Hizo una pausa. Detrás del ejército, había gente en el adarve de las murallas de la ciudad de Cairhien: niños, mujeres y personas mayores que iban armados con cuchillos de cocina y ollas para arrojarlos desde allí si los trollocs destruían el ejército y atacaban la ciudad. Apenas había quedado tiempo para ponerse en contacto con ellos; una fuerza mínima de soldados guardaba la ciudad. Ahora, las figuras lejanas de los refugiados se acurrucaron, apiñadas entre sí, a medida que la oscuridad engullía el cielo.
Esas murallas ofrecían una seguridad engañosa; tenían poca importancia cuando el enemigo contaba con Señores del Espanto. Elayne debía derrotar rápidamente al ejército trolloc, no refugiarse y permitir que al enemigo le llegara el refuerzo de un contingente mayor desde el sur.
—¡Se supone que debo daros seguridad! —les gritó a los hombres—. ¡Pero no puedo! No os diré que el mundo sobrevivirá, que la Luz prevalecerá. Hacerlo eliminaría la responsabilidad.
»¡Afrontar esto es nuestro deber! Nuestra sangre, la que se derramará hoy. Hemos venido aquí a luchar. ¡Si no lo hacemos, entonces la tierra morirá! La Luz caerá ante la Sombra. Hoy no es un día de hacer promesas vanas. ¡Nuestra sangre! Nuestra sangre es el fuego que alienta dentro de nosotros. Hoy nuestra sangre debe llevarnos a derrotar a la Sombra.
Hizo que la yegua se girara. Los hombres habían apartado la vista de la oscuridad del cielo para mirarla a ella. Tejió una luz a gran altura por encima de su cabeza y atrajo su atención.
—¡Nuestra sangre es nuestra pasión! —gritó—. Gran parte de lo que he oído decir en mis ejércitos está relacionado con la resistencia. ¡No podemos limitarnos a resistir! Tenemos que demostrarles nuestra cólera, nuestra rabia, por todo lo que han hecho. No hemos de resistir. ¡Hoy tenemos que destruir!
»Nuestra sangre es nuestra tierra. ¡Este lugar es nuestro y así lo afirmamos! Por nuestros padres y por nuestros hijos.
»Nuestra sangre es nuestra vida. Hemos venido a darla. Por todo el mundo otros ejércitos están siendo obligados a replegarse. Nosotros no retrocederemos. Nuestro deber es derramar nuestra sangre, morir avanzando. ¡No nos quedaremos de brazos cruzados, no!
»¡Si queremos tener de nuevo la Luz, debemos hacerla nuestra! ¡Tenemos que reclamarla y expulsar a la Sombra! Lo que pretende el Oscuro es desmoralizaros para ganar esta batalla antes de que empiece. ¡Pues no le daremos esa satisfacción! Destruiremos sus ejércitos, primero el que tenemos delante, y a continuación el que vendrá por detrás. Y, desde allí, llevaremos nuestra sangre, nuestra vida, nuestro fuego, nuestra pasión, a los otros que combaten. ¡Desde allí irradiará y se extenderá la victoria y la Luz!
Para ser sincera, no sabía qué clase de respuesta esperaba de su discurso. Había leído todos los importantes, en particular los pronunciados por reinas de Andor. Siendo más joven, había imaginado a los soldados aplaudiendo y gritando; la respuesta a su actuación que recibía un juglar en una ruidosa taberna.
En cambio, los hombres alzaron las armas hacia ella. Desenvainaron espadas, levantaron picas y después empezaron a golpear el suelo con ellas. Los Aiel soltaron algunos «hurra», pero los andoreños la miraron con solemnidad. No les había inspirado ardor, sino determinación. Parecía una emoción más sincera. Hicieron caso omiso de la oscuridad del cielo y volvieron la mirada hacia su objetivo.
—Ha sido un discurso realmente bueno, Elayne —dijo Birgitte, que se había acercado a pie hasta ella—. ¿Cuándo lo has cambiado?
Elayne enrojeció al pensar en el discurso que había preparado con tanto esmero y que había aprendido de memoria repitiéndoselo media docena de veces a Birgitte. Había sido un trabajo sobre cosas hermosas, con referencias a lo que las reinas habían dicho durante siglos.
Había olvidado hasta la última palabra al llegar la oscuridad, y en cambio éste le había salido a borbotones.
—Vamos —dijo al tiempo que miraba hacia atrás. El ejército trolloc estaba llegando enfrente del suyo—. Tengo que moverme a mi posición.
—¿A tu posición? —repitió Birgitte—. Te refieres a que tienes que volver a la tienda de mando, supongo.
—No voy a ir allí —dijo Elayne, que hizo volver grupas a Sombra de Luna.
—¡Rayos y centellas, no harás eso! Yo...
—Birgitte —espetó Elayne—, soy yo quien tiene el mando y tú estás a mis órdenes. Obedecerás.
Birgitte retrocedió como si hubiese recibido una bofetada.
—Bashere está en la tienda de mando —dijo Elayne—. Soy una de las pocas encauzadoras con algo de fuerza que le quedan al ejército, y así me evisceren y me descuarticen si permito que me dejéis sentada y fuera de la batalla. Con mi habilidad puede que en esta batalla valga como un millar de soldados.
—Los bebés...
—Aunque Min no hubiera tenido esa visión, insistiría en combatir. ¿Crees que los niños de esos soldados no están en peligro? ¡Muchos de ellos se encuentran asomados a esas murallas! Si fracasamos aquí, serán masacrados. No, no voy a mantenerme fuera de peligro. Y no, no me quedaré atrás esperando sentada. ¡Si crees que tu deber como mi Guardiana es impedírmelo entonces romperé este jodido vínculo aquí y ahora y te mandaré a cualquier otro sitio! ¡No voy a pasarme la Última Batalla repantigada en un sillón bebiendo leche de cabra!
Birgitte se quedó callada y Elayne percibió su estupefacción a través del vínculo.
—Luz —consiguió por fin decir la mujer—. No voy a impedírtelo. Pero ¿aceptarás al menos mantenerte apartada durante las primeras andanadas de flechas? Puedes ser de más utilidad ayudando a las líneas cuando se debiliten.
Permitió que Birgitte y sus guardias la condujeran de vuelta a una ladera, cerca de los dragones de Aludra. Talmanes, Aludra y sus equipos esperaban con más ansiedad y entusiasmo que las tropas regulares. También estaban cansados, pero la verdad era que apenas habían participado durante las batallas del bosque y la retirada. Ese día era su oportunidad para destacar.
El plan de batalla de Bashere era tan complejo como cualquiera en los que Elayne había participado. El grueso del ejército se encontraba situado casi a una milla al norte de la ciudad, más allá de las ruinas de extramuros, fuera de las murallas. Las líneas del ejército se extendían al este del Alguenya, a lo ancho de una ladera que bajaba en pendiente hasta las llanuras a través de una calzada de acceso a las puertas de Jangai, todo el trecho hasta las ruinas de la casa capitular de los Iluminadores.
Filas de soldados de infantería —en su mayoría andoreños y cairhieninos, aunque también había ghealdanos y Capas Blancas— avanzaron formando un arco, como una media luna, a través del frente de las fuerzas de Elayne. Seis escuadrones de dragones rodaron cuesta arriba a la cima de la colina que había detrás de la infantería.
Los trollocs no llegarían a la ciudad sin derrotar a este ejército. Estean tenía la caballería de la Compañía situada en un flanco, en tanto que la Guardia Alada de Mayene cubría el otro. El resto de la caballería quedaba en reserva.
Elayne esperó con paciencia, observando los preparativos del ejército trolloc. Su mayor preocupación era que se limitaran a esperar allí la llegada de sus compañeros que llegaban del sur para atacar a Elayne al mismo tiempo. Menos mal que no ocurrió eso; al parecer tenían órdenes de tomar la ciudad y era lo que se proponían hacer.
Los informes de los exploradores de Bashere indicaban que el segundo ejército estaba a poco más que un día de marcha, y podría llegar al día siguiente por la mañana si marchaba deprisa. Elayne disponía hasta entonces para derrotar a esta fuerza del norte.
«Vamos —pensó Elayne—. Moveos.»
Por fin los trollocs empezaron a avanzar. Bashere y Elayne contaban con que usaran su táctica habituaclass="underline" el número abrumador y la fuerza bruta. Y, en efecto, los trollocs cargaron en masa. Su objetivo sería arrollar a los defensores destrozando sus líneas.