Otros lobos transmitieron la misma idea. La que busca corazones se encontraba en el Sueño del Lobo. Algunos la habían visto al este, mientras que otros decían que se la había visto al sur.
¿Y qué pasaba con Verdugo? ¿Dónde se encontraba si no estaba cazando lobos? Perrin se sorprendió de nuevo emitiendo un gruñido.
La que busca corazones. Debía de ser una de las Renegadas, aunque no reconocía las imágenes de esa mujer transmitidas por los lobos. Era alguien antiguo, de otra era, pero también los recuerdos de los lobos se remontaban a tiempos remotos, si bien a menudo las cosas que recordaban eran fragmentos de fragmentos que sus antepasados habían visto.
—¿Alguna novedad? —preguntó Gaul.
—Otra de las Renegadas está aquí —gruñó Perrin—. Haciendo algo en el este.
—¿Eso nos incumbe a nosotros?
—Todo lo que hagan los Renegados nos incumbe.
Perrin se puso de pie, se agachó y tocó a Gaul en el hombro. Cambio. Se trasladaron hacia donde Pasos les había indicado. La posición no era precisa, pero una vez que Perrin llegó allí encontró unos lobos que habían visto a La que busca corazones en su camino a las Tierras Fronterizas el día anterior. Transmitieron a Perrin entusiastas saludos y preguntaron si iba a liderarlos.
Hizo caso omiso de sus preguntas y pidió que precisaran dónde había sido vista La que busca corazones. Era en Merrilor.
Cambio. Perrin apareció allí. Una extraña niebla flotaba en el paisaje. Los grandes árboles que Rand había hecho crecer se reflejaban allí, y las puntas de las altísimas copas atravesaban la bruma.
Las tiendas salpicaban el paisaje como champiñones. Las tiendas de los Aiel eran muchas, y entre ellas las lumbres de cocinar brillaban en la niebla. Ese campamento llevaba allí el tiempo suficiente para manifestarse en el Sueño del Lobo, aunque los faldones de las tiendas cambiaban y los petates desaparecían en un parpadeo, con la insustancialidad de aquel lugar.
Perrin condujo a Gaul entre las ordenadas hileras de tiendas y líneas de caballos estacados. Se pararon de golpe al oír un sonido. Alguien mascullaba. Perrin utilizó el truco que había visto usar a Lanfear, creando a su alrededor una bolsa de... algo invisible, pero que apagaba el sonido. Era extraño, pero lo hizo creando una barrera sin aire. ¿Por qué iba a apagar eso el sonido?
Gaul y él avanzaron con sigilo hacia la lona de una tienda. La que era de Rodel Ituralde, uno de los grandes capitanes, a juzgar por el estandarte. Dentro, una mujer con pantalón revolvía papeles que había en una mesa y que no dejaban de desaparecer entre sus dedos.
Perrin no la reconoció, si bien le resultaba tremendamente familiar. Desde luego, su aspecto no era lo que habría esperado de una de las Renegadas, con esa enorme frente, la nariz bulbosa, los ojos desiguales y el cabello ralo. No entendía sus maldiciones, aunque captaba el significado por el tono con que las mascullaba.
Gaul lo miró y Perrin bajó la mano al martillo, pero vaciló. Atacar a Verdugo era una cosa, pero ¿a una Renegada? Estaba bastante seguro de su habilidad para resistir tejidos allí, en el Sueño del Lobo. Aun así...
La mujer maldijo de nuevo cuando el papel que leía desapareció. Entonces alzó la vista.
La reacción de Perrin fue inmediata. Creó un muro fino como papel entre ellos, con la cara que daba hacia la mujer mostrando una réplica exacta del paisaje que Perrin tenía detrás, mientras que el lado que daba hacia él era transparente. Ella lo miró directamente, pero no lo vio y se dio la vuelta.
A su lado, Gaul soltó un suave suspiro de alivio.
«¿Cómo he hecho eso?», pensó Perrin. No era algo que hubiera practicado; simplemente le había parecido lo adecuado.
La que busca corazones — tenía que ser ella— movió los dedos, y la tienda se dividió en dos por encima de ella y la lona colgó hacia abajo. Se elevó en el aire y se dirigió hacia la negra tempestad que bramaba en el cielo.
—Espera aquí y estate atento a cualquier peligro —le susurró Perrin a Gaul.
El Aiel asintió con la cabeza y Perrin siguió, cauteloso, a La que busca corazones, elevándose asimismo en el aire con un pensamiento. Trató de crear otro muro entre la mujer y él, pero era demasiado difícil mantener la imagen correcta mientras se movía. En cambio, mantuvo la distancia y colocó un muro pardo verdoso entre ambos con la esperanza de que si a la Renegada se le ocurría echar un vistazo hacia atrás se le pasara por alto esa pequeña rareza.
La mujer empezó a desplazarse con más rapidez y Perrin se obligó a mantener su ritmo. Miró hacia abajo y el resultado fue que el estómago se le revolvió al ver el paisaje de Merrilor menguando allá abajo. Entonces oscureció y desapareció en la negrura.
No pasaron a través de las nubes. Cuando el suelo se desvaneció, también lo hicieron ellas, y los dos entraron en algún sitio negro. Puntitos de luz surgieron alrededor de Perrin. La mujer, un poco más arriba, se detuvo y quedó flotando en el aire durante unos segundos antes de salir disparada hacia la derecha.
Perrin la siguió de nuevo, y se coloreó —la piel, la ropa, todo— en negro para camuflarse. La mujer se aproximó a uno de los puntitos de luz; mascullaba entre dientes. Con la sensación de que tenía que oír lo que la mujer decía, Perrin corrió el albur de acercar más, aunque sospechaba que el atronador golpeteo del corazón en el pecho lo delataría.
—¿... quitármelo? —decía la Renegada—. ¿Crees que me importa? Dame un rostro de piedra quebradiza, ¿qué me importa a mí? Ocuparé tu lugar, Moridin. Será mío. Esta cara servirá para que me subestimen. Así te abrases.
Perrin frunció el entrecejo. No encontraba mucho sentido a lo que la mujer decía.
—Seguid y lanzad vuestros ejércitos contra ellos, necios —siguió hablando consigo misma—. Yo ganaré la batalla. Un insecto puede tener mil patas, pero sólo tiene una cabeza. Destruye la cabeza y te habrás alzado con la victoria. Lo único que tú haces es cortar las patas, estúpido necio. Estúpido, arrogante, insufrible necio. Tendré lo que me corresponde, tendré...
Se calló y entonces giró sobre sí. Perrin, asustado, se volvió de inmediato al suelo. Por suerte, funcionó; no había sabido si lo haría, allá arriba, en el lugar de las luces. Gaul dio un brinco y Perrin respiró hondo.
—Vayamos...
Una bola de fuego ardiente se estrelló en el suelo, junto a él. Perrin maldijo y rodó sobre sí mismo al tiempo que se refrescaba con un soplo de aire e imaginaba el martillo en la mano.
La que busca corazones llegó al suelo en una oleada de energía, con el poder ondulando a su alrededor.
—¿Quién eres? —demandó—. ¿Quién eres? Te...
Enfocó la vista de repente en Perrin al verlo del todo por primera vez, ya que la negrura había desaparecido de sus ropas.
—¡Tú! —chilló—. ¡Tú tienes la culpa de esto!
Alzó las manos; los ojos casi parecían resplandecer con odio. Perrin olía la emoción a pesar del fuerte viento. La mujer lo atacó con una barra de luz al rojo blanco, pero Perrin hizo que el chorro se desviara a su alrededor.
La mujer lo miró de hito en hito. Siempre hacían lo mismo. ¿Es que no se daban cuenta de que allí nada era real excepto lo que uno creía que era real? Perrin desapareció y reapareció detrás de ella con el martillo enarbolado. Entonces vaciló. ¿A una mujer?
Ella giró sobre sus talones con rapidez al tiempo que gritaba y la tierra se desgarraba debajo de Perrin. Él saltó hacia el cielo, y el aire que lo rodeaba trató de apresarlo, pero hizo lo mismo que había hecho antes y creó un muro de vacío, de nada. No había aire que lo agarrara. Conteniendo la respiración, desapareció y reapareció de nuevo en el suelo, e hizo surgir delante de él parapetos de tierra para detener las bolas de fuego que se precipitaban en su dirección.