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—¡Maldita sea! ¿Qué ha pasado con la puerta?

—Aguantamos —dijo Filger—. De momento.

Talmanes se volvió hacia el capitán andoreño.

—Guybon, tened un poco de compasión, hombre. Alguien ha de defender esa puerta. Por favor, sacad a los refugiados y reforzad a mis hombres. Esa puerta será el único camino de retirada desde la ciudad.

—Pero la mensajera de la reina...

—La reina se imaginará lo que ha pasado una vez que decida echar un vistazo aquí, puñetas. ¡Mirad a vuestro alrededor! Intentar defender el palacio es una locura. Aquí ya no tenéis una ciudad, sino una pira.

El conflicto interno del capitán se reflejaba en su rostro, con los labios apretados en una fina línea.

—Sabéis que tengo razón —insistió Talmanes, con el rostro crispado por el dolor—. Lo mejor que podéis hacer es reforzar a mis hombres en la puerta sur y mantenerla abierta para que escapen todos los refugiados que puedan llegar hasta allí.

—Quizá. Pero ¿dejar que el palacio arda?

—Podéis hacer que sirva para algo —sugirió Talmanes—. ¿Y si dejáis algunos soldados que combatan en palacio? Que contengan a los trollocs todo el tiempo que sea posible. Eso apartará a esas bestias de la gente que escape por esta calle. Cuando ya les sea imposible aguantar más, vuestros soldados podrán huir por los jardines de palacio en el lado opuesto y que luego vayan hacia la puerta sur dando un rodeo.

—Es un buen plan —admitió Guybon a regañadientes—. Haré lo que me sugerís, pero ¿qué haréis vos?

—Tengo que llegar hasta los dragones. No podemos permitir que caigan en poder de la Sombra. Se hallan en un almacén cerca del perímetro de la Ciudad Interior. La reina quería tenerlos fuera del alcance de la vista de cualquiera, lejos de las bandas mercenarias del exterior. He de encontrarlos. Si es posible, recobrarlos. Si no, destruirlos.

—Muy bien. —Guybon se dio la vuelta con gesto frustrado a medida que aceptaba lo inevitable—. Mis hombres harán lo que sugerís; la mitad conducirá afuera a los refugiados, y después ayudarán a vuestros soldados a defender la puerta sur. La otra mitad defenderá el palacio un rato más y después se retirará. Pero yo voy con vos.

—¿De verdad necesitamos tantas lámparas aquí? —demandó la Aes Sedai desde su banqueta situada en la parte trasera de la estancia, aunque hablaba como si estuviera en un trono—. Pensad en el aceite que estáis malgastando.

—Necesitamos las lámparas —gruñó Androl.

La lluvia nocturna golpeaba en los cristales de la ventana, pero él hizo caso omiso e intentó centrarse en el cuero que estaba cosiendo. Sería una silla de montar. De momento, trabajaba en la cincha que ceñiría el vientre del caballo.

Abrió una doble fila de agujeros en el cuero y dejó que la rutina del trabajo lo tranquilizara. El cincel para cuero que usaba hacía agujeros en forma de rombo; podría utilizar el mazo para ir más deprisa, pero en ese momento le apetecía notar la sensación de abrir los agujeros presionando, en lugar de golpear.

Calculó las posiciones de las siguientes puntadas con el rodillo marcador y después se puso a abrir otro agujero. Con ese tipo de agujeros había que alinear los lados de los rombos entre sí para que, de ese modo, cuando el cuero tirara no lo hiciera en los ángulos. Unas puntadas bien hechas ayudarían a conservar la silla en buen estado durante años. Las filas tenían que estar lo bastante juntas para actuar como refuerzo unas de otras, pero no tanto como para correr el peligro de rasgar el cuero entre ellas. Escalonar los agujeros a intervalos regulares evitaba eso.

Pequeñas cosas. Uno tenía que asegurarse de hacer bien las cosas pequeñas, y...

Los dedos le resbalaron y abrió un agujero con la figura de rombo apuntando al lado equivocado. El movimiento provocó que dos de los agujeros se rasgaran entre sí.

Fue tal la frustración de Androl que faltó poco para que arrojara el trabajo al otro extremo de la habitación. ¡Ya era la quinta vez que ocurría lo mismo esa noche!

«Luz —pensó mientras plantaba las manos en la mesa con fuerza—. ¿Por qué pierdo el control con tanta facilidad?»

Por desgracia, responder a esa pregunta era fácil. «La Torre Negra, por eso estoy así.» Se sentía como un nachi de múltiples patas que se queda atrapado en una poza de mareas, ahora seca, y espera que el agua regrese mientras observa con impotencia a un grupo de niños que baja hacia la playa con cubos y recoge en el camino cualquier cosa que parezca apetitosa...

Inhaló y exhaló despacio, tras lo cual recogió el trozo de cuero. Iba a ser el trabajo más chapucero que había hecho en años. Pero lo terminaría. Dejar algo sin acabar era casi tan malo como meter la pata con los detalles.

—Qué curioso —comentó la Aes Sedai.

Se llamaba Pevara y pertenecía al Ajah Rojo. Notaba los ojos de la mujer clavados en la espalda.

Una Roja, nada menos. En fin, las travesías de destinos habituales solían dar extraños compañeros de a bordo, como rezaba el dicho teariano. Quizá sería más acertado lo que decía el proverbio saldaenino: «Si la espada de otro está en el cuello de tu enemigo, no pierdas tiempo recordando cuando la tenía en el tuyo».

—Entonces, estabais contándome cosas de vuestra vida antes de venir a la Torre Negra, ¿no? —dijo Pevara.

—No creo que estuviera haciendo tal cosa —contestó Androl mientras empezaba a coser—. ¿Por qué? ¿Qué queréis saber?

—Es simple curiosidad. ¿Fuisteis uno de los que vinieron por propia voluntad para someterse a la prueba o fuisteis de los que encontraron ellos durante una salida para cazar?

—Vine por mi cuenta. —Tiró de un hilo para apretarlo—. Como creo que Evin ya os dijo ayer, cuando le preguntasteis sobre mí.

—Mmmmm. Me estáis vigilando, por lo que veo.

Bajando la pieza de cuero, Androl miró a la mujer.

—¿Eso es algo que os enseñan? —preguntó.

—¿El qué? —preguntó ella a su vez con aire inocente.

—Darle la vuelta a una conversación. Estáis ahí sentada, acusándome prácticamente de espiaros, cuando sois vos la que interroga a mis amigos sobre mí.

—Quiero saber qué recursos tengo.

—Queréis saber por qué un hombre elegiría venir a la Torre Negra. Para aprender a encauzar el Poder Único.

Ella no respondió. Androl se percató de que estaba decidiendo cómo responder para no quebrantar los Tres Juramentos. Hablar con una Aes Sedai era como intentar seguir a una serpiente verde mientras se deslizaba por hierba húmeda.

—Sí —contestó ella por fin.

Androl parpadeó, sorprendido.

—Sí, quiero saberlo —continuó Pevara—. Somos aliados, sin que importe si nos gusta o no. Deseo saber con qué clase de persona me he metido en la cama. —Lo miró—. Hablando en sentido figurado, claro.

Androl respiró hondo para procurar no perder los nervios. Detestaba hablar con Aes Sedai porque no dejaban de tergiversarlo todo. Eso, junto con la tensión de la noche y la incapacidad de conseguir que la elaboración de la silla de montar estuviera bien...

¡Mantendría la calma, así lo abrasara la Luz!

—Deberíamos hacer prácticas para formar un círculo —dijo Pevara—. Será una ventaja para nosotros, aunque sea pequeña, contra los hombres de Taim si vienen por nosotros.

Androl desechó de su mente el desagrado que despertaba la mujer en él —tenía otras cosas de las que preocuparse— y se obligó a pensar de manera objetiva.

—¿Un círculo? —preguntó.

—¿Sabéis lo que es?

—Me temo que no.

—A veces olvido cuán ignorantes sois todos...

La mujer frunció los labios e hizo una pausa, como si cayera en la cuenta de que había hablado demasiado.

—Todos los hombres lo somos, Aes Sedai. Los temas de nuestra ignorancia pueden cambiar, pero en la naturaleza del mundo está que ningún hombre puede saberlo todo.