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Galad gateó hacia él e intentó levantarlo de nuevo, pero Gawyn le asió el brazo y lo miró a los ojos.

—La he amado, Galad. Díselo.

—Si estás vinculado, entonces ella lo sabe.

—Esto le hará daño —susurró Gawyn, pálidos los labios—. Y al final fracasé. No lo maté.

—¿A quién?

—A Demandred —musitó Gawyn—. Intenté matarlo, pero no era lo bastante bueno. Nunca he sido... lo bastante... bueno...

Galad sintió que lo invadía un frío intenso. Había visto morir hombres, había perdido amigos. Pero esto dolía más. Luz, cómo dolía. Había amado a su hermano, profundamente... Y Gawyn, a diferencia de Elayne, le había correspondido.

—Te llevaré a un lugar seguro, Gawyn —dijo mientras lo levantaba, conmocionado al notar lágrimas en los ojos—. No me quedaré sin un hermano.

—Y no te quedarás sin uno. —Gawyn tosió—. Tienes otro hermano, Galad. Uno al que no conoces. Un hijo de... Tigraine..., que fue al Yermo... Hijo de una Doncella. Nacido en el Monte del Dragón...

«Oh, Luz.»

—No lo odies, Galad —susurró Gawyn—. Yo lo odié siempre, pero luego no. Luego... no...

La vida abandonó los ojos de Gawyn.

Galad le buscó el pulso y después se sentó sin dejar de mirar a su hermano muerto. Del vendaje que Gawyn se había puesto en el costado se filtraba la sangre que caía al suelo seco, y el suelo la absorbía con ansia.

Golever se acercó a él ayudando a Alhanra, cuya cara ennegrecida y la ropa quemada olía a humo de la descarga de rayo.

—Lleva a los heridos a lugar seguro, Golever —le indicó Galad, que se puso de pie. Alzó la mano y tocó el medallón que llevaba al cuello—. Recoge a todos los hombres y marchaos.

—¿Y tú? —preguntó Golever.

—Yo haré lo que ha de hacerse —contestó Galad, frío por dentro. Frío como acero en invierno—. Llevaré la Luz a la Sombra. Llevaré la justicia al Renegado.

El soplo de vida que le quedaba a Gawyn desapareció.

Egwene se frenó en seco en el campo de batalla. Algo se rompió dentro de ella. Era como si un cuchillo la desgarrara y le arrancara la parte de Gawyn que llevaba dentro, dejando sólo vacío.

Gritó y cayó de rodillas. No. No podía ser. ¡Podía sentirlo, justo un poco más adelante! Había corrido hacia él. Podía... Podía...

Ya no estaba.

Egwene aulló y se abrió al Poder Único absorbiendo todo lo que era capaz de absorber. Lo soltó como un muro de llamas hacia los sharaníes que había todo en derredor ahora. Antes defendían los Altos, con las Aes Sedai debajo, pero ahora todo era un caos.

Los atacó con el Poder, aferrada al sa’angreal de Vora. ¡Los destruiría! ¡Luz! Dolía. Cómo dolía.

—¡Madre! —gritó Silviana, que la asió por el brazo—. ¡Habéis perdido el control, madre! Mataréis a los nuestros. ¡Por favor!

Egwene respiraba entre jadeos. Cerca, un grupo de Capas Blancas pasó tambaleándose, llevando heridos declive abajo.

¡Tan cerca! Oh, Luz. ¡Había muerto!

—¡Madre! —dijo Silviana.

Egwene apenas la oyó. Se tocó la cara y encontró lágrimas. Antes había sido audaz. Había afirmado que podría seguir luchando a pesar de la pérdida. Qué ingenua. Dejó que el fuego del Saidar muriera dentro de ella. Con el Saidar ausente, la vida la abandonó. Se desplomó y sintió unas manos que se la llevaban. A través de un acceso, fuera del campo de batalla.

Tam utilizó su última flecha para salvar a un Capa Blanca. Lo cual era algo que jamás había imaginado que haría, pero allí estaba. El trolloc con rasgos lobunos trastabilló hacia atrás con la flecha hundida en un ojo, resistiéndose a caer hasta que el joven Capa Blanca se incorporó en el barro y lo golpeó en las rodillas.

Sus hombres se encontraban situados ahora en las pasarelas de la empalizada y disparaban andanadas de flechas a los trollocs que habían entrado allí a través del cauce del río. El número de monstruos había menguado, pero aún había muchos.

Hasta ese momento, la batalla había ido bien. Las fuerzas combinadas de Tam se habían desplegado a lo largo del río, en la orilla shienariana. Río abajo, la Legión del Dragón, los escuadrones de ballesteros y la caballería pesada contenían el avance trolloc. Los mismos hechos se desarrollaban ahí, río arriba, con arqueros, tropas de infantería y caballería frenando la incursión trolloc por el lecho del río. Hasta que los suministros empezaron a menguar y Tam se vio forzado a retirar a sus hombres a la relativa seguridad de la empalizada.

Tam miró a un lado. Abell alzó el arco y se encogió de hombros. Tampoco le quedaban flechas. De un extremo a otro de la empalizada, los hombres de Dos Ríos levantaban los arcos. No había flechas.

—No vendrán más —dijo en voz queda Abell—. El chico dijo que ese lote era el último.

El ejército de Capas Blancas, mezclado con miembros de la Guardia del Lobo de Perrin, luchaba con denuedo, pero los estaban empujando hacia atrás desde el cauce del río por el que llegaba un tropel tras otro. Luchaban en tres lados, y otra fuerza trolloc acababa de llegar dando un rodeo para encajonarlos del todo. El estandarte de Ghealdan ondeaba cerca de las ruinas. Arganda defendía esa posición junto con Nurelle y los restantes hombres de la Guardia Alada.

Si esa batalla hubiera sido otra, Tam habría hecho que sus hombres reservaran flechas para cubrir un repliegue. Ese día no habría retirada, y la orden de disparar había sido la correcta; los chicos se habían tomado tiempo con cada disparo. Seguramente debían de haber matado a millares de trollocs durante las horas que llevaban combatiendo. Mas ¿qué era un arquero sin su arco?

«Sigue siendo un hombre de Dos Ríos —pensó Tam—. Y sigue sin querer dar por perdida esta batalla.»

—¡Bajad de las pasarelas y situaos en formación, con armas! —les gritó a los chicos—. Dejad aquí los arcos. Los recogeremos cuando nos lleguen más flechas.

No llegarían más flechas, pero los hombres de Dos Ríos estarían más contentos fingiendo que podrían volver a recoger sus arcos. Formaron en filas como Tam les había enseñado, armados con lanzas, hachas, espadas, incluso algunas guadañas. Todo, cualquier cosa que tuvieran a mano, además de escudos para los que empuñaban hachas o espadas, y buenas armaduras de cuero para todos ellos. Ninguna pica, por desgracia. Después de equipar a la infantería pesada, no había sobrado ninguna.

—Permaneced bien juntos —les dijo Tam—. Formad en dos cuñas. Atacaremos a los trollocs rodeando a los Capas Blancas.

Lo mejor que podía hacerse —al menos era lo mejor que se le había ocurrido a Tam— era caer sobre esos trollocs que acababan de rodear a las Capas Blancas, fragmentarlos y ayudar a los Capas Blancas a salir de la trampa.

Los hombres asintieron con la cabeza, aunque probablemente entendían poco las tácticas. Eso no importaba. Siempre y cuando mantuvieran la disciplina de la formación en líneas como él les había enseñado.

Se pusieron en marcha, corriendo, y Tam recordó otro campo de batalla. Nieve azotándole la cara, arrastrada por terribles ventoleras. En cierto modo, en ese campo de batalla había empezado todo aquello. Ahora terminaba allí.

Tam se situó en la punta de la primera cuña, y puso a Deoan —un hombre de Deven Ride que había servido en el ejército andoreño— en la punta de la otra. Guió a sus hombres hacia adelante a paso ligero para que ni ellos ni él mismo pensaran demasiado en lo que estaba a punto de suceder.

A medida que se acercaban a los corpulentos trollocs con sus espadas, lanzas de armas y hachas de guerra, Tam buscó la llama y el vacío. El nerviosismo desapareció. Toda emoción se evaporó. Desenvainó la espada que Rand le había dado, la de los dragones pintados en la vaina. Era el arma más magnífica que había visto en su vida. Esos pliegues del metal susurraban su origen antiguo. Parecía un arma demasiado buena para él. Siempre había sentido lo mismo con cada espada que había utilizado.