«No.»
Los seanchan no habían conseguido quebrantarla, y éstos tampoco lo lograrían. Egwene abrió los ojos y le sostuvo la mirada a la sharaní a la suave luz azul. Luchó con las emociones para dominarlas y alcanzar la serenidad; la impasibilidad Aes Sedai la envolvió.
—Eres... muy peculiar —susurró la sharaní, sin apartar los ojos de los de Egwene.
Tan fascinada estaba la mujer que no se dio cuenta cuando una sombra se movió detrás de ella. Una sombra que no podía ser Gawyn, ya que todavía lo percibía a lo lejos.
Algo se descargó contra la cabeza de la mujer desde atrás. La sharaní se desplomó y cayó redonda al suelo. La esfera azul se apagó al instante y Egwene quedó libre. Se agazapó al tiempo que tanteaba con los dedos hasta dar con el cuchillo.
Una figura se acercó a ella. Egwene empuñó el cuchillo y se preparó para abrazar la Fuente. Aunque atrajera la atención al hacerlo, no iban a apresarla otra vez.
Pero ¿quién era?
—Chis... —musitó la figura.
—¿Leilwin? —preguntó al reconocer la voz.
—Otros habrán notado que esta mujer encauzaba —dijo la seanchan—. Vendrán a ver qué estaba haciendo. ¡Tenemos que irnos!
—Me has salvado —susurró Egwene—. Me has rescatado.
—Me tomo muy en serio mis juramentos —dijo Leilwin. Luego, tan bajo que Egwene apenas oyó las palabras, añadió—: Quizá demasiado en serio. Qué augurios tan horribles esta noche...
Se movieron con rapidez a través del campamento hasta que Egwene percibió que Gawyn se aproximaba.
—Gawyn —llamó en voz baja.
Y de repente estuvo allí mismo, justo a su lado.
—Egwene... ¿Con quién te has encontrado?
Leilwin se puso tensa y a continuación emitió un siseo entre los dientes. Algo parecía haberla alterado muchísimo. A lo mejor estaba enfadada porque Gawyn se hubiera acercado a ella a hurtadillas. Si era por eso, entonces Egwene compartía su enfado. ¡Tanto presumir de su capacidad para moverse con sigilo y no sólo se había dejado sorprender por una encauzadora, sino que ahora también lo había hecho Gawyn! ¿Cómo era posible que un chico de ciudad fuera capaz de moverse tan bien que no lo había oído acercarse?
—No me he encontrado con nadie —susurró Egwene—. Leilwin me encontró a mí... y me ha sacado de un buen aprieto.
—¿Leilwin? —Gawyn escudriñó la oscuridad.
Egwene notó su sorpresa y su desconfianza.
—Tenemos que movernos —dijo la seanchan.
—Eso no voy a discutírtelo —contestó Gawyn—. Casi estamos fuera. Hemos de desviarnos un poco hacia el norte, sin embargo. He dejado unos cadáveres justo a la derecha.
—¿Cadáveres? —preguntó Leilwin.
—Una media docena de sharaníes se me echaron encima —dijo Gawyn.
«¿Media docena?» pensó Egwene. Él lo había dicho como si no tuviera importancia.
Aquél no era precisamente el mejor sitio para ponerse a discutir. Se reunió con los dos encaminándose hacia el perímetro del campamento, con Leilwin dirigiéndolos en una dirección específica. Cada ruido o grito del campamento hacía que Egwene se encogiera, preocupada de que alguien hubiera encontrado alguno de los cadáveres. De hecho, casi pegó un brinco que la habría hecho llegar a las nubes tormentosas allá arriba cuando alguien habló en la oscuridad.
—Sois vosotras, ¿sí?
—Lo somos, Bayle —contestó en voz baja Leilwin.
—¡Por mi anciana madre! —exclamó entre dientes Bayle Domon, que se acercó a ellas—. ¿La has encontrado? Mujer, vuelves a sorprenderme. —Vaciló—. Querría que me hubieses dejado ir contigo.—
—Esposo, eres un hombre tan valiente y tan resuelto como cualquier mujer querría tener en su tripulación. Pero te mueves con el mismo sigilo que un oso cargando a través de un río.
Él gruñó, pero se unió al grupo para salir del perímetro del campamento en silencio y con cautela. Tras haber pasado unos diez minutos, Egwene decidió por fin abrazar la Fuente. Gozando la sensación, abrió un acceso y Rasó hasta la Torre Blanca.
Aviendha corrió con el resto de los Aiel a través de accesos. Irrumpieron como una inundación en el valle de Thakan’dar. Dos oleadas desbordándose desde lados opuestos del valle.
Aviendha no empuñaba una lanza; no la necesitaba porque ella era una lanza.
La acompañaban dos hombres de chaqueta negra, cinco Sabias, la mujer llamada Alivia y diez de las Aes Sedai leales a Rand con sus Guardianes. Ninguno, a excepción de Alivia, había reaccionado bien a que Aviendha los comandara. A los Asha’man no les gustaba tener que responder ante ninguna mujer, a las Sabias no les gustaba recibir órdenes de Rand, y las Aes Sedai aún pensaban que las encauzadoras Aiel eran sus inferiores. En cualquier caso, todos ellos obedecieron la orden.
Rand le había susurrado en un momento de tranquilidad que los vigilara a todos por si entre ellos hubiera Amigos Siniestros. Esa advertencia no había estado dictada por el miedo, sino por su sentido práctico. La oscuridad podía filtrarse en cualquier sitio.
En el valle había trollocs y algunos Myrddraal, pero no habían previsto ese ataque. Los Aiel se aprovecharon de su descuido y la matanza dio comienzo. Aviendha condujo a su grupo de encauzadores hacia la fragua, aquel enorme edificio de techo gris. Los forjadores de la Sombra interrumpieron su inexorable movimiento y mostraron un mero atisbo de desconcierto.
Aviendha lanzó un tejido de Fuego contra uno de ellos y lo descabezó. El cuerpo se volvió piedra y después empezó a desmoronarse.
Su acción pareció una señal para los demás encauzadores, y por todo el valle los forjadores de la Sombra empezaron a estallar. Se decía que eran guerreros terribles cuando se los provocaba, que tenían una piel en la que las espadas rebotaban. Puede que eso no fuera más que un rumor, ya que, en realidad, pocos Aiel habían danzado las lanzas con un forjador de la Sombra.
Aviendha no tenía ningún interés en descubrir si aquello era verdad. Dejó que su equipo acabara con el primer grupo de forjadores de la Sombra e intentó no darle muchas vueltas a la muerte y la destrucción que esas... cosas habían causado durante sus vidas antinaturales.
Los Engendros de la Sombra intentaron organizar una defensa, con algunos de los Myrddraal gritando y azotando a sus trollocs para que cargaran y desbarataran el ataque Aiel, lanzado sobre ellos en un amplio frente. Habría sido más fácil detener la corriente de un río con un puñado de ramitas. Los Aiel no se frenaron y los Engendros de la Sombra que intentaron poner resistencia acabaron muertos, a menudo atravesados por multitud de lanzas o flechas.
Casi todos los trollocs dieron media vuelta y huyeron ante el griterío atronador de los Aiel. Aviendha y sus encauzadores llegaron a las forjas y a los corrales donde los cautivos sucios y de mirada apagada habían estado esperando la muerte.
—¡Deprisa! —les dijo Aviendha a los Guardianes que la acompañaban.
Los hombres abrieron a la fuerza los corrales, mientras Aviendha y los demás atacaban a los últimos forjadores de la Sombra. Al morir —desmoronándose en piedra y polvo— dejaron caer en el suelo rocoso cuchillas Thakan’dar a medio terminar.
Aviendha alzó la vista hacia arriba, a la derecha. Un sendero largo y serpentino conducía hasta las fauces de la caverna, en la ladera de la montaña que se elevaba hacia el cielo, imponente. La abertura estaba muy oscura. Parecía una trampa para tentar a la luz a entrar a fin de atraparla y no soltarla jamás.
Aviendha urdió Fuego y Energía y soltó el tejido en el aire. Un instante después, se abría un acceso en el arranque del sendero hacia lo alto de Shayol Ghul. Lo cruzaron cuatro personas. Una mujer con vestido azul, de estatura baja, pero sobrada de voluntad. Un hombre mayor de cabello blanco y envuelto en una capa multicolor. Una mujer de amarillo que llevaba el oscuro cabello corto adornado con una serie de gemas engarzadas en oro.
Y un hombre alto, con el cabello del color de las brasas. Vestía la chaqueta roja y dorada, pero debajo llevaba una sencilla camisa de Dos Ríos. Lo que había sido y en lo que se había convertido, combinados en uno. Iba armado con dos espadas, como un shienariano. Una que parecía de cristal y que llevaba sujeta a la espalda. La otra era la espada del Asesino del Árbol, el rey Laman, colgada a la cintura. Esa última la llevaba por ella. Qué hombre más tonto.