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—¡Os estoy diciendo que las puñeteras cosas no funcionan así! —Era la voz de Dennel—. No son puñeteras Aes Sedai sobre ruedas. No podemos crear un muro de fuego. Podemos lanzar rodando estas bolas de metal entre los trollocs, pero...

—Explotan. —La voz de Guybon—. Podemos usar las que sobran como digo yo.

Los ojos de Talmanes se cerraron.

—Las bolas explotan, sí —dijo Dennel—. Pero antes tenemos que dispararlas. No serviría de mucho ponerlas en hilera y dejar que los trollocs tropiecen con ellas.

Una mano sacudió a Talmanes por el hombro.

—Lord Talmanes —dijo Melten—, no es deshonroso ponerle fin ahora. Sé que el dolor es muy fuerte. Que el último abrazo de la madre os acoja en su seno.

Una espada empezó a deslizarse en su vaina. Talmanes se armó de valor.

Entonces descubrió que realmente, verdaderamente, no quería morir.

Se obligó a abrir los ojos y alzó una mano para detener a Melten, que se erguía sobre él. Jesamyn rondaba cerca, cruzada de brazos y con aire preocupado.

—Ayúdame a incorporarme —dijo Talmanes.

Melten vaciló, pero enseguida hizo lo que le había pedido.

—No deberíais estar de pie —intervino Jesamyn.

—Es mejor que acabar decapitado con honor —rezongó Talmanes, que apretó los dientes por el dolor. Luz, ¿era ésa su mano? Estaba tan oscura que parecía que se hubiera calcinado con el fuego—. ¿Qué... qué está pasando?

—Nos han acorralado, milord —informó Melten, sombrío y con mirada solemne. Ya los daba a todos por muertos—. Dennel y Guybon discuten sobre el emplazamiento de los dragones para plantar cara por última vez. Aludra está calibrando las cargas.

Talmanes, finalmente de pie, se apoyó en Melten. Delante de él, dos mil almas se amontonaban en una gran plaza. Se apretaban unos contra otros como hombres en territorio agreste que buscan calor en una fría noche. Dennel y Guybon habían instalado los dragones en un semicírculo combado hacia afuera que apuntaba hacia el centro de la ciudad, con los refugiados detrás. La Compañía estaba asignada ahora a manejar los dragones; se necesitaban tres pares de manos para hacer funcionar cada uno de ellos. Casi todos los soldados de la Compañía habían recibido algo de entrenamiento en su manejo.

Los edificios cercanos se habían prendido fuego, pero la luz hacía cosas raras. ¿Por qué no llegaba a las calles? Estaban demasiado oscuras. Como si se hubieran pintado. Como...

Parpadeó para quitar las lágrimas de los ojos causadas por el dolor, y entonces lo comprendió. Los trollocs llenaban las calles como tinta que fluyera hacia el semicírculo de dragones que los apuntaba.

De momento, algo contenía a las bestias. «Esperan estar reunidos todos para cargar», pensó Talmanes.

Gritos y gruñidos llegaron de atrás. Talmanes giró sobre sí mismo y tuvo que asirse al brazo de Melten cuando el mundo pareció dar un bandazo. Esperó a que la sensación pasara. El dolor... De hecho, el dolor se estaba mitigando. Como llamas que se quedaran sin carbón nuevo. Se habían dado un banquete con él, pero ya no quedaba mucho de lo que alimentarse.

A medida que las cosas dejaban de moverse, Talmanes vio qué era lo que emitía los gruñidos. La plaza en la que se hallaban lindaba con la muralla de la ciudad, pero los vecinos y los soldados habían mantenido la distancia con la muralla porque el adarve estaba recubierto de trollocs, como con una gruesa capa de mugre. Los seres enarbolaban armas y las agitaban en el aire y rugían a la gente allá abajo.

—Arrojan lanzas a todo el que se acerca demasiado —explicó Melten—. Habíamos esperado alcanzar la muralla y seguir a lo largo de ella hasta la puerta, pero no es posible; no con esas bestias ahí arriba arrojando una lluvia de muerte sobre nosotros. Todas las rutas están cortadas.

Aludra se acercó a Guybon y a Dennel.

—Puedo poner cargas debajo de los dragones —les dijo; en voz baja, pero no tanto como debería haber sido—. Esas cargas los destruirán, pero pueden herir a la gente de un modo muy desagradable.

—Hazlo —contestó el capitán andoreño casi en un susurro—. Lo que perpetrarán los trollocs será mucho peor, y no podemos permitir que los dragones caigan en manos de la Sombra. Por eso están esperando. Sus cabecillas confían en que una carga repentina les dé tiempo para superarnos y apoderarse de las armas.

—¡Se mueven! —gritó un soldado situado junto a los dragones—. ¡Luz, ya vienen!

La oscura mugre de Engendros de la Sombra bulló en las calles. Dientes, uñas, garras, ojos demasiado humanos. Los trollocs avanzaban por todos los lados, ansiosos de matanza. Talmanes se esforzó por inhalar aire.

En las murallas, los gritos sonaron excitados.

«Estamos rodeados —pensó el noble—. Acorralados contra la muralla, atrapados en una red. Nos...»

Acorralados contra la muralla.

—¡Dennel! —gritó Talmanes para hacerse oír por encima del estruendo.

El capitán de dragones se volvió en la línea, donde esperaban hombres con yesca prendida para lanzar la andanada que tenían.

Talmanes respiró hondo de modo que los pulmones le ardieron.

—Me dijiste que podías derrumbar un baluarte enemigo con sólo unos pocos disparos.

—¡Por supuesto! —gritó Dennel en respuesta—. Pero no intentamos entrar... —Dejó la frase en el aire, sin acabar.

«Luz —pensó Talmanes—. Estamos tan exhaustos... Tendríamos que habernos dado cuenta de esto.»

—¡Vosotros, los del centro, la escuadra de Ryden, girad los dragones ciento ochenta grados! —gritó Talmanes—. ¡Los demás, quedaos en la misma posición y disparad a los trollocs que atacan! ¡Moveos, moveos, moveos!

Los dragoneros reaccionaron al instante, Ryden y sus hombres giraron con frenesí las armas mientras las ruedas chirriaban. Los otros dragones empezaron a disparar con una pauta de tiro que alcanzó todas las calles que daban a la plaza. Los estampidos eran ensordecedores y los refugiados gritaron y se taparon los oídos. Sonaba como el fin del mundo. Cientos, miles de trollocs cayeron en charcos de sangre a medida que los huevos explotaban en medio de la horda. La plaza se llenó de humo blanco que salía de las bocas de los dragones.

Los refugiados, ya aterrorizados por lo que acababan de presenciar, chillaron cuando los dragones de Ryden se volvieron hacia ellos y la mayoría se tiró al suelo por el miedo, dejando despejado el camino. Un camino que dejaba expuesta la muralla infectada de trollocs. La línea de dragones de Ryden se curvó hacia adentro como una taza, en formación inversa a la de los que disparaban a los trollocs que había detrás, de modo que los tubos apuntaban al mismo sector de la muralla.

—¡Dadme una de esas malditas yescas! —bramó Talmanes, que alargó la mano.

Uno de los dragoneros obedeció y le pasó un tizón con la punta roja brillante. Se apartó de Melten, decidido a sostenerse por sí solo de momento.

Guybon se acercó. La voz del hombre sonaba débil en los oídos ensordecidos de Talmanes.

—Esas murallas se han alzado durante cientos de años. Mi pobre ciudad. Mi pobre, pobre ciudad.

—Ya no es vuestra ciudad —repuso Talmanes, que levantó el ardiente tizón en el aire, bien alto, desafiante frente a un muro rebosante de trollocs y una ciudad en llamas a su espalda—. Es suya.

Talmanes bajó con fuerza el tizón y dejó en el aire un rastro rojo. Su señal fue la chispa que encendió un rugido de fuego draconiano que retumbó por toda la plaza.

Los trollocs —o sus trozos, al menos— saltaron por el aire. La muralla explotó bajo ellos como un montón de piezas de un juego de construcciones que unos niños hubieran derribado de una patada al pasar corriendo. Talmanes se tambaleó; la vista se le oscurecía y atisbó el derrumbe de la muralla hacia afuera. Cuando se desplomó, inconsciente, el suelo pareció temblar por la fuerza de su caída.

1

Hacia el este sopló el viento

La Rueda del Tiempo gira, y las eras llegan y pasan y dejan tras de sí recuerdos que se convierten en leyenda. La leyenda se difumina, deviene en mito, e incluso el mito se ha olvidado mucho antes de que la era que lo vio nacer retorne de nuevo. En una era llamada la tercera por algunos, una era que ha de venir, una era transcurrida hace mucho, comenzó a soplar un viento en las Montañas de la Niebla. El viento no fue un inicio, pues no existen ni comienzos ni finales en el eterno girar de la Rueda del Tiempo. Pero aquél fue un principio.