Justo río abajo se oían gritos y entrechocar armas donde las formaciones de picas andoreñas aguantaban —a duras penas— las oleadas de trollocs. A esas alturas, la batalla se había ido extendiendo a lo largo del Mora, casi hasta Alcor Dashar. Sus hombres habían ayudado a evitar que el enemigo flanqueara a los andoreños.
—¿Qué noticias hay, Arganda? —preguntó Tam cuando llegó.
—Cauthon está vivo —contestó Arganda—. Y eso es sorprendente si tenemos en cuenta que alguien hizo saltar por el aire el jodido puesto de mando, le prendió fuego al pabellón, mató a un puñado de esas damane, y ahuyentó a su esposa. Cauthon salió de allí de algún modo.
—¡Ja! —exclamó Abell Cauthon—. Ése es mi muchacho.
—Me dijo que veníais —dijo Arganda—. Y que tendríais flechas. ¿Es verdad?
—Sí. Las últimas órdenes recibidas nos enviaron a través de un acceso a Mayene para recibir la Curación y para reabastecernos. Ignoro cómo supo Mat que venían más flechas, pero llegó un cargamento de las mujeres de Dos Ríos justo cuando nos preparábamos para regresar aquí. Tenemos arcos largos para que los uséis, si los necesitáis.
—Sí, los necesitamos. Cauthon quiere que todas nuestras tropas regresen río arriba, a las ruinas, que crucemos el cauce del río y marchemos hacia los Altos desde la ladera nororiental.
—No sé bien a qué viene eso, pero supongo que él sabe lo que se hace... —masculló Tam.
Juntas, sus fuerzas se desplazaron río arriba dejando atrás a los combatientes andoreños, cairhieninos y Aiel.
«Que el Creador os dé cobijo, amigos», pensó Arganda.
Cruzaron el cauce del río y empezaron a ascender por la vertiente nororiental. Arriba, a ese lado de los Altos, estaba silencioso, pero el brillo de las hileras de antorchas era evidente.
—Esto va a ser un hueso duro de roer si esos sharaníes están ahí arriba —dijo Tam en voz baja, puesta la mirada en la oscura ladera.
—Cauthon decía en la nota que tendríamos ayuda —informó Arganda.
—¿Qué clase de ayuda?
—No lo sé. No decía...
Un trueno cercano lo interrumpió, y Arganda torció el gesto. Se suponía que la mayoría de los encauzadores luchaban al otro lado de los Altos, pero eso no significaba que no fuera a haber ninguno allí. Odiaba esa sensación, la impresión de que un encauzador podía estar observándolo y decidiendo si matarlo con fuego, rayos o tierra.
Encauzadores. Definitivamente, el mundo estaría mucho mejor sin ellos. Pero resultó que ese sonido no era de un trueno. Un grupo de jinetes a galope que portaba antorchas apareció saliendo de la noche y cruzó el cauce del río para unirse a Arganda y sus hombres. El estandarte de la Grulla Dorada ondeaba en el centro de otras banderas fronterizas.
—¡Que me convierta en un jodido trolloc! —gritó Arganda—. ¿Los fronterizos habéis decidido uniros a nosotros?
Lan Mandragoran saludó y la plateada espada fulgió a la luz de las antorchas.
—Así que vamos a luchar aquí —dijo, mientras echaba una ojeada vertiente arriba.
Arganda asintió con un cabeceo.
—Bien. Acabo de recibir información sobre un gran ejército sharaní moviéndose hacia el nordeste a través de la cumbre de los Altos. Para mí es evidente que quieren dar un rodeo por detrás de los nuestros que combaten a los trollocs en el río; entonces quedarían rodeados y a su merced. Parece que nuestro trabajo es impedir que eso ocurra. —Se volvió hacia Tam—. ¿Estáis preparados para debilitarlos para nosotros, arquero?
—Creo que podremos ocuparnos de eso, sí —contestó Tam.
Lan asintió con la cabeza y después alzó la espada. Un malkieri que estaba junto a él ondeó bien alto la Grulla Dorada. Y entonces cargaron cuesta arriba por aquella vertiente. Yendo hacia ellos había un enorme ejército enemigo desplegado en anchas filas a través del paisaje; los millares de antorchas que llevaban iluminaban el cielo.
Tam al’Thor ordenó a voces a sus hombres que se alinearan para disparar.
—¡Ahora!
A su grito, salieron andanada tras andanada de flechas hacia los sharaníes.
Entonces empezaron a volar flechas hacia ellos en respuesta, ahora que la distancia entre los dos ejércitos se había reducido. Arganda supuso que los arqueros no serían tan diestros en la oscuridad como podrían serlo de día, pero eso funcionaría igual para ambos bandos.
Los hombres de Dos Ríos soltaron otra oleada de muerte, flechas tan veloces como alcotanes en picado.
—¡Alto! —gritó Tam a sus hombres.
Dejaron de disparar justo a tiempo para que la caballería de Lan cargara contra las líneas sharaníes debilitadas.
«¿Dónde obtendría Tam su experiencia en batallas?», pensó Arganda mientras recordaba las veces que lo había visto combatir. Él había conocido generales veteranos con mucha menos percepción de un campo de batalla que ese pastor.
Los fronterizos se retiraron para dejar que Tam y sus hombres dispararan más flechas. Después, Tam hizo una señal a Arganda.
—¡Ahora! —gritó Arganda a sus soldados de infantería—. ¡Adelante todas las compañías!
El ataque combinado de arqueros y caballería pesada era poderoso, pero tenía una ventaja limitada una vez que el enemigo fijaba sus defensas. Poco después, los sharaníes tendrían un sólido muro de escudos y lanzas para rechazar a los jinetes, o los arqueros los alcanzarían con sus flechas. Ahí era donde entraba la infantería.
Arganda desenganchó su maza —esos sharaníes llevaban cota de malla y cuero— y la enarboló bien alto para dirigir a sus hombres a través de los Altos. A mitad de camino se encontraron con los sharaníes, que habían avanzado para salirles al paso. Las tropas de Tam eran Capas Blancas, ghealdanos, la Guardia del Lobo de Perrin y la Guardia Alada mayeniense, pero se veían a sí mismos con un ejército. Menos de seis meses atrás Arganda habría jurado por la tumba de su padre que hombres como ésos jamás lucharían juntos, cuanto menos acudir en ayuda unos de otros, como había hecho la Guardia del Lobo cuando los Capas Blancas se vieron superados.
Se oía gritar a algunos trollocs y las bestias empezaron a unirse a los sharaníes. ¡Luz! ¿También trollocs?
Arganda arremetió a uno y otro lado con la maza hasta que el brazo pareció que le ardía; entonces cambió de mano y continuó rompiendo huesos, aplastando manos y brazos hasta que todo el pelaje de Poderoso estuvo salpicado de sangre.
De repente, salieron lanzados destellos de luz desde el lado opuesto de los Altos hacia los andoreños que defendían la zona baja. Arganda apenas reparó en ello, volcado como estaba en la lucha, pero algo en su interior gimió. Demandred debía de haber reanudado sus ataques.
—¡He derrotado a tu hermano, Lews Therin! —retumbó la voz del Renegado a través del campo de batalla, fragorosa como el estampido del relámpago—. ¡Se está desangrando hasta morir, apenas le queda vida!
Arganda hizo recular a Poderoso y giró cuando un enorme trolloc con una cara casi humana apartó de un empellón al sharaní herido que estaba su lado y soltó un bramido. La sangre le manaba de un corte en un hombro, pero no parecía notarlo. Se volvió mientras levantaba un mayal de armas con cadena corta y una cabeza gruesa como un tronco y cubierta de pinchos.
El mayal se estrelló contra el suelo justo al lado de Poderoso y asustó al caballo. Mientras Arganda se esforzaba por controlar al animal, el inmenso trolloc avanzó y asestó con la otra mano un puñetazo en la cabeza de Poderoso tan tremendo que el caballo se fue al suelo.
—¿Es que no te importa nada esta sangre de tu sangre? —tronaba Demandred en la distancia—. ¿No sientes aprecio por aquel que te llamó hermano, este hombre de blanco?
La cabeza de Poderoso se había cascado como un huevo. Las patas del caballo se agitaban con espasmos y sacudidas. Arganda se puso de pie. No recordaba haber saltado de la silla cuando el animal había caído, pero el instinto lo había salvado. Por desgracia, al rodar sobre sí mismo en el suelo se había apartado de sus guardias, que luchaban a vida o muerte contra un grupo de sharaníes.