Dio un pequeño sorbo y después dejó la copa a un lado. Min aún dormía en otra parte de la tienda que quedaba separada por una cortina. Los sucesos ocurridos en los sueños lo habían despertado, y Rand se había alegrado de que Perrin fuera a visitarlo y así no pensar en lo que había visto.
«Mierin»... No. No permitiría que esa mujer lo distrajera. Probablemente lo que había visto tenía ese propósito.
—Ven, acompáñame —le propuso a Perrin—. Tengo que comprobar algunas cosas para mañana.
Salieron a la noche. Varias Doncellas echaron a andar ajustando su paso al de ellos. Rand se encaminó hacia Sebban Balwer, que ahora estaba a su disposición porque Perrin había accedido a que el hombrecillo le prestara sus servicios de forma temporal. Lo cual le parecía bien a Balwer, que tendía a acercarse hacia quienes ostentaban más poder.
—Rand, ya te había contado todo esto con anterioridad. Me refiero al asedio de Dos Ríos y el combate... ¿Por qué has vuelto a preguntarme eso otra vez? —inquirió Perrin.
—Antes te había preguntado por lo ocurrido, Perrin. Me interesé por lo que había acontecido, pero no por la gente que tuvo que vivirlo. —Miró a Perrin y creó un globo de luz para ver mientras caminaban en la noche—. He de acordarme de las personas. No hacerlo es un error que he cometido a menudo en el pasado.
El aire arremolinado llevaba el olor de las lumbres encendidas en el cercano campamento de Perrin, así como el sonido de las forjas donde los herreros trabajaban en las armas. Rand estaba enterado de la noticia: el redescubrimiento del proceso para crear armas forjadas con el Poder. Los hombres de Perrin trabajaban muchas más horas de lo normal agotando hasta la extenuación a sus dos Asha’man a fin de fabricar todas las que fuera posible.
Rand le había dejado todos los Asha’man de los que podía prescindir, aunque sólo fuera porque —tan pronto como se habían enterado— se le habían presentado docenas de Doncellas para exigir puntas de lanza forjadas con el Poder.
«Es simple lógica, Rand al’Thor —le había explicado Beralna—. Sus herreros tardan lo mismo en hacer cuatro puntas de lanza que en hacer una espada.» Y había torcido el gesto al pronunciar la palabra «espada», como si le supiera a agua de mar.
Él nunca había probado el agua de mar, pero Lews Therin sí. En otro tiempo, saber cosas como ésa lo había hecho sentirse muy incómodo. Ahora había aprendido a aceptar esa parte de él.
—¿Puedes creer lo que nos ha ocurrido? —preguntó Perrin—. Luz, a veces me pregunto cuándo va a presentarse el hombre al que pertenecen todas estas ropas tan elegantes para pillarme por sorpresa y empezar a gritarme, tras lo cual me mandará a limpiar los establos por tener muchas ínfulas.
—La Rueda gira según sus designios, Perrin. Nos hemos convertido en aquello en que debíamos convertirnos.
Perrin asintió con la cabeza mientras avanzaban por el camino flanqueado por tiendas y alumbrado por el brillo del globo de luz que flotaba por encima de la mano de Rand.
—¿Qué... se siente? —preguntó Perrin—. Me refiero a esos recuerdos que has adquirido.
—¿Alguna vez has tenido un sueño que recordaras con claridad meridiana al despertarte? No uno que se desvaneciera enseguida, sino que se mantuviera en tu mente a lo largo de todo el día.
—Sí —contestó Perrin con un extraño tono reservado—. Sí, puedo decir que lo he tenido.
—Pues así es —repuso Rand—. Recuerdo ser Lews Therin, recuerdo haber hecho lo que él hizo, como alguien que recuerda lo acaecido en un sueño. Era yo quien llevaba a cabo esas cosas, pero no por ello tienen por qué gustarme, ni pensar que repetiría esos actos si mi mente estuviera despierta. Lo cual no cambia el hecho de que, en el sueño, parecían ser correctos.
Perrin asintió con la cabeza.
—Soy yo y soy él —añadió Rand—. Pero al mismo tiempo, no lo soy.
—Bueno, aún te veo como el de siempre —comentó Perrin, aunque Rand captó una ligera vacilación en la palabra «veo». ¿Había estado Perrin a punto de decir «huelo»?—. No has cambiado tanto.
Rand no creía ser capaz de explicárselo a Perrin sin parecer un demente. La persona en la que se convertía cuando asumía la responsabilidad inherente al Dragón Renacido... No era un simple acto, no era una simple máscara.
Era quien era. No había cambiado, no se había transformado. Simplemente lo había aceptado.
Lo cual no significaba que conociera todas las respuestas. A despecho de los cuatrocientos años de recuerdos alojados en su cerebro, todavía le preocupaba lo que tenía que hacer. Lews Therin no había sabido cómo sellar la Perforación. El intento de hacerlo había conducido al desastre. La infección, el Desmembramiento, todo a causa de una prisión imperfecta con sellos que ahora estaban quebradizos y se desmenuzaban.
Una respuesta seguía llegándole. Una respuesta peligrosa. Una que Lews Therin ni siquiera había contemplado.
¿Y si la respuesta no era confinar otra vez al Oscuro? ¿Y si la respuesta, la respuesta definitiva, era otra cosa? Algo más permanente.
«Sí —pensó Rand para sus adentros por enésima vez—. Pero ¿es posible?»
Con las Doncellas desplegándose en abanico delante de ellos, llegaron a la tienda en la que trabajaban los escribientes de Rand, y Perrin y él entraron.
—Milord Dragón —saludó Balwer, que hizo una rígida reverencia desde donde se encontraba junto a una mesa llena de mapas y montones de papeles.
El reseco hombrecillo colocó los documentos con nerviosismo; llevaba una chaqueta marrón, muy grande para él, y un codo nudoso se asomaba por un agujero en la manga.
—Informa —ordenó Rand.
—Roedran vendrá —empezó Balwer con su voz fina y precisa—. La reina de Andor lo ha mandado llamar, prometiéndole accesos creados por esas Allegadas que tiene a su cargo. Nuestro espía en la corte de Roedran dice que el rey está furioso por necesitar la ayuda de la reina para poder asistir, pero insiste en que ha de acudir a esta reunión... aunque sólo sea para que no parezca que lo dan de lado.
—Excelente. ¿Elayne no sabe lo de tus espías? —preguntó Rand.
—¡Milord! —exclamó Balwer, indignado en apariencia.
—¿Ya has determinado quién entre nuestros escribientes espía para ella?
—Nadie está... —empezó a barbotar el hombrecillo.
—Ha de tener a alguien, Balwer —lo interrumpió Rand, sonriente—. Después de todo, fue ella la que me enseñó cómo hacer estas cosas. Da igual. Pasado mañana mis intenciones se pondrán de manifiesto para todos. No habrá necesidad de andar con secretos.
«Ninguno, salvo los que guardo en lo más profundo de mi corazón.»
—Supongo que eso significa que todo el mundo estará aquí para la reunión, ¿verdad? —preguntó Perrin—. Me refiero a todos los dirigentes importantes, como los de Tear e Illian.
—La Amyrlin los persuadió para que vinieran —intervino Balwer—. Guardo copias aquí de los intercambios que ha habido entre ellos si desean verlos, milores.
—Sí, los quiero —contestó Rand—. Envíalos a mi tienda. Les echaré un vistazo esta noche.
El temblor de tierra ocurrió de repente. Los escribientes sujetaron los montones de papeles al tiempo que gritaban y los muebles caían al suelo a su alrededor. Fuera, los gritos de los hombres apenas se oían con el ruido de árboles rompiéndose y el estruendoso repiqueteo del metal. La tierra gimió y sonó un retumbo lejano.
Rand sentía como si estuviera sufriendo un espasmo muscular.
A lo lejos, los truenos sacudieron el cielo como una promesa de algo por venir. Los temblores amainaron. Los escribientes siguieron sujetando los montones de papeles, como si temieran que se cayeran si los soltaban.
«Ya está aquí —pensó Rand—. No estoy preparado. No lo estamos. Pero de todos modos ya está aquí.»