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Moghedien llevaba un vestido negro y dorado con un encaje en las mangas que evocaba vagamente una tela de araña. Sólo vagamente. Mejor no abusar del tópico.

Mientras se sentaba, intentó transmitir control y aplomo. Antes lo habría logrado con facilidad. Ahora, dominar ese estado de ánimo era como tratar de atrapar vilanos volanderos, con el resultado de verlos alejarse de su mano girando en el aire. Moghedien apretó los dientes, furiosa consigo misma. Era una Elegida. Había hecho llorar a reyes. Había hecho temblar a ejércitos. Su nombre había sido utilizado por las madres para asustar a sus hijos durante generaciones. Y ahora...

Se llevó la mano al cuello y tocó el colgante que llevaba puesto. Aún estaba a salvo. Sabía que lo estaba, pero tocarlo le proporcionaba tranquilidad.

—No te acostumbres demasiado a sentirte cómoda con eso —advirtió Moridin.

Un soplo de viento pasó junto a él y rizó la prístina superficie del océano. En ese viento Moghedien oyó débiles gritos.

—Aún no has sido perdonada del todo. Esto es un periodo de prueba. Puede que le entregue la trampa mental a Demandred cuando fracases la próxima vez.

—La tiraría a un lado, con hastío —respondió ella con un resoplido desdeñoso—. Demandred sólo ansía una cosa: enfrentarse a al’Thor. Todo lo que no lo conduzca hacia su meta carece de importancia para él.

—Lo subestimas —contestó Moridin con suavidad—. El Gran Señor se siente complacido con Demandred. Mucho. Tú, por el contrario...

Moghedien se hundió en la silla al revivir las torturas padecidas. Un dolor como pocos seres en este mundo habían conocido. Un dolor que sobrepasaba lo que un cuerpo sería capaz de soportar. Aferró la cour’souvra y abrazó el Saidar. Hacerlo le proporcionó cierto alivio.

Antes, encauzar en el mismo cuarto en el que estaba la cour’souvra había sido atroz. Ahora que era ella la que llevaba puesto el colgante en lugar de Moridin, ya no ocurría así. «No es un simple colgante —pensó mientras cerraba los dedos alrededor de la joya—. Es mi propia alma.» ¡Así la tragara la Sombra! Jamás había imaginado que ella, precisamente ella, se vería sometida a uno de esos artilugios. ¿Era o no era la araña, cauta en todo cuanto hacía?

Alzó la otra mano y la cerró sobre la que sujetaba el colgante. ¿Y si se caía? ¿Y si se lo apropiaba otro? No lo perdería. No podía perderlo.

«¿En esto me he convertido? —Se sintió asqueada—. Tengo que recuperarme. De algún modo.» Se obligó a soltar la trampa mental.

La Última Batalla ya estaba encima; los trollocs entraban en enormes hordas en países meridionales. Era una nueva Guerra de la Sombra, pero sólo ella y los otros Elegidos conocían los secretos más profundos del Poder Único. Los que se había visto forzada a entregar a esas horribles mujeres...

«No, no pienses en ello.» El dolor, el sufrimiento, el fracaso.

En esta guerra no se enfrentaban a Cien Compañeros ni a Aes Sedai con siglos de experiencia y práctica. Demostraría su valía, y los errores del pasado se olvidarían.

Moridin seguía contemplando con fijeza las llamas inverosímiles. Los únicos sonidos eran el crepitar del fuego y el burbujeo del agua que había junto a las llamas. Él acabaría explicando el propósito de haberla convocado, ¿verdad? Últimamente Moridin se comportaba de un modo cada vez más raro. Quizá la locura estaba apoderándose de su mente otra vez. Hubo un tiempo en que el hombre conocido como Moridin —o Ishamael, o Elan Morin Tedronai— se habría deleitado en poseer la cour’souvra de una de sus rivales. Habría ideado castigos, se habría emocionado con el dolor que le causaría.

Algo de eso había habido al principio; después... había perdido el interés. Pasaba más y más tiempo solo contemplando las llamas, cavilando. Los castigos que les había aplicado a Cyndane y a ella eran como si realizara una tarea rutinaria.

Le parecía más peligroso tal como era ahora.

Un acceso hendió el aire justo al lado de la plataforma.

—¿En serio tenemos que hacer esto un día sí y otro no, Moridin? —preguntó Demandred mientras lo cruzaba para entrar en el Mundo de los Sueños. Apuesto y alto, tenía el cabello negro azabache y la nariz prominente. Echó una ojeada a Moghedien y reparó en el colgante que llevaba al cuello antes de seguir hablando—. Tengo cosas importantes que hacer y me has interrumpido.

—Hay gente que debes conocer, Demandred —respondió Moridin sin alterar la voz—. A menos que el Gran Señor te haya nombrado Nae’blis sin informarme, harás lo que se te diga que hagas. Tus juguetes pueden esperar.

La expresión de Demandred se ensombreció, pero no protestó más. Dejó que el acceso se cerrara y luego se apartó a un lado y bajó la vista al mar. Frunció el entrecejo. ¿Qué había en el agua? Moghedien no había mirado y se llamó necia para sus adentros por no haberlo hecho. ¿Adónde había ido a parar su cautela?

Demandred se acercó a una de las sillas que había cerca de ella, pero no se sentó. Siguió de pie, contemplando a Moridin por detrás. ¿Qué había estado haciendo Demandred? Durante el periodo en el que Moridin la había tenido sujeta a la trampa mental, Moghedien había estado a sus órdenes, pero nunca había encontrado respuesta a la incógnita de Demandred.

La estremeció otro escalofrío al pensar en aquellos meses en manos de Moridin. «Me vengaré.»

—Has liberado a Moghedien —comentó Demandred—. ¿Y qué ha pasado con la tal... Cyndane?

—No es asunto tuyo —repuso Moridin.

A Moghedien no se le había pasado por alto que Moridin todavía llevaba colgada la trampa mental de Cyndane. Cyndane. Significaba «última oportunidad» en la Antigua Lengua, pero la verdadera naturaleza de la mujer era un secreto que Moghedien había descubierto. Moridin en persona había rescatado a Lanfear del Sindhol, liberándola de las criaturas que se regalaban los sentidos absorbiendo su capacidad para encauzar.

A fin de rescatarla y, por supuesto, para castigarla, Moridin la había matado. Eso había permitido al Gran Señor recuperar su alma y colocarla dentro de un cuerpo nuevo. Brutal, pero muy efectivo. Justo el tipo de solución que prefería el Gran Señor.

Moridin seguía absorto en las llamas y Demandred lo estaba en él, así que Moghedien aprovechó la ocasión para levantarse de la silla y acercarse al borde de la plataforma flotante de piedra. El agua estaba completamente clara y, a través de ella, distinguió personas con gran nitidez. Flotaban con las piernas encadenadas a algo que había en las profundidades y con los brazos atados a la espalda. Se mecían como algas.

Había millares y todos miraban hacia arriba, al cielo, con los ojos muy abiertos, aterrados. Estaban sujetos a un estado perpetuo de ahogamiento. Muertos no; no se les permitía morir, pero boqueaban de forma constante para coger aire y sólo encontraban agua. Mientras observaba, Moghedien vio algo oscuro que ascendía, tiraba de uno de ellos hacia abajo y lo arrastraba a las profundidades. La sangre emergió como un capullo rojo al florecer; la reacción de los otros fue debatirse con más desesperación.

Moghedien sonrió. Le sentaba bien ver que había otros, aparte de ella, que sufrían. Tal vez sólo fueran ficciones, pero cabía la posibilidad de que se tratara de gente que le había fallado al Gran Señor.

Se abrió otro acceso al borde de la plataforma y una mujer desconocida lo cruzó. Tenía unos rasgos tremendamente desagradables, con la nariz prominente pero al mismo tiempo bulbosa, y ojos pálidos con estrabismo. Llevaba un vestido que parecía de buena confección, de seda amarilla, pero lo único que lograba era resaltar su fealdad.

Moghedien esbozó una sonrisa despectiva y regresó a su silla. ¿Por qué admitía Moridin a una extraña en una de sus reuniones? Esa mujer encauzaba; debía de ser una de esas inútiles que se hacían llamar Aes Sedai en la era actual.