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Se acercó a caballo hasta él y lo miró de arriba abajo con ojos expertos.

—Por fin os acordáis de nosotros, ¿verdad, lord Cauthon?

Sí, definitivamente esa chica le recordaba a Nynaeve. Mat alzó la mirada hacia los Altos. La lucha de fuego entre Aes Sedai y sharaníes allí arriba se había vuelto turbulenta.

«Más vale que venzas, Egwene. Cuento contigo.»

—Tu ejército —dijo Mat, dirigiéndose a Tinna—. ¿Es cierto que algunas Aes Sedai se unieron a vosotros?

—Algunas, sí —contestó ella con cautela.

—¿Eres una de ellas?

—Exactamente no.

—¿Exactamente no? ¿Qué quieres decir con eso? Mira, mujer, necesito un acceso. Si no tenemos uno, esta batalla podría perderse. Por favor, dime que tenemos algunas encauzadoras aquí que pueden situarme donde he de ir.

—No es mi intención irritaros, lord Cauthon. —Apretó los labios—. — Las viejas costumbres son como fuertes ataduras, y he aprendido a no hablar de ciertas cosas. Me echaron de la Torre Blanca por... motivos complicados. Lo siento, pero no conozco el tejido de Viajar. Sé a ciencia cierta que la mayoría de las que se unieron a nosotros son demasiado débiles para realizar ese tejido. Requiere manejar mucho Poder Único, tanto que supera la capacidad de muchas que...

—Para hacer uno, yo tengo capacidad.

Una mujer de rojo, que estaba agachada en las líneas de heridos —al parecer, Curando—, se incorporó. Era delgada y huesuda, y con una expresión avinagrada, pero la alegría de Mat al verla fue tanta que la habría besado. Como besar cristales rotos, eso era lo que habría sido. De todos modos lo habría hecho.

—¡Teslyn! —gritó—. ¿Qué hacéis aquí?

—Luchar en la Última Batalla, me parece que hago —contestó mientras se sacudía las manos—. ¿Y no es eso lo que hacemos todos?

—Pero ¿con Juramentados del Dragón? —se extrañó Mat.

—No encontré que la Torre Blanca fuera un lugar cómodo cuando regresé, no —dijo la mujer—. Ha cambiado, vaya que sí. Así que aproveché para venir aquí, donde la necesidad era mayor. ¿Cómo quieres el acceso? ¿De qué tamaño?

—Lo bastante grande para trasladar tantos efectivos de esta fuerza como podamos, Juramentados del Dragón, los Ogier y este escuadrón de caballería de la Compañía de la Mano Roja —enumeró Mat.

—Necesitaré un círculo, Tinna —declaró Teslyn—. Nada de protestar que no puedes encauzar; lo percibo en ti, y aquí todas las previas lealtades y juramentos para nosotras están rotos. Reúne a las mujeres. ¿Adónde vamos, Cauthon?

—A la cumbre de los Altos —repuso Mat con una sonrisa.

—¡Los Altos! —exclamó Karede—. Pero si abandonasteis esa posición al inicio de la batalla. ¡Se la entregasteis a los Engendros de la Sombra!

—Sí, lo hice.

Y ahora... Ahora tenía una oportunidad de poner fin a aquello. Las fuerzas de Elayne aguantaban a lo largo del río, Egwene luchaba al oeste... Él tenía que tomar la parte septentrional de los Altos. Sabía que con la marcha de los seanchan y la mayoría de sus tropas enzarzadas alrededor de la zona baja de los Altos, Demandred enviaría una fuerza numerosa de sharaníes y trollocs a través de la cumbre hacia el nordeste para descender con un giro, cruzar el cauce del río y salir por detrás del ejército de Elayne. Los ejércitos de la Luz quedarían rodeados y a merced de Demandred. Su única opción era impedir que las tropas del Renegado bajaran de los Altos, a despecho de su superioridad numérica. Luz. Era una apuesta arriesgada, pero a veces uno tenía que jugárselo todo a una carta.

—Nos estáis dispersando de un modo que puede ser peligroso —dijo Karede—. Lo arriesgáis todo al mover ejércitos que hacen falta aquí para subir a los Altos.

—Querías ir al frente, ¿no? —replicó Mat—. Loial, ¿estáis con nosotros?

—¿Un ataque al núcleo central del enemigo, Mat? —preguntó Loial, que levantó el hacha—. No será el peor sitio en el que me he encontrado siguiéndoos a cualquiera de vosotros tres. Confío en que Rand esté bien. Es lo que tú crees, ¿verdad?

—Si Rand hubiera muerto, lo sabríamos —afirmó Mat—. Esta vez tendrá que componérselas sin que Matrim Cauthon vaya a salvarlo. ¡A ver ese acceso, Teslyn! Tinna, organiza a tus fuerzas. Que estén prontas para cargar a través del acceso. ¡Hemos de tomar la vertiente norte de los Altos con rapidez y resistir, nos lance lo que nos lance la Sombra!

Egwene abrió los ojos. Aunque no tendría que estar en una habitación, se encontraba tumbada en una. Además era un cuarto lujoso. El aire fresco olía a sal, y ella yacía en un mullido colchón.

«Debo de estar soñando», pensó. O quizás había muerto. ¿Explicaría eso el dolor? Un dolor horrible. La nada sería mejor, mucho mejor, que ese dolor espantoso.

Gawyn había muerto. Y a ella le habían arrancado de cuajo una parte de sí misma.

—Se me olvida lo joven que es —llegó un susurro a través de la habitación. Era una voz conocida. ¿Silviana?—. Cuida de ella. Yo he de regresar a la batalla.

—¿Cómo va?

Esa voz también le resultaba conocida a Egwene. Rosil, del Amarillo. Había ido a Mayene con las novicias y Aceptadas para ayudar con la Curación.

—¿La batalla? Mal. —Silviana no era de las que ponían paños calientes—. Cuídala, Rosil. Es fuerte, y sé que saldrá de ésta, pero siempre queda la preocupación.

—He ayudado antes a mujeres que perdieron a sus Guardianes, Silviana —dijo Rosil—. Te aseguro que sé lo que me hago. En los próximos días no tendrá ánimo para nada, pero después empezará a recobrarse.

—Ese chico... —Silviana resopló—. Tendría que haberme dado cuenta de que la destrozaría, tendría que haberlo pillado por la oreja y llevado a una granja lejana para ponerlo a trabajar durante la próxima década.

—No es fácil controlar el corazón, Silviana.

—Los Guardianes son una debilidad —sentenció Silviana—. Eso es lo único que han sido y lo único que serán. Ese muchacho... Ese estúpido muchacho...

—Ese estúpido muchacho me salvó la vida de los asesinos seanchan —dijo Egwene—. No estaría aquí hoy para llorarlo si él no lo hubiera hecho. Te sugiero que recuerdes eso, Silviana, cuando hables de los muertos.

Las otras se quedaron calladas. Egwene trató de sobreponerse al dolor de la pérdida. Estaba en Mayene, desde luego. Silviana la habría llevado con las Amarillas.

—Lo recordaré, madre —repuso Silviana. De hecho, se las arregló para decirlo en tono contrito—. Que descanséis. Yo me...

—Descansar es para los muertos, Silviana. —Egwene se sentó en la cama.

Silviana y Rosil se encontraban en la puerta de la hermosa habitación, que tenía colgaduras de tela azul bajo el techo adornado con incrustaciones de madreperla. Las dos mujeres se cruzaron de brazos y le dirigieron una mirada severa.

—Habéis pasado por algo extremadamente doloroso, madre —le recordó Rosil. Cerca de la puerta, Leilwin montaba guardia—. La pérdida de un Guardián basta para inmovilizar a cualquier mujer. No es censurable sumirse en el pesar hasta superarlo.

—Egwene al’Vere puede sumirse en el pesar —replicó Egwene al tiempo que se ponía de pie—. Egwene al’Vere ha perdido al hombre que amaba y lo sintió morir a través del vínculo. La Amyrlin se compadece de ella, como se compadecería de cualquier Aes Sedai que afrontara semejante pérdida. Pero, ante la Última Batalla, la Amyrlin esperaría que esa mujer sacara fuerzas de flaqueza y volviera a la batalla.

Cruzó la estancia, y cada paso que daba era más firme. Tendió la mano a Silviana y señaló con la cabeza el sa’angreal de Vora que la Guardiana de las Crónicas sostenía en la mano.

—Voy a necesitar eso —dijo.

Silviana vaciló.

—A menos que queráis descubrir cuán en forma estoy en este momento, no aconsejaría la desobediencia —advirtió con suavidad.

Silviana miró a Rosil, que suspiró y asintió con la cabeza de mala gana. Silviana le tendió la vara.