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Descendiendo de los altísimos picos y discurriendo sobre colinas desoladas, el viento sopló hacia el este y pasó por un lugar llamado Bosque del Oeste, un paraje en el que antaño prosperaban pinos y cedros. Allí, el viento encontró poco más que una densa maleza enmarañada y alguno que otro roble imponente. Los árboles tenían un aspecto enfermizo, con la corteza cayéndose a trozos y las ramas agostadas. En otro sitio, el suelo estaba cubierto con una alfombra marrón creada por las agujas de pino caídas. En ninguna de las esqueléticas ramas del Bosque del Oeste brotaban yemas.

El viento sopló hacia el norte y al este a través de maleza que chascaba y crujía con sus sacudidas. Era de noche, y unos zorros escuálidos recorrían el terreno reseco en una búsqueda infructuosa de presas o carroña. No sonaba el canto de las aves migratorias y —lo más relevante— no se oía el aullido de los lobos en toda la zona.

El viento dejó atrás el bosque y pasó por Embarcadero de Taren. O lo que quedaba de él. Había sido un pueblo bonito, conforme a las pautas de la región. Edificios oscuros que se alzaban sobre cimientos de piedra rojiza, una calle adoquinada construida en la entrada de la comarca llamada Dos Ríos.

Hacía mucho que no salía humo de los edificios incendiados, y en la villa quedaba poco que pudiera reconstruirse. Perros asilvestrados de ojos hambrientos que buscaban carne entre los escombros levantaron la vista cuando el viento pasó por encima de ellos.

El viento cruzó el río hacia el este. Allí, grupos de refugiados equipados con antorchas caminaban a lo largo de la calzada de Baerlon a Puente Blanco a pesar de lo avanzado de la hora. Ofrecían un aspecto lamentable con las cabezas agachadas y los hombros hundidos. Algunos tenían la tez cobriza de los domani; sus ropas raídas revelaban las penalidades sufridas a consecuencia de cruzar las montañas con escasas vituallas para el camino. Otros llegaban de lugares más lejanos. Taraboneses de mirada acosada por encima de los velos sucios. Granjeros con sus esposas, procedentes del norte de Ghealdan. Todos habían oído rumores de que en Andor había comida. Que en Andor había esperanza.

Hasta el momento no habían encontrado ninguna de las dos cosas.

El viento sopló hacia el este a lo largo del río que serpenteaba entre granjas sin cosechas. Entre praderas sin pasto. Entre huertas sin fruta en los árboles.

Pueblos abandonados. Árboles que parecían huesos limpios de carne, con cuervos apiñados en las ramas. Conejos muertos de hambre —y a veces otros animales de caza mayor— escarbaban en la tierra para mordisquear la hierba seca. Y, por encima de todo, las omnipresentes nubes que oprimían la tierra. A veces, aquel manto nuboso hacía difícil saber si era de día o de noche.

Conforme se aproximaba a la gran urbe de Caemlyn, el viento viró hacia el norte, lejos de la ciudad en llamas —anaranjada, roja y violeta— que vomitaba humo negro hacia las ávidas nubes en lo alto. La guerra había llegado a Andor en medio de la quietud de la noche. Los refugiados que iban llegando no tardaban en descubrir que habían marchado hacia el peligro. No era de extrañar. El peligro se encontraba en todas direcciones. El único modo de evitar ir hacia él habría sido quedarse quieto.

En su camino hacia el norte, el viento dejó atrás gente sentada junto a las calzadas —tanto viajeros solitarios como pequeños grupos— con una expresión desesperanzada en los ojos. Algunos se tumbaban, hambrientos, y alzaban la vista hacia aquellas nubes que rebullían y retumbaban. Otros seguían adelante; hacia qué, era algo que ignoraban. A la Última Batalla, al norte, significara lo que significara eso. La Última Batalla no era esperanza. La Última Batalla era muerte. Pero al menos era un sitio en el que estar, un lugar al que ir.

Con la penumbra de la caída de la tarde, muy lejos ya de Caemlyn, el viento llegó a una vasta concentración de personas acampadas en el norte. Ese amplio espacio abierto rompía la uniformidad del paisaje salpicado de bosques, pero estaba abarrotado de tiendas, como un tronco podrido cubierto de moho. Decenas de miles de soldados, que consumían con rapidez la madera de los alrededores, aguardaban junto a fogatas de campamento.

El viento sopló entre ellos y a su paso agitó el humo de las lumbres en los rostros de los soldados. Las gentes allí concentradas no transmitían la misma sensación de desesperanza que los refugiados, pero sí denotaban aprensión. Veían la tierra enferma. Sentían las nubes suspendidas en lo alto. Lo sabían.

Sabían que el mundo se estaba muriendo. Los soldados miraban las llamas fijamente y observaban cómo se consumía la madera. Lo que antes había estado vivo ahora se deshacía en polvo, ascua a ascua.

Una compañía de hombres inspeccionaba piezas de armadura que habían empezado a oxidarse a despecho de estar bien engrasadas. Un grupo de Aiel vestidos de blanco —antiguos guerreros que se negaban a empuñar de nuevo las armas a pesar de haber cumplido su toh de servidumbre— llenaban recipientes con agua. Un corro de criados asustados, convencidos de que el nuevo día traería la guerra entre la Torre Blanca y el Dragón Renacido, organizaba depósitos de provisiones dentro de las tiendas sacudidas por el viento.

Hombres y mujeres susurraban la verdad en la noche: «Ha llegado el fin. Ha llegado el fin. Todo acabará. Ha llegado el fin».

Una risa rasgó el aire.

De una tienda grande, situada en el centro del campamento, se derramaba una cálida luz por el borde del faldón de la entrada y por debajo de los laterales.

Dentro, Rand al’Thor, el Dragón Renacido, reía con la cabeza echada hacia atrás.

—Y entonces ¿qué hizo ella? —preguntó cuando se apagó su risa.

Se sirvió una copa de vino tinto y llenó otra para Perrin, al que la pregunta había hecho enrojecer. «Se ha endurecido —reflexionó Rand para sus adentros—. Pero, de algún modo, no ha perdido esa inocencia suya. No del todo.» Lo cual le parecía maravilloso. Un milagro, como descubrir una perla dentro de una trucha. Perrin era fuerte, pero esa fuerza no lo había quebrantado.

—Bueno, ya conoces a Marin —contestó su amigo—. No sé cómo lo hace, pero se las arregla para mirar incluso a Cenn como si éste fuera una criatura necesitada de cuidados maternales. ¡Mira que encontrarnos tirados en el suelo a Faile y a mí, como dos jovenzuelos estúpidos...! En fin, creo que no sabía bien si reírse de nosotros o mandarnos a la cocina a fregar platos. Separados, claro, para que no nos metiéramos en más líos.

Rand sonrió e intentó imaginarse la escena. Perrin —el fornido y corpulento Perrin—, tan débil que apenas era capaz de caminar. La imagen resultaba incongruente. Rand habría querido pensar que su amigo exageraba, pero Perrin no tenía de mentiroso ni un pelo. Qué extraño que un hombre pudiera cambiar tanto sin que su esencia cambiara lo más mínimo.

—En fin —continuó Perrin tras beber un poco de vino—, Faile me ayudó a levantarme del suelo y me montó en mi caballo, tras lo cual ambos avanzamos pavoneándonos con aire importante. Yo no hice gran cosa, Rand. La lucha la llevaron a cabo los demás. A mí me habría resultado difícil llevarme una copa a los labios. —Calló y los ojos dorados adquirieron una expresión ausente—. Tendrías que sentirte orgulloso de ellos, Rand. Si Dannil no hubiese estado allí, o no hubiera estado tu padre o el padre de Mat, sin todos ellos, yo no habría logrado ni la mitad de lo que se consiguió. Ni una décima parte.

—Lo creo.

Rand contempló su copa de vino. A Lews Therin le había gustado mucho el vino. Una parte de Rand, esa parte distante, la de los recuerdos del hombre que había sido en otro tiempo, se sintió disgustada por la mala cosecha. Pocas uvas del mundo actual podían igualar los caldos favoritos de la Era de Leyenda. Al menos, no los que él había probado.