—Ven y verás —le dijo Rand, sonriente.
No hubo respuesta. Si el Oscuro se acercaba demasiado a esa realidad, dejaría de existir. En aquel lugar Shai’tan había muerto.
Todas las cosas giraban y volvían de nuevo. Ése era el significado de la Rueda del Tiempo. ¿De qué servía ganar una única batalla contra el Oscuro sabiendo que regresaría? Rand podía hacer algo más. Podía hacer... eso que contemplaba.
—Me gustaría ver a la reina —pidió al criado de las puertas de palacio—. ¿Está aquí?
—Imagino que podréis encontrarla en los jardines, joven —repuso el guía.
Miró la espada de Rand, pero sin curiosidad, sin preocupación. En ese mundo los hombres no concebían que una persona quisiera hacer daño a otra. Eso no ocurría.
—Gracias —dijo Rand, que se adentró en palacio.
Los pasillos le resultaban familiares pero, aun así, diferentes. Caemlyn casi había sido arrasado durante la Última Batalla y el palacio había ardido. La reconstrucción se parecía a lo que había sido antes, pero no del todo.
Rand recorrió los pasillos. Algo le preocupaba; algo, en su fuero interno, lo incomodaba. ¿Qué era lo...?
«No te enredes aquí —comprendió—. No seas demasiado complaciente contigo mismo.» Ese mundo no era real, no del todo. No todavía.
¿Podría ser éste un plan del Oscuro? ¿Engañarlo a fin de que creara un paraíso para sí mismo con el resultado de entrar en él y quedar atrapado mientras la Última Batalla proseguía con furia? Había gente que estaba muriendo mientras luchaba.
Debía tener presente eso. No podía dejar que esa fantasía lo consumiera. Pero no fue fácil recordarlo tras entrar en la galería, un largo pasillo bordeado por lo que parecían ventanales. Sólo que no se asomaban a Caemlyn. Eran nuevos portales de cristal que le permitían a uno contemplar otros lugares, como un acceso siempre abierto en su sitio.
Rand pasó uno con vistas al fondo de una bahía donde peces de colores nadaban con movimientos rápidos de un lado para otro. Otro daba a un paisaje de una alta y tranquila pradera en las Montañas de la Niebla. Flores rojas se abrían paso entre la hierba, como motas de pintura esparcida en el suelo tras el trabajo diario de un pintor.
Al otro lado, los ventanales se asomaban a grandes ciudades del mundo. Rand pasó por Tear, donde la Ciudadela era ahora un museo de los tiempos de la Tercera Era, con los Defensores como sus conservadores. Nadie de esta generación había llevado encima un arma jamás, y se quedaban perplejos con los relatos de que sus abuelos habían luchado. Otro mostraba las Siete Torres de Malkier reconstruidas, formidables, pero como un monumento, no como una fortificación. La Llaga había desaparecido al desaparecer el Oscuro, y los Engendros de la Sombra se habían desplomado muertos de inmediato, como si el Oscuro los hubiera tenido vinculados a todos, al igual que un Fado dirigía un pelotón de trollocs.
Las puertas no tenían cerraduras. El sistema monetario casi era una excentricidad caída en el olvido. Los encauzadores ayudaban a crear comida para todo el mundo. Rand pasó por un ventanal que daba a Tar Valon, donde las Aes Sedai Curaban a cualquiera que iba allí y creaban accesos para que la gente se reuniera con sus seres queridos. Todos tenían lo que necesitaban.
Vaciló junto a la siguiente ventana. Se veía Rhuidean. ¿De verdad esa ciudad había estado alguna vez en un desierto? El Yermo florecía, desde Shara hasta Cairhien. Y allí, a través del ventanal, Rand vio Campos de Soras —un bosque de esos árboles de leyenda— que rodeaban la ciudad legendaria. Aunque no oía las voces, vio que los Aiel cantaban.
No más armas. No más lanzas con las que danzar. De nuevo, los Aiel eran un pueblo pacífico.
Siguió adelante. Bandar Eban, Ebou Dar, el continente de Seanchan, Shara. Todas las naciones estaban representadas, aunque en la actualidad la gente no hacía mucho caso de las fronteras. Otra reliquia. ¿A quién le importaba vivir en una u otra nación y por qué alguien iba a querer «poseer» tierras? Había suficiente para todos. El florecimiento del Yermo había proporcionado espacio para nuevas ciudades, nuevas maravillas. Muchos de los ventanales por los que Rand pasaba parecían asomarse a sitios que no conocía, aunque lo complació ver Dos Ríos con un aspecto tan majestuoso, casi como si Manetheren hubiera resurgido.
El último ventanal lo hizo vacilar. Se asomaba a un valle que antaño había sido las Tierras Malditas. Una losa de mármol en el lugar donde un cuerpo había sido incinerado largo tiempo atrás, descansaba allí en soledad. Estaba cubierta de vida: enredaderas, hierba, flores. Una araña peluda del tamaño de la mano de un niño pasó corriendo sobre las piedras.
Era su tumba. El sitio donde habían incinerado su cuerpo tras la Última Batalla. Se quedó largo rato ante aquel ventanal hasta que, por fin, se obligó a seguir adelante; salió de la galería y se encaminó hacia los jardines de palacio. Los criados se mostraron serviciales cada vez que les habló. Nadie cuestionó por qué quería ver a la reina.
Dio por sentado que cuando la encontrara estaría rodeada de gente. Si cualquiera podía ver a la reina, ¿no requeriría que se dedicara todo el tiempo a tal menester? Empero, cuando se acercó a ella la vio sola, sentada en los jardines debajo de las enormes ramas del árbol sora de palacio.
Era un mundo sin problemas. Un mundo donde la gente solucionaba sus discrepancias con facilidad. Un mundo de cooperación, no de controversia. ¿Qué podría necesitar alguien de la reina?
Elayne seguía siendo tan bella como cuando se habían separado la última vez. Ya no estaba embarazada, por supuesto. Habían pasado cien años desde la Última Batalla, pero parecía que no hubiera envejecido un solo día.
Se acercó a ella con la mirada prendida en el muro del jardín del que antaño se había caído; allí se habían visto por primera vez. Los jardines de ahora eran muy diferentes, pero ese muro seguía allí. Había resistido bien el paso del tiempo, así como el impacto de la nueva Caemlyn y la llegada de una nueva era.
Elayne lo miró desde el banco. De inmediato, los ojos se le abrieron de par en par, y se llevó la mano a la boca.
—¿Rand?
Se quedó mirándola con la mano apoyada en el pomo de la espada de Laman. Una postura ceremoniosa. ¿Por qué habría llevado el arma?
—¿Es esto una travesura? Hija, ¿dónde estás? ¿Has usado otra vez la Máscara de Espejos para gastarme una broma?
—No es una broma, Elayne —dijo Rand, que se inclinó delante de ella con una rodilla en tierra y así las cabezas de ambos estuvieron al mismo nivel. La miró a los ojos.
Algo estaba mal.
—¡Oh! Pero ¿cómo es posible? —preguntó ella.
Ésa no era Elayne, ¿verdad? El tono parecía errado, las maneras erróneas. ¿Habría cambiado tanto? Habían pasado cien años.
—Elayne, ¿qué te ha pasado? —inquirió.
—¿Ocurrirme? ¡Nada! Hace un día maravilloso, magnífico. Hermoso y tranquilo. Me encanta sentarme en mis jardines y disfrutar del sol.
Rand frunció el entrecejo. Ese tono afectado, esa reacción banal... Elayne jamás había sido así.
—¡Tendremos que preparar una fiesta! —exclamó Elayne al tiempo que batía palmas—. ¡Invitaré a Aviendha! Es su semana libre de cantar, aunque probablemente estará prestando servicio en la guardería. Por lo general se ofrece como voluntaria allí.
—¿Servicio en la guardería?
—En Rhuidean —dijo Elayne—. A todo el mundo le gusta jugar con los niños, tanto aquí como allí. ¡Hay mucha competencia para cuidar a los pequeños! Pero comprendemos que hay que turnarse.
Aviendha. Atendiendo niños y cantando a los árboles sora. En realidad no había nada de raro en eso. ¿Por qué no iba a disfrutar de tales actividades?
Pero también era erróneo. Estaba convencido de que Aviendha debía de ser una madre maravillosa, pero no la imaginaba deseando pasar todo el día jugando con los hijos de otros...