamente. Agacharon la cabeza ante el recién llegado en una especie de reverencia. Él se quitó un guante, alargó la mano y, con un gesto displicente, le rascó la cabeza a uno de los hombres como haría un noble con su perro de caza favorito.
—Así que éstos son los nuevos inacal — conjeturó el hombre—. ¿Alguno de vosotros sabe quién soy?
Los cautivos se encogieron de miedo y, aunque los sharaníes se habían puesto de pie, ellos había sido lo bastante listos para seguir tirados en el suelo. Ninguno respondió.
—Suponía que no —dijo el hombre—. Aunque uno nunca sabe si su fama ha trascendido de manera inesperada. Decidme si sabéis quién soy. Decidlo, y os dejaré libres.
No hubo respuesta.
—Bien, ahora escucharéis y recordaréis —dijo el hombre. Soy Bao, el Wyld. Soy vuestro salvador. He salido a través de la más profunda desventura y me he encumbrado para aceptar mi gloria. He venido en busca de lo que me fue arrebatado. Recordad eso.
Los cautivos se acobardaron más; era evidente que no sabían qué hacer. Gawyn tiró a Egwene de la manga e hizo una señal hacia atrás, pero ella no se movió. Había algo en ese hombre...
Él irguió la cabeza de repente. Observó con intensidad a las encauzadoras y luego miró en derredor, escudriñando la oscuridad.
—¿Alguno de vosotros, inacal, conoce al Dragón? — preguntó, aunque parecía distraído—. Hablad. Decidme.
—Yo lo he visto —dijo uno de los soldados cautivos—. Varias veces.
—¿Y hablaste con él? —preguntó Bao, que se apartó unos pasos de los cautivos.
—No, gran señor —contestó el soldado—. Las Aes Sedai eran las que hablaban con él. Yo no.
—Sí. Me temía que no serías de ninguna utilidad —dijo Bao—. Servidores, nos están vigilando. No habéis registrado el campamento tan bien como afirmabais. Percibo cerca una encauzadora.
Egwene sintió una punzada de alarma. Gawyn tiró de su brazo con intención de escapar, pero si corrían los apresarían con toda seguridad. ¡Luz! Ella...
La multitud se volvió al oír un ruido repentino cerca de una de las tiendas caídas. Bao alzó una mano y Egwene oyó un chillido furioso en la oscuridad. Unos instantes después, Leane flotaba a través de la multitud de sharaníes, atada con Aire y con los ojos desorbitados. Bao la acercó hacia él sujeta con tejidos que Egwene no podía ver.