Thom se acercó a Rand y escudriñó con los ojos entrecerrados el agujero en la pared rocosa.
—Creo que yo no entraré con vosotros —dijo.
Moraine lo miró y frunció los labios.
—Alguien tiene que guardar la entrada a la cueva, esposa —dijo Thom—. Ese saliente que está justo al lado de la boca de la caverna tiene una vista excelente del campo de batalla. Puedo observar cómo se desarrolla la lucha abajo, y tal vez componer una buena balada o dos.
Rand sonrió al ver la chispa de humor que asomó a los ojos de Thom. Estaban al mismo límite del tiempo y Thom Merrilin seguía encontrando el modo de hacerlo sonreír a uno.
En lo alto, las oscuras nubes giraban con el pico de Shayol Ghul de eje. La negrura asaltó al sol y lo cubrió de forma progresiva hasta hacer que el astro desapareciera, cubierto por completo en un eclipse total.
Las fuerzas de Rand se detuvieron y contemplaron el cielo con terror; incluso los trollocs hicieron un alto mientras gruñían y ululaban. Pero el sol salió lentamente de su cautividad, y la feroz batalla se reanudó allá abajo, en el valle. Anunciaba sus intenciones, pero la daga lo ocultaría a los ojos del Oscuro. Si la Luz quería, los cabecillas de la Sombra se centrarían en la batalla y darían por sentado que el Dragón esperaría el resultado del enfrentamiento antes de atacar.
—¿Ahora? —preguntó Nynaeve, que observaba el sendero estrecho y pedregoso que conducía a la caverna.
Rand asintió en silencio y encabezó la marcha hacia arriba. Se levantó un fuerte viento que zarandeó a los cuatro mientras ascendían por el sendero. Rand había elegido a propósito su indumentaria. La chaqueta roja, con garzas doradas en el cuello y con bordados en oro de zarzas espinosas entrelazadas en una línea a lo largo de las mangas y alrededor de los puños, era exacta a una de las que Moraine le había preparado para la recepción en Fal Dara.
La camisa blanca, atada con cintas por la pechera, estaba confeccionada en Dos Ríos. Callandor a la espalda, y la espada de Laman a la cadera. Había pasado mucho tiempo desde que no llevaba esa última, pero le había parecido apropiado.
Las ráfagas de aire lo azotaban, amenazando con precipitarlo desde las alturas. Siguió adelante de todos modos, empujando contra el viento, ascendiendo la empinada cuesta, con los dientes apretados para aguantar el dolor del costado. Allí el tiempo parecía carecer de sentido, y Rand experimentó la sensación de llevar días caminando cuando llegó al tramo llano que había delante de la boca de la caverna, desde donde se volvió para contemplar el valle.
Allí abajo sus fuerzas parecían tan frágiles, tan insignificantes... ¿Serían capaces de aguantar el tiempo que hiciera falta?
—Rand... —dijo Nynaeve, que lo tomó del brazo—, quizá deberías descansar.
Él se miró el costado, siguiendo la mirada de ella. La herida, esa vieja herida, se había vuelto a abrir. Notaba sangre dentro de la bota. Le había resbalado por el flanco y pierna abajo, y cuando Rand dio un paso dejó una huella ensangrentada detrás.
Su sangre en las rocas...
Nynaeve se llevó una mano a la boca.
—Tenía que ser así, Nynaeve —dijo Rand—. No puedes evitarlo. La profecía no dice nada acerca de que sobreviva a esto. Siempre me ha parecido extraño, ¿y a ti? ¿Por qué se menciona la sangre pero no lo que viene a continuación? —Meneó la cabeza y después desenvainó Callandor de la funda—. Moraine, Nynaeve, ¿me prestaréis vuestra fuerza y os uniréis a mí en círculo?
—¿Quieres que una de nosotras lo dirija para que así puedas usarla sin riesgo? —sugirió Moraine, vacilante.
—En mis planes no he incluido la seguridad —dijo Rand—. Un círculo, por favor.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada. Mientras fuera él quien dirigiera el círculo, otro podría atacar y controlarlo. A ninguna le gustaba la petición, eso era obvio. Rand no estaba seguro de si debería sentirse complacido por el hecho de que esas dos hubieran empezado a llevarse bien; quizá, por el contrario, tendría que preocuparse por si hacían un frente común contra él.
Tal reflexión parecía una idea propia de días más normales. Días más fáciles. Esbozó una sonrisa irónica, pero sabía que el gesto no se reflejaba en sus ojos. Moraine y Nynaeve le prestaron su fuerza y él la aceptó. Thom besó a Moraine y después los tres se volvieron para mirar la oquedad que tenían delante. Llevaba hacia abajo, al corazón de la montaña y al foso abrasador que era lo más próximo a la morada del Oscuro que este mundo conocía.
Las sombras proyectadas por el sol al reaparecer oscurecieron la caverna alrededor de Rand. El viento tiraba de él; notaba el pie caliente con su propia sangre.
«No saldré vivo de aquí», pensó. Ya le daba igual. Sobrevivir no era su meta. No lo había sido desde hacía tiempo.
Lo que quería era hacerlo bien. Tenía que hacerlo bien. ¿Era el momento oportuno? ¿Lo había planeado bien, con acierto?
HA LLEGADO EL MOMENTO. ES HORA DE EMPRENDER LA TAREA.
La voz habló con la inexorabilidad de un terremoto y las palabras vibraron a través de Rand. Más que un sonido en el aire —mucho más— las palabras fueron dichas como si se transmitieran de un alma a otra. Moraine dio un respingo y los ojos se le desorbitaron.
A Rand no lo pilló por sorpresa. Ya había oído esa voz antes, en otra ocasión, y se dio cuenta de que había estado esperando oírla. O, al menos, había confiado en que así ocurriera.
—Gracias —susurró Rand.
Luego, dejando huellas de sangre a su paso, echó a andar hacia el interior del reino del Oscuro.
24
No hacer caso de los augurios
Fortuona, emperatriz del imperio seanchan, observó a su esposo mientras él impartía órdenes a sus fuerzas. Estaban formadas fuera de palacio, en Ebou Dar, y ella se encontraba sentada en un recargado trono móvil, equipado con varas largas en la parte inferior para que cargara con él una docena de soldados.
El trono le prestaba grandeza, pero también daba una impresión engañosa de entorpecimiento. Un asesino daría por descontado que no podría moverse con rapidez llevando el atuendo de gala, con los pliegues del vestido de seda colgándole por delante y cayendo hacia el suelo. Se sorprendería, pues, de que fuera capaz de liberarse de las prendas exteriores con tanta facilidad como chasquear los dedos.
—Ha cambiado, Altísima Señora —le dijo Beslan—. Y, sin embargo, no lo ha hecho. Ya no sé qué pensar de él.
—Es lo que la Rueda nos ha enviado —repuso Fortuona—. ¿Ya habéis pensado qué haréis?
Beslan seguía con los ojos mirando al frente. Era impetuoso, y a menudo se dejaba llevar por las emociones, pero no era distinto de los otros altaraneses. Eran gente apasionada y se estaban convirtiendo en una valiosa incorporación al imperio ahora que habían sido debidamente adiestrados.
—Haré lo que se me ha sugerido —contestó Beslan, que enrojeció.
—Muy acertado —dijo Fortuona.
—Así perdure el trono para siempre —deseó Beslan—. Y así vuestra respiración sea igual de duradera, Altísima Señora.
Hizo una reverencia y se retiró como era debido. Fortuona podía ir a la guerra, pero era a Beslan a quien correspondía gobernar aquellas tierras. Habría querido tomar parte en la batalla, pero ahora comprendía que allí hacía falta.
Selucia lo siguió con la mirada y asintió con la cabeza en un gesto de aprobación.
«Ése se está convirtiendo en un recurso valioso a medida que aprende el comedimiento apropiado», indicó con el lenguaje de las manos.
Fortuona no dijo nada. Lo que había expresado Selucia implicaba una cosa, algo que a Fortuona le habría pasado inadvertido de no ser por la larga relación entre ellas. Beslan estaba aprendiendo. Otros, sin embargo...
Matrim, reunido con los comandantes seanchan, empezó a barbotar improperios y montó un escándalo. Fortuona no oía con claridad qué era lo que lo había sacado de sus casillas. ¿Qué había hecho al unirse a él?