—No apruebo esto, madre —manifestó Rosil—. Pero si insistís...
—Insisto —la interrumpió.
—Entonces os haré una sugerencia. La emoción alcanzará cotas que podrían machacaros. Ése es el peligro. Ante la muerte de un Guardián, conectar al Saidar resulta difícil. Si lo conseguís, es probable que no podáis alcanzar la serenidad Aes Sedai. Eso puede ser peligroso. Muy peligroso.
Egwene se abrió al Saidar. Como Rosil había apuntado, abrazar la Fuente le costaba trabajo. Arrolladoras, demasiadas emociones se disputaban su atención y ahuyentaban la serenidad. Enrojeció cuando falló por segunda vez.
Silviana abrió la boca, sin duda para sugerirle que se sentara otra vez. En ese momento Egwene tocó el Saidar, floreció el capullo en su mente y el Poder Único entró a raudales en ella. Lanzó una mirada desafiante a Silviana y después empezó a tejer un acceso.
—No habéis oído el resto de mi consejo, madre —dijo Rosil—. No podréis desechar las emociones que os afligen. No del todo. La única opción que tenéis para ahogar esas emociones dolorosas no es cómoda. Debéis recurrir a emociones más intensas.
—Eso no tendría que presentar ninguna dificultad —contestó Egwene.
Respiró hondo y absorbió más Poder Único. Se permitió sentir rabia. Ira hacia los Engendros de la Sombra que amenazaban el mundo, cólera contra ellos por haberle arrebatado a Gawyn.
—Necesitaré unos ojos que me guarden —añadió, en desafío a las palabras previas de Silviana. Gawyn no había sido una debilidad para ella—. Voy a necesitar otro Guardián.
—Pero... —empezó Rosil.
Egwene la hizo callar con una mirada. Sí, la mayoría de las mujeres esperaban. Sí, Egwene al’Vere sufría por su pérdida, y a Gawyn nadie podría reemplazarlo jamás. Pero ella creía en los Guardianes. La Sede Amyrlin necesitaba que alguien le guardara las espaldas. Aparte de eso, toda persona con un vínculo de Guardián era un luchador mejor que quienes no lo tenían. Estar sin Guardián era negarle a la Luz otro soldado.
Había una persona allí que le había salvado la vida.
«No —objetó una parte de Egwene mientras detenía la mirada en Leilwin—. Una seanchan no.»
Pero otra parte de ella, la Amyrlin, se rió.
«Deja de comportarte como una chiquilla.» Tendría un Guardián.
—Leilwin Sin Barco —dijo en voz alta—, ¿quieres aceptar ese cometido?
La mujer se arrodilló e inclinó la cabeza.
—Yo... Sí.
Egwene ejecutó el tejido del vínculo. Leilwin se puso de pie con un aspecto menos fatigado e hizo una profunda inhalación. Egwene abrió un acceso al otro lado de la habitación y después utilizó su conocimiento inmediato de la estancia para abrir otro a donde los suyos combatían. El estruendo de armas chocando contra escudos, de explosiones y de gritos entró en tromba por el acceso.
Egwene regresó a los campos de muerte llevando consigo la cólera de la Amyrlin.
Demandred era un maestro espadachín. Galad había imaginado que tal sería el caso, pero prefería confirmar sus suposiciones.
Los dos danzaron adelante y atrás dentro del círculo de sharaníes que presenciaban el duelo. Galad llevaba una armadura más ligera —cota de malla debajo del tabardo— y se movía con más rapidez. Las monedas entrelazadas que protegían a Demandred pesaban más que una simple cota, pero eran más eficaces contra una espada.
—Eres mejor que tu hermano —dijo el Renegado—. A él lo maté con facilidad.
Su adversario intentaba encolerizarlo, pero no tuvo éxito. Galad avanzó. Cauteloso, frío. El cortesano golpea ligeramente el abanico. Demandred respondió con algo muy similar a El halcón se inclina y desvió su ataque; luego retrocedió y caminó alrededor del perímetro del círculo, con la espada extendida al costado, apuntando hacia afuera. Al principio había hablado mucho. Ahora sólo lanzaba alguna que otra pulla de vez en cuando.
Giraron el uno en torno al otro en la oscuridad alumbrada por antorchas que sostenían los sharaníes. Una vuelta. Dos.
—Oh, vamos —lo animó Demandred—. Estoy esperando.
Galad siguió callado. Cada instante que lo entretenía era un instante en el que Demandred no arrojaba destrucción sobre los ejércitos de Elayne. El Renegado pareció darse cuenta de ello, pues se abalanzó con rapidez. Tres golpes: hacia abajo, lateral, de revés. Galad los detuvo todos con tal celeridad que apenas podía seguirse el movimiento de los brazos.
Algo se movió a un lado. Era una roca lanzada por Demandred con el Poder. Galad la esquivó por poco y después levantó la espada para detener los golpes que llegaron a continuación. Arremetidas feroces hacia abajo y El jabalí baja corriendo la montaña, que chocaron contra la espada de Galad. Aguantó eso, pero no pudo detener el siguiente giro de espada, que le cortó el antebrazo.
Demandred se retiró hacia atrás con la hoja de la espada goteando sangre de Galad. Caminaron de nuevo uno alrededor del otro. Galad sentía la calidez de la sangre dentro del guante, donde había escurrido por el brazo abajo. La pérdida de sangre, aunque no fuera mucha, restaba rapidez de reflejos a un hombre y lo debilitaba.
Galad inhaló y exhaló mientras desechaba pensamientos, preocupaciones. Cuando Demandred atacó de nuevo, Galad se anticipó desplazándose hacia un lado y descargando un golpe a dos manos que llegó al cuero de la parte trasera de la rodillera del Renegado. La espada rebotó en la armadura, pero aun así cortó. Al girar sobre sí mismo con rapidez, Galad vio que Demandred cojeaba.
—Me has hecho sangrar —dijo—. Había pasado mucho tiempo desde que alguien lograba hacerlo.
El suelo empezó a subir y a bajar y a resquebrajarse debajo de Galad. Desesperado, saltó hacia adelante, acercándose al Renegado para forzarlo a que dejara de encauzar si no quería perder también el equilibrio. El Renegado gruñó y descargó un tajo lateral, pero Galad había salvado la defensa de su enemigo, dentro ya del arco trazado por la espada.
Demasiado próximos para blandir la espada, Galad levantó el arma y la estrelló —con el pomo por delante— en la cara de Demandred. El Renegado le asió la mano con la suya, pero Galad agarró a Demandred por el yelmo y lo sujetó con fuerza tratando de taparle los ojos con él. Entre gruñidos, los dos hombres se quedaron trabados, sin moverse.
Entonces, con un sonido nauseabundo, Galad oyó con claridad cómo se desgarraba el músculo donde había recibido la herida del brazo. La espada resbaló de los dedos insensibles, el brazo se le contrajo de forma espasmódica, y Demandred lo empujó hacia atrás y atacó con un golpe de espada relampagueante.
Galad se derrumbó de rodillas. El brazo derecho —cortado por el hombro con el tajo de Demandred— cayó al suelo delante de él.
Demandred se apartó, jadeante. Había estado preocupado. Bien. Galad se agarró el muñón sangrante y luego escupió a los pies del Renegado.
El Renegado resopló con desdén y blandió la espada una vez más.
Todo se volvió negro.
Androl se sentía como si hubiera olvidado lo que era respirar aire limpio. La tierra a su alrededor ardía lentamente y se estremecía, el humo se arremolinaba con el viento, que arrastraba el hedor de cuerpos quemándose.
Buscando a Taim, otros y él se habían desplazado hacia el lado occidental a través de la cumbre de los Altos. La mayor parte del ejército sharaní combatía allí contra las fuerzas de la Torre Blanca.
Grupos de encauzadores se arrojaban fuego de un bando a otro, por lo que Androl cruzó solo el horrendo panorama. Encorvado, pasó por zonas de suelo humeante tratando de aparentar ser un hombre herido que intentaba llegar a terreno seguro. Todavía llevaba el rostro de Nensen, pero con la cabeza gacha y la postura inclinada eso poco importaba.
Percibió una repentina alarma en Pevara, que avanzaba sola a corta distancia.