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«Vale, sí —pensó mientras se sentaba—, es poderosa.» ¿Cómo se le había pasado por alto que existía una con ese talento entre las Aes Sedai? ¿Sus informadoras le habían señalado casi de inmediato a esa tiparraca ligera de cascos, la maldita Nynaeve, y sin embargo no se fijaban en semejante adefesio?

—¿Es ella a quien quieres presentarnos? —inquirió Demandred, con las comisuras de los labios inclinadas hacia abajo, con fastidio.

—No —contestó Moridin, como distraído—. Ya conocéis a Hessalam.

¿Hessalam? Significaba... «sin redención» en la Antigua Lengua. La mujer sostuvo la mirada de Moghedien con orgullo, y en su actitud había algo que resultaba familiar.

—Tengo cosas de las que ocuparme, Moridin —dijo la recién llegada—. Más vale que esto sea...

Moghedien dio un respingo. Esa voz...

—No me hables ese tono —la interrumpió Moridin sin volverse, sin alzar la voz—. No lo uses con ninguno de nosotros. En la actualidad, incluso Moghedien goza de más aprecio que tú.

—¿Graendal? —preguntó Moghedien, espantada.

—¡No pronuncies ese nombre! —espetó Moridin volviéndose hacia ella mientras el agua hirviente borboteaba con más fuerza—. Ha sido despojada de él.

Graendal —Hessalam— se sentó sin mirar de nuevo a Moghedien. Sí, la forma de comportarse de esa mujer resultaba inconfundible. Era ella.

Faltó poco para que Moghedien soltara una risita de regocijo. Graendal siempre se había valido de su aspecto para impresionar y conseguir lo que quería. Bueno, ahora también causaría impresión, pero de otra forma. ¡Perfecto! Esa mujer tenía que estar retorciéndose por dentro. ¿Qué había hecho para merecer semejante castigo? La reputación de Graendal —su autoridad, las leyendas que se contaban de ella— todo iba unido a su belleza. ¿Y ahora qué? ¿Tendría que empezar a buscar las personas más horrendas para tenerlas como sus juguetes, las únicas que podrían competir con su fealdad?

Esta vez Moghedien se echó a reír. Fue una risa queda, pero Graendal la oyó. La mujer le lanzó una mirada asesina que podría haber prendido fuego a todo el océano por sí misma.

Moghedien le devolvió una mirada sosegada, sintiéndose más segura de sí misma ahora. Resistió el impulso de acariciar la cour’souvra. «Lanza lo que quieras, Graendal —pensó—. Ahora estamos en las mismas condiciones. Veremos quién acaba primero esta carrera.»

Un soplo de viento más fuerte pasó y las aguas empezaron a rizarse alrededor ellos, aunque la plataforma en sí permanecía firme. Moridin dejó que se apagara su ira y, cerca, se mecieron olas. Moghedien distinguió cuerpos, poco más que sombras oscuras, dentro de esas olas. Algunos estaban muertos. Otros luchaban para llegar arriba, despojados de las cadenas; pero, a medida que se acercaban a la superficie y al aire, algo volvía a tirar de ellos hacia abajo.

—Ahora somos pocos —dijo Moridin—. Nosotros cuatro y quien ha recibido el mayor castigo somos los únicos que quedamos. Por definición, eso nos hace los más fuertes.

«Algunos de nosotros lo somos —pensó Moghedien—. A uno de nosotros lo mató al’Thor, Moridin, y necesitó la mano del Gran Señor para volver a la vida.» ¿Por qué no se había castigado nunca a Moridin por su fracaso? En fin, más valía no pararse a pensar en la equidad de las decisiones del Gran Señor.

—Aun así, somos muy pocos.

Moridin movió una mano, y un umbral de piedra apareció al borde de la plataforma. No era un acceso, sino una puerta. Se encontraban en un fragmento de sueños de Moridin; él lo controlaba. La puerta se abrió y un hombre la cruzó y salió a la plataforma.

De cabello oscuro, el hombre tenía rasgos saldaeninos: nariz ligeramente ganchuda y ojos rasgados. Era apuesto y alto, y Moghedien lo reconoció.

—¿El cabecilla de esos Aes Sedai novatos? Conozco a este hombre, Mazri...

—Ese nombre se ha descartado —la atajó Moridin—. Igual que cada uno de nosotros, al ser Elegidos, descartamos lo que éramos y el nombre por el que nos llamaban los hombres. A partir de este momento, él será conocido sólo como M’Hael. Uno de los Elegidos.

—¿Elegido? —Hessalam pareció atragantarse con la palabra—. ¿Este... pequeño? Él... —Enmudeció.

No les competía debatir si uno era Elegido o no. Entre ellos podían discutir, e incluso maquinar si lo hacían con precaución. Pero cuestionar al Gran Señor... Eso no estaba permitido. Nunca.

Hessalam no dijo nada más. Moridin no osaría llamar «Elegido» a ese hombre si el Gran Señor no lo hubiera decidido así. No había nada que discutir. Sin embargo, Moghedien se estremeció. Se decía que Taim... es decir, M’Hael, era fuerte, tal vez tanto como el resto de ellos, pero encumbrar a alguien de la era actual, con toda su ignorancia... Le daba mucha rabia pensar que al tal M’Hael se lo consideraría su igual.

—Advierto el desafío en vuestra mirada —dijo Moridin, que los observaba a los tres—, aunque sólo uno de vosotros ha sido tan necio para empezar a expresarlo en voz alta. M’Hael se ha ganado su recompensa. Demasiados de los nuestros se lanzaron a contiendas con al’Thor cuando se lo suponía débil. En cambio, M’Hael se ganó la confianza de Lews Therin y después se encargó del entrenamiento de sus armas. Él es el artífice de una nueva generación de Señores del Espanto para la causa de la Sombra. ¿Qué resultados podéis mostrar los tres del trabajo que habéis realizado desde que fuisteis liberados?

—Sabrás de los frutos que he cosechado, Moridin —repuso Demandred en voz baja—. Los contemplarás en fanegas y manadas. Tú recuerda mi petición: me enfrentaré a al’Thor en el campo de batalla. Su sangre me pertenece, es mía y de nadie más.

Les sostuvo la mirada de uno en uno hasta llegar a M’Hael. Parecía que había familiaridad entre ellos. No era la primera vez que se encontraban.

«Habrá competencia entre ése y tú, Demandred —pensó Moghedien—. Quiere a al’Thor casi tanto como tú.»

Últimamente Demandred había cambiado. Antes, siempre y cuando muriera, le habría traído sin cuidado quién mataba a Lews Therin. ¿Por qué motivo insistía en ser el brazo ejecutor?

—Moghedien —dijo Moridin—, Demandred tiene planes para la guerra inminente. Tú vas a ayudarlo.

—¿Ayudarlo? Yo...

—¿Tan pronto se te olvidan las cosas, Moghedien? —La voz de Moridin no podía ser más suave—. Harás lo que se te ordene. Demandred quiere que estés pendiente de uno de los ejércitos que ahora carece de la adecuada supervisión. Pronuncia una sola palabra de protesta y te encontrarás con que el dolor que has soportado hasta ahora no es más que una sombra del verdadero sufrimiento.

Moghedien se llevó la mano a la cour’souvra que llevaba colgada al cuello. Al mirar los ojos del hombre notó que toda sensación de autoridad se evaporaba.

«Te odio —pensó—. Te odio más por hacerme esto delante de los otros.»

—Tenemos encima los días finales —habló Moridin mientras se volvía hacia ellos—. En estas horas os haréis merecedores de vuestras últimas recompensas. Si tenéis rencores, dejadlos atrás. Si tenéis conspiraciones, llevadlas a cabo. Haced vuestras últimas jugadas, porque esto... Esto es el fin.

Talmanes yacía boca arriba y contemplaba el oscuro cielo. Allá en lo alto, las nubes parecían reflejar luz de abajo, la de una ciudad moribunda. Eso no era normal. La luz siempre llegaba de arriba, ¿verdad?

Se había caído del caballo a poco de ponerse en marcha hacia la puerta de la ciudad. Eso lo recordaba; casi siempre. Costaba mucho pensar con el dolor. Oyó personas que se gritaban entre sí.

«Debería... Debería haberme burlado más de Mat —pensó, y un atisbo de sonrisa se insinuó en sus labios—. Qué momento más absurdo para pensar cosas así. Tengo que... Tengo que encontrar los dragones. ¿O ya los hemos encontrado?»