«He hecho caso de los augurios», pensó.
Lo pilló lanzando una mirada hacia ella antes de ponerse a despotricar otra vez. Habría que enseñarle a contenerse, pero conseguirlo... No iba a ser fácil. Bastante más difícil de lo que había sido enseñar a Beslan. Al menos Selucia no le hacía censuras en voz alta. Ahora era su Palabra de la Verdad, aunque ella se daba cuenta de que para Selucia ocupar esa posición le estaba crispando los nervios. Preferiría seguir siendo su Voz, nada más. Quizá los augurios le mostrarían a otra persona adecuada para ser su Palabra de la Verdad.
¿En serio vamos a hacer lo que dice él?, transmitió Selucia.
Este mundo es un caos, contestó Fortuona. No era una respuesta directa. No quería dar ninguna en ese momento. Selucia descifraría el significado.
Los seanchan solían decir «así viva para siempre» respecto a la emperatriz. Para algunos, era un tópico o un mero ritual de lealtad. Para Fortuona siempre había significado mucho más. Esa frase resumía la fortaleza del imperio. Una emperatriz tenía que ser astuta, fuerte y hábil si quería sobrevivir. Sólo los más fuertes merecían sentarse en el Trono de Cristal. Si uno de sus hermanos o un miembro de la Alta Sangre, como Galgan, se las arreglaba para matarla, entonces su muerte sería beneficiosa para el imperio, porque obviamente ella habría sido demasiado débil para dirigirlo.
Así viviera para siempre. Así tuviera la fuerza necesaria para vivir para siempre. Así fuera lo bastante fuerte para conducirlos a la victoria. Ella pondría orden en este mundo. Ésa era su meta.
Matrim cruzó con paso airado el recinto donde había formado el ejército, a diez pasos del trono. Vestía un uniforme de gran general del imperio, aunque no lo llevaba bien. Seguía enganchándose los amplios ropajes con cosas. El traje de gala de un gran general estaba pensado para dar autoridad a quien lo llevaba, para resaltar su elegancia mientras la tela ondeaba en respuesta a sus movimientos cuidadosos. En Matrim era como envolver en seda a un caballo de carreras y esperar que galopara. Tenía una especie de galanura, pero no era la elegancia de la corte.
Comandantes de rango inferior fueron tras él. Matrim desconcertaba a la Sangre. Y eso estaba bien, ya que los mantenía inseguros, sin saber qué esperar de él. Pero también representaba el desorden con sus modales volubles y sus constantes desplantes a la autoridad. Ella representaba el orden, y se había casado con el mismísimo caos. ¿En qué habría estado pensando?
—Pero ¿y qué pasa con los Marinos, Alteza? —dijo el general Yulan, que se detuvo al lado de Matrim y enfrente de Fortuona.
—Dejad de preocuparos por los jodidos Marinos —espetó Matrim—. Si pronunciáis otra vez la palabra «Marinos» os colgaré por las uñas de los dedos de los pies en uno de esos raken en los que revoloteáis y os mandaré de vuelta a Shara.
—Alteza, yo... —Yulan parecía perplejo.—
No terminó la frase porque Matrim lo interrumpió al gritar:
—¡Savara, en cabeza marchan los piqueros, no la caballería, lerda amante de cabras! Me da igual si la caballería cree que puede hacerlo mejor. ¡Es lo que la caballería piensa siempre! ¿Qué sois, una jodida Gran Señora teariana? ¡Pues os nombraré miembro honorario si seguís con esa idea!
Matrim se alejó airadamente hacia Savara, que permanecía en su caballo cruzada de brazos y con un gesto de desagrado plasmado en el oscuro semblante. Yulan, al que había dejado atrás, parecía totalmente desconcertado.
—¿Cómo se cuelga a alguien por las uñas de los dedos de los pies? —se preguntó en voz tan baja que Fortuona apenas oyó lo que decía—. No creo que eso sea posible. Las uñas se romperían. —Y se alejó meneando la — cabeza.
Al lado de Fortuona, Selucia movió los dedos: Cuidado. Se acerca Galgan.
Fortuona se preparó para lo que se avecinaba al ver acercarse a caballo al capitán general Galgan. Vestía armadura negra en lugar de un uniforme como el de Matrim, y sabía llevarla bien. Dominante, casi imponente, era su mayor rival y su mejor baza. Cualquier hombre en su posición sería un rival para ella, desde luego. Así eran las cosas; como debían ser.
Matrim jamás sería un rival. Todavía no sabía qué pensar de eso. Una parte de ella —pequeña, pero no carente de fuerza— pensaba que tendría que repudiarlo por esa misma razón. ¿No era el Príncipe de los Cuervos un medio de que la emperatriz comprobara si se mantenía fuerte al representar una constante amenaza para ella? Sa’rabat shaiqen nai batain pyast. Una mujer era más ingeniosa con un cuchillo al cuello. Un proverbio que decía Varuota, su tataratatarabuela.
Odiaría tener que librarse de Matrim. No podía hasta que estuviera embarazada de él, de todos modos. Sería no hacer caso de los augurios.
Qué hombre tan extraño era. Cada vez que pensaba que sabía lo que iba a hacer, resultaba que no era así.
—Altísima Señora —dijo Galgan—, estamos casi listos.
—El Príncipe de los Cuervos está descontento con los retrasos —contestó ella—. Teme que llegaremos demasiado tarde a la batalla.
—Si el Príncipe de los Cuervos tiene realmente ciertos conocimientos sobre ejércitos y batallas —empezó Galgan en un tono que indicaba que no creía posible tal cosa—, se dará cuenta de que mover un contingente de este tamaño requiere un gran esfuerzo.
Hasta la llegada de Matrim, Galgan había sido el miembro de la Sangre de más alto rango en esas tierras, aparte de la propia Fortuona. No le gustaría ser destituido de repente. Hasta entonces, Galgan había dirigido sus ejércitos, y la intención de Fortuona era que siguiera haciéndolo. Unas horas antes, ese mismo día, Galgan le había preguntado a Matrim cómo reuniría a sus tropas, y Matrim lo había interpretado como una invitación a que lo hiciera. El Príncipe de los Cuervos andaba a zancadas de aquí para allá dando órdenes, pero no temía el mando. No del todo; Galgan podría detenerlo con una palabra.
No lo hizo. Era obvio que deseaba ver cómo se le daba a Matrim dirigir. Galgan lo observaba con los ojos entrecerrados. No sabía bien cómo encajaba el Príncipe de los Cuervos en la estructura de mando. Fortuona todavía tenía pendiente tomar una decisión sobre eso.
Cerca, un golpe de viento levantó algo de polvo y dejó a la vista el pequeño cráneo de un roedor que asomaba en la tierra. Otro augurio. Últimamente su vida estaba saturada de ellos.
Aquél era un augurio de peligro, desde luego. Era como si paseara a través de una pradera de pastos altos y espesos y pasara entre lopar acechantes y agujeros excavados como trampas para los incautos. El Dragón Renacido se había arrodillado ante el Trono de Cristal, y el augurio de las flores de melocotonero —el augurio más poderoso de cuantos conocía— lo había acompañado.
Las tropas en marcha pasaron por delante, con los oficiales gritando órdenes y marcando el paso. Las llamadas de los raken parecían estar sincronizadas con el sonido de las pisadas. Eso era lo que dejaría por una guerra desconocida en tierras de las que apenas sabía nada. Sus dominios quedarían virtualmente indefensos, al mando de un extraño cuya lealtad era de nuevo cuño.
Un gran cambio. Sus decisiones podían acabar con su reinado y, por supuesto, con el propio imperio. Matrim no entendía eso.
«Llama a mi consorte», indicó dando golpecitos con los dedos en los reposabrazos del trono.
Selucia transmitió la orden a un mensajero. Poco después, Matrim se acercaba a lomos de su caballo. Había rechazado el regalo de uno nuevo, y con razón. Tenía mejor ojo para los caballos que la mujer que ostentaba el cargo de caballerizo mayor. De todos modos... Puntos. Qué nombre tan estúpido.