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El campamento se quedó silencioso de repente. A excepción de las piedras de Bayrd. A éste nunca le había gustado ser matarife, pero había encontrado un hogar en la guardia de su señor. Acuchillar vacas o acuchillar hombres era asombrosamente parecido. Lo incomodaba con qué facilidad había pasado de hacer lo primero a lo segundo.

Toc, toc, toc.

Eri dio media vuelta. Jarid dirigió una mirada desconfiada al guardia, como si estuviera a punto de ordenar un castigo más severo para él.

«Antes no era tan malo, ¿verdad? —pensó Bayrd—. Deseaba el trono para su esposa, pero ¿qué noble no lo haría?» No era fácil pasar por alto el nombre de una casa. La familia de Bayrd había servido con reverencia a la familia Sarand durante generaciones.

Eri se alejó del puesto de mando.

—¿Adónde crees que vas? —bramó Jarid.

Eri se llevó la mano al hombro y arrancó de un tirón la insignia de la guardia de la casa Sarand. Arrojándola a un lado, dejó atrás la luz de las antorchas y se adentró en la noche, hacia el viento del norte.

La mayoría de los hombres no se habían ido a dormir. Permanecían sentados alrededor de las lumbres, deseosos de estar cerca del calor y de la luz. Unos cuantos que tenían pucheros de barro cocían puñados de hierbas cortadas, hojas o tiras de cuero para tener algo que llevarse a la boca, lo que fuera.

Se pusieron de pie para seguir con la mirada a Eri.

—Desertor —escupió Jarid—. Después de todo lo que hemos pasado, ahora se marcha. Sólo porque las cosas se han puesto difíciles.

—Los hombres están hambrientos, Jarid —repitió Davies.

—Soy consciente de ello. Muchas gracias por recordarme los problemas cada dos por tres. —Jarid se enjugó la frente con la temblorosa mano— y después descargó un palmetazo en el mapa—. Tendremos que atacar una de las ciudades; se acabó huir de ella, ahora que sabe dónde nos encontramos. Puente Blanco. La tomaremos y nos reabasteceremos. Sus Aes Sedai deben de estar debilitadas tras el esfuerzo de la maniobra de esta noche. En caso contrario, habrían atacado.

Bayrd oteó la oscuridad con los ojos entrecerrados. Más hombres se estaban poniendo de pie y asían el bastón de combate o los garrotes. Algunos ni siquiera llevaban armas; recogían los petates y cargaban al hombro bultos de ropa. Después empezaron a salir en fila del campamento, en silencio, como si fueran fantasmas. Ni un tintineo de cotas o de hebillas de armaduras. No quedaba nada de metal. Había sucumbido como si lo hubieran despojado de su esencia, de su alma.

—Elayne no se atreve a lanzar un ataque en masa contra nosotros —manifestó Jarid, quizá para convencerse a sí mismo—. Debe de haber conflictos en Caemlyn. Por todos esos mercenarios que mencionabas en tu informe, Shiv. Tal vez haya incluso revueltas. Por supuesto, Elenia estará trabajando contra Elayne. Puente Blanco. Sí, atacar Puente Blanco será perfecto.

»Lo ocuparemos y dividiremos el reino en dos, ¿comprendéis? Allí reclutaremos tropas, presionaremos a los hombres de Andor occidental para que se unan a nuestra bandera. Iremos a... ¿Cómo se llama ese sitio? Dos Ríos. Allí deberíamos encontrar gente disponible. —Jarid resopló— con desdén—. He oído que no han visto a un señor hace décadas. Dadme cuatro meses y habré reunido un ejército digno de ser tenido en cuenta, lo suficiente para que no se atreva a atacarnos con sus brujas...

Bayrd alzó la piedra hacia la luz de las antorchas. El truco para crear una buena punta de lanza era trabajarla de fuera adentro. Había dibujado la forma adecuada en la pizarra con una tiza, y después había trabajado hacia el centro para terminar de darle forma. A partir de ahí, en lugar de golpear se pasaba a dar toquecitos para perfilar la punta sacando esquirlas más pequeñas.

Antes había acabado una de las caras; la otra estaba medio hecha. Casi podía oír a su abuelo susurrándole. Somos de piedra, Bayrd. Diga lo que diga tu padre, somos de piedra. En lo más hondo de nuestro ser, somos piedra.

Más soldados abandonaron el campamento. Lo extraño era que muy pocos hablaban. Por fin Jarid se dio cuenta, se puso de pie y asió una antorcha que sostuvo con el brazo en alto.

—¿Qué hacen? —preguntó—. ¿Ir a cazar? Hace semanas que no vemos animales en el campo. ¿Tal vez van a poner trampas?

Nadie contestó.

—A lo mejor han visto algo —murmuró Jarid—. O quizá creen haberlo visto. No permitiré más chismes sobre fantasmas y otras necedades; las brujas crean apariciones para ponernos nerviosos. Tiene que ser eso, sí...

Cerca se oyó un roce. Karam se estaba metiendo en su tienda caída, de donde sacó un bulto pequeño.

—¡Karam! —dijo Jarid.

El noble miró a lord Jarid; después bajó los ojos y empezó a atar en el cinturón una bolsa de dinero. Con la lazada a medias se detuvo y soltó una carcajada, tras lo cual vació la bolsa. Las monedas de oro que llevaba dentro se habían fundido en una única pieza, como orejas de cerdo conservadas en un tarro. Karam se guardó el amasijo. Metió la mano en la bolsita y sacó un anillo. La gema engarzada en él, roja como sangre, no había sufrido cambios.

—Es muy probable que no sirva ni para comprar una manzana hoy en día —rezongó.

—Exijo saber qué te propones hacer. ¿Eres el responsable de esto? —Jarid señaló con la mano a los soldados que se marchaban—. Así que— has organizado un motín, ¿verdad?

—No soy el responsable —repuso Karam con expresión avergonzada—. Y tampoco lo eres tú, a decir verdad. Lo... Lo siento.

Karam se alejó del círculo de luz dibujado por la antorcha. Bayrd se quedó atónito. Lord Karam y lord Jarid habían sido amigos desde la infancia.

A continuación fue lord Davies quien corrió en pos de Karam. ¿Acaso iría tras el noble más joven para traerlo de vuelta? Por el contrario, en lugar de ello se puso a caminar a su paso. Desaparecieron en la oscuridad.

—¡Ordenaré que se os persiga y se os arreste por esto! —les gritó Jarid con voz estridente. Estaba frenético—. ¡Seré rey consorte! ¡Nadie os dará cobijo ni socorro a vosotros ni a ningún miembro de vuestras casas durante diez generaciones!

Bayrd bajó la vista hacia la piedra que tenía en la mano. Sólo quedaba un paso: pulirla. El pulido era lo que hacía que una punta de lanza fuera peligrosa. Bayrd sacó la piedra de granito que había recogido para tal propósito y empezó a frotar con cuidado a lo largo del borde de la pizarra.

«Pues parece que recuerdo cómo hacer esto mejor de lo que esperaba», se dijo para sus adentros mientras lord Jarid continuaba con su diatriba.

Había algo poderoso en el hecho de fabricar una punta de lanza. El simple acto parecía repeler la tenebrosidad de la noche. Últimamente había habido una «sombra» sobre Bayrd y el resto del campamento, como si... Como si no fuera capaz de estar en la luz por mucho que lo intentara. Todas las mañanas se despertaba con la sensación de que alguien a quien amaba había muerto el día anterior.

Esa desesperanza podía hundir a cualquiera. Pero el mero acto de crear algo, cualquier cosa, era un modo de resistir. Un modo de desafiar a... A aquel a quien ninguno de ellos nombraba. El que todos sabían responsable de lo que estaba pasando, dijera lo que dijera lord Jarid.

Bayrd se puso de pie. Más tarde la puliría otro poco, pero desde luego la punta de lanza tenía un aspecto estupendo. Levantó el astil de madera —la moharra se había soltado cuando el mal atacó el campamento— y sujetó la nueva punta en su sitio, exactamente como su abuelo le había enseñado a hacer tantos años atrás.

Los otros guardias lo estaban observando.

—Vamos a necesitar más de ésas —dijo Morear—. Si te parece bien, claro.

Bayrd asintió con la cabeza.

—De camino —propuso luego—, cuando partamos, pararemos junto a la ladera donde encontré este trozo de pizarra.

Por fin Jarid dejó de barbotar y los miró con los ojos desorbitados a la luz de la antorcha.