«Maldición —pensó Mat—. Pobre Perrin.»
Y pobre de él. ¿Cómo iba a hacer esto sin el Cuerno? Luz. Ni siquiera estaba seguro de poder conseguirlo con el jodido Cuerno.
—Id a reuniros con Lan —instruyó Mat mientras cabalgaba—. Está río arriba. ¡Decidle que ataque a esos trollocs que intentan rodear el flanco derecho andoreño! Y decidle que dentro de poco tendré órdenes para él.
—Pero yo...
—¡Me trae sin cuidado si os ha tocado la Sombra, puñetas! —exclamó Mat—. Todos hemos tenido los dedos del Oscuro en el corazón, y es la pura verdad. Eso no os impide luchar. ¡Así que cabalgad en busca de Lan y decidle lo que hay que hacer!
Bashere se puso un poco tenso al principio; luego, cosa extraña, sonrió de oreja a oreja bajo el largo y poblado bigote. Malditos saldaeninos. Les gustaba que les gritaran. Las palabras de Mat parecieron infundirle ánimos y salió a galope con su esposa al lado. Ella le dirigió una mirada afectuosa a Mat, lo cual lo hizo sentirse incómodo.
Bien... Necesitaba un ejército. Y un acceso. Necesitaba un jodido acceso.
«Estúpido», se dijo. Había mandado marcharse a las damane. ¿No podría haberse quedado con una al menos? Aunque le ponían la carne de gallina, como si le corrieran arañas por la piel.
Mat sofrenó a Puntos, y los Guardias de la Muerte dejaron de correr y se pararon junto él. Unos cuantos encendieron antorchas. Desde luego, al unirse a él en la lucha contra los sharaníes habían conseguido recibir la paliza que querían. Aunque parecían estar deseosos de castigarse más.
«Allí», pensó Mat, que taconeó a Puntos hacia una fuerza de tropas, al sur de la formación de picas de Elayne: los Juramentados del Dragón. Antes de que los seanchan abandonaran Alcor Dashar, Mat había enviado ese ejército a reforzar las tropas de Elayne.
Todavía no sabía qué pensar de ellos. No había estado en Campo de Merrilor cuando se habían reunido, pero le habían llegado informes. Gentes de toda condición y categoría, de todas las nacionalidades, que se habían unido para luchar en la Última Batalla sin tener en cuenta lealtades o fronteras nacionales. Rand rompía todos los vínculos y juramentos.
Mat cabalgaba a trote rápido a lo largo de la retaguardia de las líneas andoreñas, con los Guardias de la Muerte corriendo para no quedarse atrás. Luz, esas líneas estaban derrumbándose. Eso era malo. En fin, él ya había hecho su apuesta. Ahora lo único que podía hacer era dejar que la batalla siguiera su curso y confiar en que no se desmoronaran demasiado.
Mientras galopaba hacia los Juramentados del Dragón oyó algo incongruente. ¿Un cántico? Mat se paró. Los Ogier se habían quedado aislados en el combate con los trollocs y ahora presionaban a través del cauce seco del río para ayudar en la lucha al flanco izquierdo de Elayne, a través de las ciénagas, e impedir que los trollocs dieran un rodeo por allí.
Aguantaban firmes, tan inamovibles como robles en una inundación, repartiendo hachazos mientras cantaban. Montones de trollocs yacían a su alrededor.
—¡Loial! —gritó Mat, de pie en los estribos—. ¡Loial!
Uno de los Ogier retrocedió alejándose de la lucha y se volvió. Mat se quedó impresionado. Su amigo, por lo general sosegado, tenía las orejas echadas hacia atrás, los dientes apretados con rabia, y en la mano un hacha empapada de sangre. Luz, la expresión de Loial hizo estremecer a Mat. ¡Antes se enfrentaría a diez hombres que creyeran que les había hecho trampas que luchar con un solo Ogier furioso!
Loial les gritó algo a los otros y luego se reunió de nuevo con ellos en la lucha. Siguieron atacando a los trollocs que estaban cerca y haciéndolos pedazos. Trollocs y Ogier eran más o menos de la misma talla, pero de algún modo los Ogier parecían descollar, imponentes, sobre los Engendros de la Sombra. No luchaban como soldados, sino como leñadores que talaran árboles. Tajo a un lado, luego al siguiente, derribando trollocs. Pero Mat sabía que los Ogier detestaban talar árboles, mientras que, por lo visto, disfrutaban derribando trollocs.
Los Ogier machacaron al pelotón de trollocs con el que luchaban, y los pocos supervivientes huyeron. Los soldados de Elayne se adelantaron y rechazaron al resto del ejército adversario. Varios cientos de Ogier regresaron junto a Mat, quien advirtió que entre ellos había bastantes Ogier seanchan, los Jardineros. Él no había dado esa orden. Los dos grupos combatían juntos, pero casi ni se miraban entre ellos.
Todos, varones o hembras, tenían numerosos cortes en brazos y piernas. No llevaban armadura, pero muchos de esos cortes parecían superficiales, como si su piel tuviera la consistencia de una corteza.
Loial se acercó a Mat y a los Guardias de la Muerte echándose el hacha el hombro; tenía los pantalones oscurecidos hasta el muslo, como si hubiera caminado a través de vino.
—Mat —saludó el Ogier, haciendo una profunda inhalación—, hemos hecho lo que nos pediste, luchar aquí. Ningún trolloc consiguió traspasar nuestra posición.
—Lo habéis hecho bien, Loial. Gracias.
Esperó una respuesta. Algo prolijo y entusiasmado, sin duda. Loial se limitó a inhalar y exhalar aire con unos pulmones que podrían contener suficiente aire para llenar una habitación. Ni una palabra. Los que lo acompañaban, aunque muchos eran mayores que Loial, tampoco hablaron. Algunos enarbolaban antorchas. El brillo del sol se había desvanecido tras el horizonte. La noche ya había caído sobre ellos.
Ogier silenciosos. Eso era extraño en verdad. Ogier en guerra, sin embargo..., era algo que Mat jamás había visto. No guardaba memoria de nada así en los recuerdos que no eran suyos.
—Os necesito —dijo—. Tenemos que darle la vuelta a esta batalla o estaremos acabados. Vamos.
—¡Órdenes del Tocador del Cuerno! —bramó Loial—. ¡Arriba las hachas!
Mat hizo una mueca y se encogió. Si alguna vez necesitaba que alguien transmitiera un mensaje a viva voz desde Caemlyn a Cairhien, ya sabía a quién pedírselo. Sólo que, probablemente, lo oirían también hasta en la Llaga.
Taconeó a Puntos para que se pusiera en marcha, y los Ogier los rodearon a él y a los Guardias de la Muerte. Los Ogier no tuvieron problema para llevar el paso.
—Enaltecido Señor —dijo Karede—, a los míos y a mí nos ordenaron...
—Que fueseis a morir al frente. Estoy en ello, puñetas. Karede, ten la bondad de mantener la espada lejos de tu barriga de momento.
La expresión del hombre se ensombreció, pero se calló.
—En realidad, ella no quiere que mueras, lo sabes, ¿no? —dijo Mat. No podía añadir nada más sin revelar el regreso planeado de Tuon.
—Si mi muerte sirve a la emperatriz, así viva para siempre, entonces daré mi vida de buena gana.
—Estás mal de la cabeza, Karede. Por desgracia, yo también. Así que estás en buena compañía. ¡Eh, los de ahí! ¿Quién manda esa fuerza?
Habían llegado a la retaguardia, donde se encontraban las tropas de reserva de los Juramentados del Dragón, los heridos y los que descansaban de su turno en el frente.
—Milord —dijo uno de los exploradores—, la comanda lady Tinna.
—Ve a buscarla —ordenó Mat.
Esos dados no dejaban de repicar dentro de su cabeza. También sentía un tirón desde el norte, insistente, como si unos hilos ceñidos al pecho halaran de él.
«Ahora no, Rand —pensó—. Estoy muy ocupado, maldita sea.»
No surgieron colores, sólo oscuridad. Negra como el corazón de un Myrddraal.
«Ahora... no...» Desechó la visión.
Tenía trabajo que hacer allí. Tenía un plan. Oh, Luz; que funcionara, por favor...
Tinna resultó ser una muchacha bonita, más joven de lo que él esperaba, alta, de extremidades fuertes. Llevaba el largo cabello castaño recogido en una cola, aunque algunos rizos parecían querer soltarse aquí y allí. Vestía polainas y ya había participado en la lucha a juzgar por esa espada a la cadera y la oscura sangre trolloc en las mangas.