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Aviendha lo saludó levantando una mano y él respondió de la misma manera. Ese gesto sería la única despedida entre ellos dos si él fracasaba en su misión o ella moría mientras llevaba a cabo la suya. Con una última mirada, giró sobre sus talones y fue a poner en marcha la tarea que tenía encomendada.

Dos de sus Aes Sedai se habían coligado y crearon un acceso para que los Guardianes sacaran de allí a los prisioneros y los pusieran a salvo. A muchos hubo que empujarlos para que se movieran. Avanzaron a trompicones, con la mirada casi tan vacía como la de los ojos de los forjadores de la Sombra.

—Registrad también dentro de la forja —indicó Aviendha al tiempo que hacía un gesto a unos cuantos Guardianes.

Los hombres irrumpieron a la carga en el edificio, seguidos de sus Aes Sedai. Tejidos del Poder Único sacudieron el edificio cuando encontraron a más forjadores de la Sombra, y los dos Asha’man se apresuraron a entrar también.

Aviendha recorrió con la mirada el valle. La batalla se había convertido en un espectáculo feo; había más Engendros de la Sombra en el paso angosto que conducía fuera del valle. Ésos habían tenido más tiempo para prepararse y avanzar en formación. Ituralde conducía a sus fuerzas hacia allí, detrás de los Aiel, para asegurar los sectores del valle que ya estaban tomados.

«Paciencia», se exhortó Aviendha para sus adentros. Su tarea no era unirse a esa batalla que se avecinaba, sino proteger la retaguardia de Rand mientras él subía el sendero y entraba en la Fosa de la Perdición.

Había una cosa que la preocupaba. ¿Los Renegados podrían Viajar directamente al interior de la caverna? A Rand no parecía preocuparle eso, pero también estaba muy distraído con lo que tenía que hacer. A lo mejor debería reunirse con él y...

Frunció el entrecejo mientras miraba hacia el cielo. ¿Por qué se estaba poniendo más oscuro?

A gran altura, el sol lucía en un cielo turbulento. Se veían nubes de tormenta dispersas, algunas de un color muy negro y otras de un blanco radiante. Sin embargo, no era una nube lo que había empezado a oscurecer el sol de repente, sino algo sólido y negro que se deslizaba sobre él y lo cubría progresivamente.

Aviendha sintió un escalofrío y se puso temblar a medida que la luz se apagaba. Y se hizo la oscuridad, una profunda y absoluta oscuridad.

Por todo el campo de batalla los soldados alzaron la vista con sorpresa, incluso con sobrecogimiento. Había llegado el fin del mundo.

Alguien encauzó de repente desde el otro extremo del ancho valle. Aviendha giró sobre sus talones con rapidez, sacudiéndose de encima la estupefacción. A corta distancia, el suelo quedó sembrado de ropas desgarradas, armas caídas y cadáveres. Toda la lucha se llevaba a cabo en la boca del valle, lejos de donde se encontraba ella, donde los Aiel intentaban rechazar a los Engendros de la Sombra para hacerlos regresar al paso.

Aunque Aviendha no distinguía gran cosa a través de la oscuridad, se daba cuenta de que los soldados contemplaban el cielo con fijeza. Incluso los trollocs parecían sobrecogidos. Pero entonces la densa negrura empezó a desplazarse en el cielo, de manera que primero dejó a la vista el borde del astro y a continuación, gradualmente, el sol. ¡Luz! El fin no se les venía encima.

La batalla en la boca del valle se reanudó, pero saltaba a la vista que se estaba complicando. Hacer que los trollocs se retiraran por los angostos confines del paso era como intentar empujar a un caballo a través de una estrecha brecha en la pared. Imposible, a menos que uno empezara a excavar.

—¡Allí! —señaló Aviendha hacia el costado del valle, detrás de las líneas Aiel—. Percibo que una mujer está encauzando.

—Luz, y qué poderosa es —susurró Nesune.

—¡Círculo! —gritó Aviendha—. ¡Ya!

Los demás se coligaron y le cedieron el control del círculo. El Poder —un Poder inimaginable— la colmó. Fue como si lo hubiese absorbido en una inhalación, sólo que todavía podría aspirar más aire, llenarse, expandirse, chisporrotear con energía. Era una tormenta, un vasto mar de Poder Único.

Adelantó las manos ante sí para lanzar un tejido burdo, sólo a medio formar. Aquello era casi demasiado poder para que ella fuera capaz de darle forma. Aire y Fuego saltaron de sus manos con un chisporroteo, una columna tan ancha como un hombre, con los brazos extendidos. El fuego irradió como una llamarada densa, caliente, casi líquida. No era fuego compacto —ella no caería en eso— aunque sí muy peligroso, sin embargo. El aire contuvo el fuego en una concentrada masa de destrucción.

La columna salió disparada a través del campo de batalla y derritió la piedra sobre la que pasaba e incendió los cadáveres. Una franja enorme de niebla desapareció con un siseo y el suelo se sacudió cuando la columna roturó como un arado la pared del lado del valle donde la encauzadora enemiga —Aviendha sólo podía pensar que era una de las Renegadas por— la fuerza de la mujer— había estado atacando las últimas filas de Aiel.

Aviendha soltó el tejido; tenía la piel cubierta de sudor. Una ardiente columna de humo negro se elevaba de la pared del valle. Roca fundida resbalaba vertiente abajo. Aviendha se quedó muy quieta, alerta, a la espera. De hecho, el Poder Único que había dentro de ella empezó a «presionar», como si intentara escapar de su interior. ¿Eso se debería quizás a que parte de la energía que utilizaba procedía de varones? Nunca, hasta ese momento, el Poder Único había dado la impresión de querer destruirla.

Sólo tuvo una mínima advertencia; un fugaz instante de encauzar con frenesí al lado opuesto del valle, seguido de un fortísimo golpe de viento.

Aviendha hendió el viento por el centro con un tejido invisible del tamaño de un gran árbol del bosque. A continuación contraatacó con otro chorro de fuego, esta vez más controlado. No, no osaría utilizar fuego compacto. Rand le había advertido sobre eso. Hacerlo podría agrandar la Perforación, romper la estructura de la realidad en un punto donde esa membrana ya estaba debilitada.

Su enemiga no tenía esa restricción. El siguiente ataque de la mujer llegó en forma de una barra de luz como acero incandescente que pasó de largo junto a Aviendha por un pelo —taladrando el aire a un dedo de su cabeza— antes de dar en la forja que tenía detrás. El fuego compacto cortó una ancha franja de piedra y ladrillo de la pared y el edificio se desplomó con estruendo.

«¡Por qué poco!», pensó Aviendha al tiempo que se tiraba al suelo.

—¡Dispersaos! —ordenó a los otros—. ¡No le deis blancos fáciles!

Encauzó de forma que agitó el aire para crear una tormenta de polvo y escombros delante de ellos. Luego utilizó el tejido para encubrir que abrazaba el Poder Único y ocultarse de su enemiga. Se escabulló, agazapada, hacia un resguardo cercano donde protegerse: un montón de escoria y fragmentos de hierro rotos que esperaban para ser fundidos.

El fuego compacto golpeó de nuevo y dio en el suelo de piedra donde Aviendha había estado un momento antes. Perforó la roca con la facilidad con que una lanza atravesaría un melón. Todos los compañeros de Aviendha se habían puesto a cubierto y seguían proporcionándole su fuerza. Qué poder. Distraía la atención. Calculó la fuente de los ataques.

—Estad preparados para seguirme —dijo a los otros, y entonces creó un acceso al punto del que había salido el tejido—. ¡Venid detrás, pero buscad resguardo de inmediato!

Saltó a través del acceso en medio de un frufrú de faldas, henchida de Poder Único que era como un trueno contenido y controlado de algún modo. Salió a una vertiente desde la que se dominaba la batalla. Allá abajo, Doncellas y hombres combatían contra los trollocs; era como si los Aiel estuvieran refrenando una enorme inundación negra. Aviendha no perdió más tiempo que el justo para echar una rápida ojeada. Excavó el suelo con un tejido de Tierra primario, arrancó un trozo de roca del tamaño de un caballo y lo alzó en el aire. La barra de luz que se dirigió hacia ella un segundo después dio en la gran roca.