De modo que fue lo que hizo: aguantar con entereza. Dentro de la calma del vacío, dejó que los trollocs chocaran contra él. Pasó de Sacudir el rocío de la rama a Flores de manzano al viento y a Caen piedras en el estanque... Todas las poses que lo afianzaban en una posición para combatir con múltiples oponentes.
A pesar de haber practicado durante los últimos meses, Tam no era ni de lejos tan fuerte como en su juventud. Por suerte, un junco no necesitaba tener fuerza. No tenía tanta práctica como antaño, pero ningún junco tenía que practicar para saber cómo doblarse al viento.
Simplemente lo hacía.
Años de madurar, de ganar experiencia, habían llevado a Tam a una comprensión del vacío. Ahora lo entendía mejor de lo que lo había entendido nunca. Años de enseñar a Rand a tener responsabilidad, años de vivir sin Kari, años de oír el silbido del viento y el susurrar de las hojas...
Tam al’Thor se convirtió en el vacío. Atrajo a los trollocs a ese vacío, mostrándoselo y arrojándolos a sus profundidades.
Danzó alrededor de un trolloc con testa de carnero, descargó un golpe lateral con la espada y le cortó una pierna por el tobillo. El trolloc se tambaleó y Tam se volvió para dejar que los hombres que llegaban detrás acabaran con él. Alzó la espada con gran rapidez —mientras el arma soltaba sangre por la hoja— y salpicó las oscuras gotas en los ojos de otro trolloc que parecía producto de una pesadilla. El ser aulló, cegado, y Tam prolongó el grácil movimiento hacia adelante, de forma que le abrió el estómago por debajo del peto. El trolloc trastabilló ante un tercer monstruo que atacó a Tam con un hacha, pero que en cambio le dio a su compañero.
Cada paso era parte de una danza, y Tam invitaba a los trollocs a bailar con él. Sólo había luchado otra vez así, largo tiempo atrás, si bien la memoria era algo que el vacío no permitía. No pensaba en otros tiempos; no pensaba en nada. Si sabía que esto ya lo había hecho antes era por la resonancia de sus movimientos, un conocimiento que parecía calar en los propios músculos de su cuerpo.
Tam ensartó el cuello de un trolloc con una cara que casi parecía humana, sólo que con más pelo de lo normal en las mejillas. El ser se desplomó hacia atrás y cayó al suelo; de pronto, Tam se encontró sin más enemigos. Se paró y alzó la espada al sentir un suave soplo de aire que lo tocaba. Las oscuras bestias corrían río abajo, a la fuga, perseguidas por jinetes que ondeaban banderas fronterizas. Poco después los trollocs chocaban con un muro de tropas, la Legión del Dragón, y acabaron aplastados entre ellos y los fronterizos que los perseguían.
Tam limpió la hoja de la espada y abandonó el vacío. La gravedad de la situación lo aturdió. ¡Luz! Sus hombres podrían estar muertos. Si esos fronterizos no hubieran llegado...
Enfundó de nuevo la espada en la vaina lacada. El dragón rojo y dorado reflejó la luz del sol con un destello, aunque Tam no habría imaginado que hubiera luz que devolver con aquel manto de nubes en el cielo. Buscó el sol y lo halló —tras las nubes— cerca del horizonte. ¡Casi era de noche!
Por suerte, parecía que los trollocs de la batalla en las ruinas se venían abajo por fin. Ya muy debilitados por el agotador cruce de río, ahora se desplomaban a medida que los hombres de Lan los atacaban por detrás.
Poco después todo había terminado. Tam había resistido en su posición.
Cerca, un caballo negro se acercaba al trote. Su jinete, Lan Mandragoran —con portaestandarte y guardias detrás—, miró a los hombres de Dos Ríos.
—Hacía mucho tiempo que sentía curiosidad respecto a la persona que había dado a Rand esa espada con la marca de la garza —dijo Lan—. Me preguntaba si se la habría ganado realmente. Ahora lo sé. —Lan levantó su propia espada en un saludo.
Tam se volvió hacia sus hombres, un grupo exhausto, ensangrentado, con las armas aferradas. El paso de su cuña se distinguía claramente en la llanura pisoteada: docenas de trollocs yacían detrás, donde la cuña se había abierto paso entre ellos. Al norte, los integrantes de la segunda cuña levantaron sus armas. Los habían hecho retroceder casi hasta el bosque, pero habían aguantado allí y algunos habían sobrevivido. Tam no pudo sino ver esas docenas de buenos hombres que habían muerto.
Sus exhaustas tropas se sentaron allí mismo, en el campo de batalla, rodeados de cadáveres. Algunos empezaron a ponerse vendajes sin apenas fuerzas mientras otros se ocupaban de los heridos que habían metido en el interior de la cuña. Hacia el sur, Tam divisó algo desalentador. ¿Aquellos que se alejaban del campamento de Alcor Dashar eran los seanchan?
—Entonces, ¿hemos ganado? —preguntó Tam.
—En absoluto —contestó Lan—. Nos hemos apoderado de esta parte del río, pero esta lucha es la menos decisiva. Demandred presionó con fuerza a sus trollocs aquí para impedirnos retirar recursos para la batalla más importante que se libra en el vado, río abajo. —Lan hizo dar media vuelta a su caballo—. Reunid a vuestra gente, maestro espadachín. Esta batalla no se detendrá con la puesta de sol. En las próximas horas se os necesitará otra vez. Tai’shar Manetheren.
Lan salió a galope hacia sus fronterizos.
—Tai’shar Malkier — gritó Tam a la espalda de Lan, tardíamente.
—Entonces, ¿aún no hemos acabado? —inquirió Dannil.
—No, muchacho. No hemos acabado. Pero haremos un descanso, llevaremos a los hombres para que los Curen y buscaremos algo de comida.
Vio que se abrían accesos junto al campo de batalla. Cauthon había sido muy hábil al enviar los medios para que Tam llevara a sus heridos a Mayene. Era...
A través de los accesos empezó a salir gente a montones. Cientos, miles de personas. Tam frunció el entrecejo. Cerca, los Capas Blancas empezaban a levantarse; habían recibido un fuerte castigo con los ataques de los trollocs, pero la llegada de Tam y de sus hombres había impedido que acabaran con ellos. La fuerza de Arganda formaba en las ruinas, y la Guardia del Lobo enarbolaba su ensangrentada bandera bien alto, con montones de cadáveres de trollocs a su alrededor.
Tam caminó penosamente a través del campo. Ahora comenzaba a sentir las extremidades como pesos muertos. Estaba más agotado que si hubiera pasado un mes sacando tocones.
En el primer acceso encontró a Berelain junto a unas cuantas Aes Sedai. La hermosa mujer parecía estar fuera de lugar en aquel sitio de barro y muerte. El vestido negro y plateado, la diadema en el cabello... Luz, no encajaba allí.
—Tam al’Thor —dijo ella—, ¿estáis al frente de esta fuerza?
—Puede decirse que sí. Perdonad, milady Principal, pero ¿quiénes son estas gentes?
—Los refugiados de Caemlyn —contestó Berelain—. Envié a varias personas para ver si necesitaban Curación. La rechazaron e insistieron en que los trajera a la batalla.
Tam se rascó la cabeza. ¿A la batalla? Cualquier hombre —y cualquier— mujer— en condiciones de sostener una espada ya se había unido al ejército. La gente que veía salir de los accesos eran en su mayoría chiquillos y personas mayores, así como algunas mujeronas madres de familia, que se habían quedado atrás para ocuparse de los pequeños.
—Perdón, pero esto es una zona de combate.
—Es lo que he intentado explicarles —replicó Berelain con un atisbo de exasperación en la voz—. Afirman que pueden ser de utilidad. Mejor esto que quedarse a esperar que acabe la Última Batalla apiñados en la calzada a Puente Blanco, es lo que han dicho.
Tam observó ceñudo a los niños que se desperdigaban por el campo. Le revolvía el estómago que los pequeños vieran la horripilante matanza, y muchos se asustaron al principio. Otros empezaron a moverse entre los caídos buscando señales de vida en esas personas para que las Curaran. Algunos soldados mayores que se habían quedado para proteger a los refugiados se encontraban entre ellos, atentos por si había trollocs que no estuvieran muertos del todo.