—¡Recordad, mantened la formación! —gritó Tam volviendo la cabeza hacia sus hombres—. No dejéis que nos separen. Si cae alguien, el que esté detrás que avance y ocupe su sitio mientras otro tira del caído hacia el centro de la cuña.
Ellos asintieron de nuevo con un gesto y luego atacaron a los trollocs por la retaguardia, donde habían rodeado a los Hijos de la Luz en el río.
Su formación golpeó y empujó hacia adelante. Los enormes trollocs se dieron la vuelta para luchar.
Fortuona despidió con un gesto de la mano a la so’jhin que intentaba sustituir con otros sus ropajes regios. Olía al humo del fuego y tenía los brazos quemados y con cortes en varios sitios. No aceptaría la Curación de una damane. Fortuona consideraba la Curación un avance útil —y algunos de los suyos empezaban a cambiar de actitud respecto a eso—, pero no estaba segura de que la emperatriz debiera someterse a ello. Además, las heridas no eran graves.
Los Guardias de la Muerte arrodillados delante de ella tendrían que recibir algún tipo de castigo. Ésta era la segunda vez que habían permitido que un asesino llegara hasta ella, y, aunque no los culpaba por el fallo en su tarea, negarles el castigo sería negarles el honor. Se le encogía el corazón al pensarlo, pero sabía lo que iba a tener que hacer.
Dio la orden en persona. Selucia, como su Voz, debería haberlo hecho, pero a Selucia estaban aplicándole remedios para las heridas. Y Karede merecía el pequeño honor de recibir su orden de ejecución por boca de la propia Fortuona.
—Todos los que estabais de servicio iréis a luchar contra las marath’damane enemigas directamente — ordenó a Karede—. Luchad valerosamente por el imperio allí e intentad matar a las marath’damane del enemigo.
Vio que Karede se relajaba. Era un modo de seguir sirviendo; probablemente se habría arrojado sobre su propia espada de haberle dado ocasión de hacerlo. Su orden era un gesto de clemencia.
Dio la espalda al hombre que había cuidado de ella durante su juventud, el hombre que había contravenido lo que se esperaba de él. Todo por ella. También ella recibiría su castigo por lo que debía hacer más tarde. En ese momento, le otorgaría todo el honor que pudiera.
—Darbinda —dijo, volviéndose hacia la mujer que insistía en llamarse a sí misma «Min» a pesar del honor del nombre nuevo que ella le había dado y que significaba «chica de imágenes» en la Antigua Lengua—, me has salvado la vida y posiblemente también has salvado la del Príncipe de los Cuervos. Te nombro perteneciente a la Sangre, Augur del Destino. Que tu nombre sea venerado por generaciones venideras.
Darbinda se cruzó de brazos. Cómo se parecía a Knotai. Obstinadamente humildes, esos habitantes del continente. De hecho, se sentían orgullosos —orgullosos, nada menos— de su ascendencia de baja cuna. Incomprensible.
Knotai estaba sentado en un tocón cercano, donde recibía informes de la batalla y espetaba órdenes. La batalla de las Aes Sedai por la zona occidental de los Altos empezaba a sumirse en el caos. Él buscó su mirada a través del pequeño espacio que los separaba e hizo un gesto de asentimiento.
Si había espías —y a ella le sorprendería que no hubiera alguno— había llegado el momento de engañarlos. Todos los que habían sobrevivido al ataque se encontraban reunidos a su alrededor. Fortuona había insistido en que estuvieran cerca, sin duda con el propósito de recompensar a quienes la habían servido bien y de castigar a los que no lo habían hecho. Todos los guardias, sirvientes y nobles oyeron lo que decía cuando empezó a hablar.
—Knotai, aún hemos de discutir lo que debería hacer respecto a ti. La Guardia de la Muerte tiene a su cargo la seguridad, pero a ti se te ha encomendado la defensa de este campamento. Si sospechabas que nuestro puesto de mando no era seguro, ¿por qué no lo dijiste antes?
—¿Acaso estás sugiriendo que lo ocurrido es culpa mía, puñetas?
Knotai se levantó e interrumpió los informes de los exploradores con un gesto.
—Te di el mando aquí —dijo Fortuona—. En última instancia, la responsabilidad por este fracaso es tuya, pues. ¿O no?
Cerca, el general Galgan frunció el entrecejo. Él no lo veía así. Otros miraron hacia Knotai con expresión acusadora. Nobles aduladores; le echarían la culpa porque no era seanchan. Era impresionante que Knotai se hubiera ganado a Galgan con tanta rapidez. ¿O es que Galgan hacía alarde de sus emociones a propósito? ¿Sería el espía? ¿Podría haber estado manipulando a Suroth, o simplemente era un espía encubierto, como segunda opción si Suroth fracasaba?
—No admito responsabilidad alguna por esto, Tuon —contestó Knotai—. Eres tú la que insistió en observar lo que pasaba desde el campamento, cuando podrías haber permanecido en otro sitio seguro, puñetas.
—Quizá tendría que haber hecho eso exactamente —replicó con frialdad ella—. Toda esta batalla ha sido un desastre. Pierdes terreno a cada momento. Hablas a la ligera y bromeas, rechazando de plano el protocolo debido; creo que no has abordado esto con la solemnidad apropiada a tu rango.
Knotai se echó a reír. Era una risa impetuosa, genuina. Lo hacía muy bien. Fortuona creía que era la única que veía las dos columnas de humo gemelas que se elevaban en los Altos, justo detrás de él. Un augurio apropiado para Knotai: una jugada fuerte brindaría grandes beneficios. O entrañaría un coste enorme.
—Se acabó, estoy harto de tus tonterías —declaró Knotai al tiempo que agitaba la mano en su dirección—. Tú y tus jodidas reglas seanchan que no dejan de poner obstáculos.
—Pues yo también estoy harta, no te aguanto más —dijo ella, alzando la barbilla—. Jamás debimos unirnos a esta batalla. Lo mejor que podemos hacer es preparar las defensas de nuestras tierras al suroeste. No permitiré que malgastes las vidas de mis soldados.
—Ve, pues —gruñó Knotai—. ¿Qué me importa a mí?
Ella giró bruscamente sobre sus talones y se alejó con gesto airado.
—Vamos —ordenó a los demás—. Reunid a vuestras damane. Todos, salvo los Guardias de la Muerte, Viajaremos al campamento de nuestro ejército junto al Erinin, y después regresaremos a Ebou Dar. Libraremos la verdadera Última Batalla allí, una vez que estos necios nos hayan hecho el favor de debilitar a los Engendros de la Sombra.
Los suyos la siguieron. ¿Habría sido convincente la estratagema? El espía había visto que enviaba a la muerte a hombres que la querían; ¿daría eso la idea de que actuaba de forma temeraria? ¿Lo bastante temeraria y presuntuosa para quitarle sus tropas a Knotai? Sí, era lo bastante creíble. En cierto modo, le gustaría hacer lo que había dicho, y combatir en el sur.
Por supuesto, hacer eso sería hacer caso omiso del cielo desgarrado, de la tierra sacudida por temblores y de la lucha del Dragón Renacido. Ésos no eran augurios que ella podía pasar por alto.
El espía no sabía eso. No la conocía. El espía vería a una mujer joven y lo bastante necia para querer luchar sin el apoyo de nadie. Al menos, era lo que esperaba que creyera.
El Oscuro envolvió una red de posibilidad en torno a Rand.
Rand sabía que este forcejeo entre ellos —la lucha por lo que podría ser— era vital para el resultado de la Última Batalla. Él no podía tejer el futuro. Él no era la Rueda ni nada parecido. A pesar de todo lo que le había ocurrido, seguía siendo simplemente un hombre.
Empero, en él radicaba la esperanza de la humanidad. La humanidad tenía un destino, una elección de futuro. El camino que tomara el género humano... lo decidiría esta batalla, la de su voluntad en colisión con la del Oscuro. Por el momento, aquello que podía llegar a ser podría convertirse en lo que sería. Si se desmoronaba ahora dejaría que el Oscuro eligiera ese futuro.
HELO AQUÍ, dijo el Oscuro mientras las líneas luminosas se unían y Rand entraba en otro mundo. Un mundo que todavía no existía, pero un mundo que muy bien podría llegar a ser pronto.