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Sus hombres iban ganando terreno y los sharaníes retrocedían poco a poco. Sin embargo, no le dio tiempo de mirar hacia allí. Tenía encima a ese trolloc. Arganda levantó la maza y alzó la vista hacia la imponente bestia que tenía delante y que sacudía el mayal por encima de su cabeza mientras pasaba sobre el caballo moribundo.

Arganda no se había sentido tan pequeño en toda su vida.

—¡Cobarde! —bramaba Demandred—. ¿Y tú te llamas el salvador de este mundo? ¡Yo reclamo ese título como mío! ¡Enfréntate a mí! ¿Es que voy a tener que matar a este pariente tuyo para hacerte salir?

Arganda hizo una profunda inhalación y a continuación saltó hacia adelante. Imaginó que era lo último que el trolloc esperaba que hiciera. De hecho, el ataque de la bestia le pasó de largo. Arganda consiguió asestarle un golpe contundente en el costado; la maza alcanzó la pelvis del trolloc y rompió hueso.

Entonces el ser le asestó un revés con todas sus fuerzas. A Arganda se le pusieron los ojos en blanco y los ruidos de la batalla se apagaron. Gritos, golpeteo de pisadas, chillidos. Gritos y chillidos. Chillidos y gritos... Nada.

Al cabo de cierto tiempo —no sabía cuánto— sintió que lo levantaban. ¿El trolloc? Parpadeó, decidido a escupir a la cara a su asesino, al menos, pero se encontró con que lo subían a una silla de montar, detrás de al’Lan Mandragoran.

—¿Estoy vivo? —dijo.

Una oleada de dolor en el costado izquierdo le dejó claro que, en efecto, lo estaba.

—Acabasteis con uno grande, ghealdano —repuso Lan, que espoleó a su caballo para ponerlo a galope hacia la retaguardia. Arganda vio que los otros fronterizos cabalgaban con ellos—. El trolloc os golpeó cuando ya estaba en las últimas, pero no pude venir a recogeros hasta que los hicimos retroceder. Lo habríamos pasado mal de no ser porque ese otro ejército sorprendió a los sharaníes.

—¿Otro ejército? —Arganda se tanteó el brazo.—

—Cauthon tenía un ejército al acecho en el lado nororiental de los Altos. Por lo que me pareció ver, eran Juramentados del Dragón y un escuadrón de caballería, probablemente parte de la Compañía. Más o menos cuando estabais peleando con ese trolloc, cayeron sobre los sharaníes por el flanco izquierdo y los dispersaron. Les va a llevar tiempo volver a reagruparse.

—Luz —gimió Arganda.

Notaba que tenía el brazo izquierdo roto. Bueno, estaba vivo. De momento, bastaba con eso. Miró hacia el frente, donde sus soldados todavía mantenían la formación de las líneas. La reina Alliandre cabalgaba entre las filas atrás y adelante, animando a los hombres. Luz. Ojalá la reina hubiera accedido a prestar servicio en el hospital de Mayene.

De momento ahí había tranquilidad; los sharaníes habían recibido un castigo lo bastante duro para obligarlos a replegarse y a dejar un sector de terreno despejado entre los ejércitos oponentes. Probablemente no habían esperado un ataque tan fuerte y tan repentino.

Un momento... Unas sombras se acercaban por la derecha de Arganda, unas figuras enormes que salían de la oscuridad. ¿Más trollocs? Apretó los dientes para aguantar el dolor. Había dejado caer la maza, pero todavía le quedaba el cuchillo que llevaba en la bota. No se iría de este mundo sin..., sin...

«Ogier —comprendió, y parpadeó—. Ésos no son trollocs. Son Ogier.» Los trollocs no llevarían antorchas como hacían esos seres.

—¡Gloria a los constructores! —gritó Lan a los Ogier—. Así que formabais parte del ejército que Cauthon envió a atacar el flanco de los sharaníes. ¿Dónde está? ¡Querría tener unas palabras con él!

Uno de los Ogier soltó una risa estentórea.

—¡No sois el único, Dai Shan! Cauthon se mueve como una ardilla a la caza de frutos secos en la maleza. En cierto momento está aquí, y al siguiente se ha marchado. Tengo que transmitiros que hemos de frenar este avance sharaní cueste lo que cueste.

Más luces destellaron en el lejano lado opuesto de los Altos. Las Aes Sedai y los sharaníes luchaban allí. Cauthon estaba intentando encajonar a las fuerzas de la Sombra. Arganda rechazó el dolor e intentó pensar.

¿Y dónde andaba Demandred? Arganda vio entonces otra oleada de destrucción lanzada por el Renegado que abrasó defensores a través del río. Las formaciones de piqueros habían empezado a desmoronarse; cada estallido de luz mataba a cientos.

—Encauzadores sharaníes a lo lejos por un lado, y uno de los Renegados por el otro —masculló—. ¡Luz! Hasta este instante no he sido consciente de la cantidad de trollocs que hay. Son incontables. —Ahora los— veía, enfrentados a las tropas de Elayne; los destellos de Poder Único mostraban millares de ellos—. Estamos acabados, ¿verdad?

El rostro de Lan reflejaba la luz de las antorchas. Ojos como pizarra, rostro granítico. No le llevó la contraria.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Arganda—. Para vencer... ¡Luz, para vencer tendríamos que batir a estos sharaníes, rescatar a los piqueros, que pronto estarán rodeados por los trollocs, y cada uno de nuestros hombres tendría que matar al menos a cinco de esas bestias!

Tampoco ahora hubo respuesta de Lan.

—Estamos condenados —dijo Arganda.

—En ese caso —respondió Lan—, nos quedamos en terreno alto y luchamos hasta morir, ghealdano. No hay más rendición que la muerte. A muchos hombres les han dado menos opciones.

Los hilos de la posibilidad se le resistían a Rand al tejerlos en el mundo que imaginaba. Ignoraba qué significaba eso. Quizá que lo que pretendía era muy poco probable. Aquello que hacía utilizando hilos para mostrar lo que podía ser, era algo más que una simple ilusión. Implicaba considerar mundos que ya habían sido, mundos que podían ser otra vez. Espejos de la realidad en la que vivía.

No creaba esos mundos. Simplemente... los hacía manifiestos. Obligó a los hilos a abrirse a la realidad que demandaba y, por fin, obedecieron. Una vez más, la oscuridad se hizo luz y la nada se hizo algo.

Entró en un mundo que no conocía al Oscuro.

Eligió Caemlyn como punto de entrada. Quizá porque el Oscuro había usado ese sitio en su última creación, y Rand quería demostrarse a sí mismo que la terrible visión no era inevitable. Necesitaba ver la ciudad otra vez, pero no corrompida.

Caminó por la calzada que pasaba por el palacio y respiró hondo. Los árboles llamados lluvia de oro estaban en flor y los capullos amarillos se derramaban fuera de los jardines colgando por encima de los muros del patio. Los niños jugaban en ellos y lanzaban pétalos al aire.

Ni una sola nube rompía el límpido azul del cielo. Rand miró hacia arriba, alzó los brazos y salió de debajo de las ramas floridas a la cálida luz del sol. No había guardias en las puertas de palacio, sólo un afable criado que respondía a las preguntas de algunos visitantes.

Rand siguió adelante dejando huellas de pétalos dorados conforme se acercaba a la entrada. Una pequeña corrió hacia él y Rand se detuvo, sonriéndole.

Ella se aupó para tocar la espada que Rand llevaba a la cintura. La pequeña parecía confusa.

—¿Qué es? —preguntó al tiempo que alzaba la cabeza para mirarlo con los ojos muy abiertos.

—Una reliquia —susurró Rand.

Las risas de los otros niños hicieron que la pequeña girara la cabeza y se marchara, risueña, cuando uno de los niños lanzó al aire un montón de pétalos.

Rand siguió caminando.

¿ESTO ES LA PERFECCIÓN PARA TI?

La voz del Oscuro sonaba lejana. Podía penetrar esa realidad para hablar con él, pero no podía aparecer allí como había hecho en las otras visiones. Este sitio era su antítesis.

Porque éste sería el mundo que existiría si Rand acababa con él en la Última Batalla.