Rand frunció el entrecejo y alzó la vista al cielo. No estaba enrojecido en esta visión, ni el paisaje se hallaba devastado. Aquello era Caemlyn, una Caemlyn muy semejante a la que conocía. Oh, sí, había diferencias. Carretas de vapor traqueteaban por las calles y se mezclaban con el tráfico de carruajes tirados por caballos y el gentío que iba a pie.
La ciudad se había expandido más allá de la muralla nueva; alcanzaba a verlo desde lo alto de la colina central en la que se encontraba. Incluso divisaba el lugar donde Talmanes había abierto un agujero en la muralla. No lo habían reparado. En cambio, la ciudad se expandía hacia afuera a través de él. Edificios cubrían lo que otrora habían sido campos de extramuros.
Rand frunció el entrecejo, dio media vuelta y caminó calle abajo. ¿Qué juego se traía entre manos el Oscuro? A buen seguro, esa ciudad normal, incluso próspera, no sería parte de sus planes para el mundo. La gente iba limpia y no parecía oprimida. No vio señales de la degradación que caracterizaba al mundo previo que el Oscuro había creado para él.
Despierta la curiosidad, se acercó a un puesto donde una mujer vendía fruta. La esbelta joven le dirigió una sonrisa sugerente al tiempo que señalaba su mercancía.
—Bienvenido, buen señor. Soy Renel, y mi tienda es el segundo hogar de cuantos buscan las mejores frutas de todo el mundo. ¡Tengo duraznos de Tear!
—¡Duraznos! —exclamo Rand, horrorizado.
Todo el mundo sabía que eran venenosos.
—¡Ja! ¡No temáis, buen señor! A éstos les han quitado la toxina. Son tan sanos como yo honrada.
La mujer sonrió y dio un mordisco a uno para demostrarlo. Mientras lo hacía, una mano mugrienta apareció por debajo del puesto de fruta; allí había escondido un pilluelo, un chiquillo en el que Rand no había reparado antes.
El crío se apoderó de una fruta roja desconocida para Rand y luego salió disparado. Estaba tan delgado que Rand le veía las costillas marcadas en la piel de un cuerpo demasiado pequeño, y corría con unas piernas tan flacas que era sorprendente que el chico pudiera caminar.
La mujer siguió sonriendo a Rand mientras bajaba la mano al costado; sacó una pequeña vara con un percutor al lado, para el dedo. Tiró del percutor y la vara restalló.
El pilluelo murió en medio de una rociada de sangre. Se desplomó, despatarrado, en el suelo. La gente lo esquivaba para seguir en el flujo de transeúntes, aunque alguien —un hombre con muchos guardias— recogió la pieza de fruta. Limpió la sangre y le dio un mordisco mientras seguía caminando. Unos segundos después, una carreta de vapor pasó rodando por encima del cadáver y lo aplastó en la embarrada calzada.
Espantado, Rand miró a la mujer. Ella se guardó el arma, sin que se le borrara la sonrisa de la cara.
—¿Buscáis algún tipo de fruta en particular? —le preguntó a Rand.
—¡Acabas de matar a ese crío!
—Sí. —La mujer parecía desconcertada—. ¿Os pertenecía, buen señor?
—No, pero...
¡Luz! La mujer no mostraba el menor atisbo de remordimiento o de preocupación. Rand se volvió y vio que a nadie más parecía importarle lo más mínimo lo que había pasado.
—Señor, tengo la impresión de que debería conoceros —dijo la mujer—. Vestís ropas excelentes, aunque algo pasadas de moda. ¿A qué facción pertenecéis?
—¿Facción? —repitió Rand, que miró hacia atrás.
—¿Y dónde están vuestros guardias? —preguntó la mujer—. Un hombre tan rico como vos los tiene, desde luego.
Rand la miró a los ojos, y luego corrió hacia un lado al tiempo que la mujer bajaba la mano hacia el arma otra vez. Rand dobló en una esquina. La mirada de esos ojos... Una falta total de cualquier clase de preocupación o de compasión humana. Lo habría matado sin pensarlo un instante. Lo sabía.
Otros en la calle lo vieron. Dieron con el codo a los compañeros y señalaron hacia él.
—¡Di cuál es tu facción! —gritó un hombre que pasaba.
Otros empezaron a perseguirlo.
Rand dobló en otra esquina. El Poder Único. ¿Debería hacer uso de él? Ignoraba lo que ocurría en ese mundo. Como la vez anterior, le costaba trabajo disociarse de la visión. Sabía que no era completamente real, pero no podía evitar considerarse a sí mismo parte de ella.
No se arriesgó a abrazar el Poder Único y decidió fiarse de sus piernas de momento. No conocía muy bien Caemlyn, pero sí recordaba esa zona. Si llegaba al final de esa calle y giraba... ¡Sí, allí! Un poco más adelante vio un edificio conocido, con un letrero en la fachada en el que se representaba a un hombre arrodillado ante una mujer de cabello dorado rojizo. La Bendición de la Reina.
Rand llegó a la puerta principal en el momento en que los que lo perseguían se amontonaban en la esquina, detrás. Se detuvieron cuando Rand subió hacia la puerta dando traspiés, y la cruzó pasando junto a un tipo con aspecto de bruto que parecía montar guardia allí. ¿Un portero nuevo? Rand no lo conocía. ¿Seguiría siendo la posada de Basel Gill o habría cambiado de propietario?
Rand entró precipitadamente en una gran sala común, con el corazón latiéndole desbocado. Varios hombres que sostenían jarras de cerveza alzaron la vista hacia él. Rand estaba de suerte; detrás del mostrador, Basel Gill en persona frotaba una copa con un paño.
—¡Maese Gill! —dijo Rand.
El robusto posadero se volvió, fruncido el entrecejo.
—¿Os conozco, milord? —Miró a Rand de arriba abajo.
—¡Soy yo, Rand!
Gill ladeó la cabeza y luego esbozó una sonrisa.
—¡Ah, tú! Te había olvidado. Tu amigo no está contigo, ¿verdad? Ese con una mirada sombría.
Así que la gente no lo conocía como el Dragón Renacido en ese sitio. ¿Qué les había hecho el Oscuro?
—Tengo que hablar con vos, maese Gill —dijo Rand, que se dirigió hacia un comedor privado.
—¿Qué ocurre, muchacho? —preguntó Gill, yendo tras él—. ¿Estás metido en algún lío? ¿Otra vez?
—¿En qué era estamos? —inquirió Rand después de haber cerrado la puerta cuando hubo pasado Gill.
—En la cuarta, por supuesto.
—Entonces, ¿ha tenido lugar la Última Batalla?
—¡Sí, y ganamos! —repuso Gill. Miró a Rand con atención, entrecerrando los ojos—. ¿Te encuentras bien, hijo? ¿Cómo es que no sabes...?
—He pasado los últimos años en los bosques —dijo él—. Asustado por lo que ocurría.
—Ah, claro. Entonces, ¿no sabes nada de las facciones?
—No.
—¡Luz, muchacho! Tienes un gran problema. Veamos, te conseguiré un símbolo de una facción. ¡Necesitas uno cuanto antes! —Gill abrió la puerta y salió con rapidez.
Rand se cruzó de brazos y vio con disgusto que la chimenea enmarcaba una nada que había detrás.
—¿Qué les has hecho? —demandó.
DEJÉ QUE CREYERAN QUE HABÍAN GANADO.
—¿Por qué?
MUCHOS DE LOS QUE ME SIGUEN NO ENTIENDEN LA TIRANÍA.
—¿Qué tiene eso que ver con...?
Rand se calló al regresar Gill. No llevaba ningún «símbolo de una facción», fuera lo que fuera eso. En cambio, había reunido a tres guardias de cuello macizo. Señaló hacia él.
Rand retrocedió mientras abrazaba la Fuente.
—Gill, ¿qué estás haciendo?
—Bueno, supuse que esa chaqueta se vendería bien —contestó el posadero. No había el menor asomo de disculpa en la voz.
—¿Y por eso me robas?
—Bueno, sí. —Gill parecía confuso—. ¿Por qué no iba a hacerlo?
Los matones entraron en el comedor y miraron a Rand con precaución. Llevaban porras.
—Por la ley —contestó Rand.
—¿Por qué iba a haber leyes contra el robo? —preguntó Gill al tiempo que meneaba la cabeza—. ¿Qué clase de tipo eres para pensar tales cosas? Si un hombre no puede defender lo que posee, ¿por qué ha de tenerlo? Si un hombre no puede defender su vida, ¿de qué le sirve?
Gill hizo un gesto a los hombres para que avanzaran. Rand los ató con tejidos de Aire.