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Para él siempre había estado claro lo que era correcto, pero jamás había sentido antes que algo lo fuera tanto como lo que iba a hacer. Los zigzagueos luminosos de los tejidos eran como indicadores en un mapa, flechas que señalaran el camino que debía seguir. La Luz lo había guiado. Lo había preparado, situándolo allí en ese momento.

Atravesó veloz la retaguardia de la fuerza sharaní hacia donde se encontraba Demandred, justo encima del cauce del río, asomado hacia donde se hallaban las tropas de Elayne. A su alrededor se clavaron flechas en el suelo; los arqueros disparaban sin preocuparles la posibilidad de dar a sus compañeros. Con la espada desenvainada, Galad sacó el pie del estribo, preparado para poder bajar de un salto.

Una flecha acertó al caballo y Galad se tiró del animal. Cayó con fuerza y se paró tras deslizarse un poco sobre el suelo; rebanó la mano de un ballestero que había cerca. Gruñendo, un encauzador se acercó a él y el medallón de la cabeza de zorro se puso frío en contacto con su pecho.

Galad atravesó el cuello al hombre de un golpe. El tipo bramó con rabia mientras la sangre le salía a borbotones por la garganta con cada latido del corazón. No parecía sorprendido al morir, sólo furioso. Los berridos del hombre llamaron la atención de más sharaníes.

—¡Demandred! —gritó—. ¡Demandred, llamas al Dragón Renacido! ¡Demandas luchar con él! ¡No está aquí, pero su hermano sí está! ¿Quieres enfrentarte a mí?

Docenas de ballestas se levantaron. Detrás de Galad, su caballo se desplomó echando sangre espumosa por los ollares.

Rand al’Thor. Su hermano. La conmoción por la muerte de Gawyn había aletargado en él el impacto de esa revelación. Tendría que afrontarla finalmente, si sobrevivía. Todavía no sabía si se sentiría orgulloso o avergonzado.

Una figura con una armadura extraña hecha con monedas avanzó a través de las filas sharaníes hacia él. Demandred era un hombre orgulloso; sólo había que mirarle la cara para darse cuenta de ello. De hecho, le recordaba la actitud de al’Thor. La sensación que irradiaban era similar.

—¿Es tu hermano? —preguntó Demandred.

—Hijo de Tigraine —dijo Galad—, que se convirtió en Doncella Lancera. Que dio a luz a mi hermano en el Monte del Dragón, la tumba de Lews Therin. Yo tenía dos hermanos. Has matado a uno en este campo de batalla.

—Veo que llevas un artefacto interesante —comentó Demandred en el momento en que el medallón se puso frío otra vez—. Supongo que no pensarás que eso impedirá que corras la misma suerte que tu patético hermano, ¿verdad? Me refiero al que ha muerto.

—¿Luchamos, hijo de la Sombra? ¿O charlamos?

Demandred desenvainó la espada que lucía garzas en la hoja y en la empuñadura.

—Ojalá que me ofrezcas un combate mejor que el de tu hermano, hombrecillo. Estoy muy molesto. Lews Therin puede odiarme o despotricar contra mí, pero no debería pasarme por alto.

Galad se adelantó hacia el centro del círculo formado por ballesteros y encauzadores. Si vencía, de todos modos moriría. Pero, Luz, ojalá se llevara con él a un Renegado. Sería un final adecuado.

Demandred fue hacia él y la liza empezó.

Con la espalda pegada contra una estalagmita, sin ver nada más que la luz de Callandor reflejada en las paredes de la caverna, Nynaeve bregó por mantener a Alanna con vida.

En la Torre Blanca había quienes se mofaban de su confianza en las técnicas corrientes de sanación. ¿Qué podían hacer dos manos e hilo que el Poder Único no hiciera?

Si cualquiera de esas mujeres hubiera estado allí en lugar de ella, el mundo habría acabado.

Las condiciones eran horribles. Poca luz y ningún instrumento aparte de los que llevaba en la bolsita. Aun así, cosió la herida utilizando la aguja y el hilo que siempre llevaba encima. Había mezclado una dosis de hierbas para Alanna y se la había hecho tragar abriéndole la boca. No serviría de mucho, pero un poco de varias cosas podría ayudar. Mantendría a Alanna con fuerza, la ayudaría con el dolor, e impediría que el corazón dejara de latirle mientras ella trabajaba.

La herida era complicada y desagradable, pero ya había curado otras iguales antes. Aunque por dentro temblaba, las manos de Nynaeve se mantuvieron firmes mientras cosía la herida y lograba detener el tránsito de la mujer que estaba al borde de la muerte.

Rand y Moridin no se movían, pero sentía una vibración procedente de los dos hombres. Rand libraba una batalla que ella no podía ver.

—Matrim Cauthon, puñetero mentecato. ¿Sigues vivo?

Mat miró hacia Davram Bashere, que se acercaba a él a caballo bajo la tenue oscuridad del inicio de la noche. Mat se había desplazado con la Guardia de la Muerte hacia las tropas de la retaguardia andoreña que luchaban en el río.

Bashere iba acompañado de su esposa y una guardia de saldaeninos. A juzgar por la sangre que manchaba el vestido la mujer, ella también había participado en la lucha.

—Sí, aún estoy vivo —dijo Mat—. Por lo general se me da bastante bien seguir con vida. Sólo he fallado en una ocasión, que yo recuerde, y aquella vez en realidad no cuenta. ¿Qué hacéis aquí? ¿No os...?

—Se colaron en mi puñetera mente —explicó Bashere, ceñudo—. Vaya si lo hicieron, muchacho. Deira y yo estuvimos hablando de eso. No podré dirigir ejércitos, pero ¿por qué iba a impedirme eso que matara unos cuantos trollocs?

Mat asintió con la cabeza. Con la muerte de Tenobia, ese hombre se había convertido en rey de Saldaea, pero hasta ahora había rehusado la corona. La corrupción en su mente lo había conturbado. Se limitó a manifestar que Saldaea debía luchar junto a Malkier, y les había dicho a las tropas que siguieran a Lan. Lo del trono ya se solucionaría si todos sobrevivían a la Última Batalla.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Bashere—. He oído que el puesto de mando ha caído.

Mat asintió con la cabeza.

—Los seanchan nos han abandonado —dijo.

—¡Maldición! —gritó Bashere—. Por si fuera poco con lo que tenemos encima. Jodidos perros seanchan.

No hubo reacción a esas palabras en los Guardias de la Muerte que acompañaban a Mat.

Las fuerzas de Elayne aguantaban —aunque con apuros— a lo largo de la orilla del río, pero los trollocs empezaban a cercarlas lentamente dando un rodeo río arriba. Las líneas de Elayne sólo aguantaban a fuerza de tenacidad y un entrenamiento excelente. Cada gran formación en cuadro sostenía las picas apuntando hacia afuera, erizada como un puerco espín.

Esas formaciones podrían separarse si Demandred metiera cuñas entre ellas de forma correcta. Mat había empleado cargas de caballería, incluida la andoreña y la de la Compañía, para intentar impedir con rápidos barridos que los trollocs penetraran en los cuadros de picas o que rodearan a Elayne.

El ritmo de la batalla le palpitaba en las yemas de los dedos. Percibía lo que Demandred estaba haciendo. Para cualquier otra persona, probablemente el final de la batalla parecería cosa fácil ahora. Un ataque en masa, romper las formaciones de picas, machacar las defensas de Mat. Pero era mucho más sutil.

Los fronterizos de Lan habían acabado con los trollocs de río arriba, y había que pasarles órdenes. Bien. Mat necesitaba a esos hombres para el siguiente paso de su plan.

Tres de las enormes formaciones de picas habían comenzado a flaquear; pero, si conseguía situar a una o dos encauzadoras en el centro de cada formación, podría reforzarlas. Que la Luz bendijera a quienquiera que estuviera distrayendo a Demandred. Los ataques del Renegado habían destruido formaciones enteras de piqueros. Demandred no tenía que matar a los hombres de uno en uno: le bastaba con lanzar ataques con el Poder Único para destrozar la formación. Así los trollocs podían machacarlos.

—Bashere —dijo Mat—, decidme por favor que alguien tiene noticias de vuestra hija.

—Nadie sabe nada de ella —repuso Deira—. Lo siento.