Un momento. ¿Qué era eso? Leane percibía que alguien poderoso encauzaba cerca. ¿Habían creado un círculo los sharaníes? Entrecerró los ojos; ya era bien entrada la noche, pero había suficientes incendios en los alrededores para dar luz. También creaban un montón de humo, y Leane tejió Aire para apartarlo. Pero de pronto la humareda se levantó por sí misma y se dividió como si soplara un viento fuerte.
Egwene al’Vere pasó junto a ellas, ladera arriba, brillando con la potencia de un centenar de hogueras. Eso era más Poder de lo que Leane había visto jamás que una mujer pudiera absorber. La Amyrlin avanzó con una mano extendida hacia adelante, sosteniendo la vara blanca, y los ojos resplandecientes.
Con un estallido de luz y fuerza, Egwene lanzó una docena de flujos de Fuego por separado. Una docena, nada menos. Machacaron la parte alta de la ladera y arrojaron al aire cuerpos de encauzadores sharaníes.
—Manda —dijo Leane—, creo que hemos encontrado un punto de concentración mejor.
Talmanes prendió una ramita con la llama de la linterna y la utilizó para encender la pipa. Sólo dio una chupada antes de ponerse a toser mientras vaciaba la cazoleta en el suelo de piedra. El tabaco se había estropeado. Sabía horrible. Carraspeó más y aplastó el asqueroso tabaco con el tacón de la bota.
—¿Estáis bien, milord? —preguntó Melten, que pasaba por allí haciendo juegos malabares con dos martillos en la mano derecha mientras caminaba.
—Todavía estoy vivo —dijo Talmanes—. Que es mucho más de lo que probablemente sería de esperar.
Melten asintió con gesto inexpresivo y siguió adelante para unirse a uno de los equipos que trabajaban en los dragones. En la profunda caverna donde se hallaban se levantaban ecos con los golpes de martillo en la madera; la Compañía hacía todo cuanto estaba en su mano para rehabilitar las armas. Talmanes dio golpecitos a la linterna para calcular el aceite. Olía horrible al quemarse, aunque ya empezaba a acostumbrarse a ello. Todavía les quedaba para unas cuantas horas.
Eso era una suerte, puesto que —que él supiera— esa caverna no tenía salidas al campo de batalla que se extendía encima. Sólo podía llegarse a ella a través de un acceso. Un Asha’man conocía su existencia. Un tipo extraño. ¿Qué clase de hombre conocía cavernas a las que no había acceso, salvo con el Poder Único?
Fuera como fuese, la Compañía se encontraba atrapada allí, en un lugar seguro pero aislado. Sólo les llegaba alguna que otra información con los mensajeros de Mat.
Talmanes aguzó el oído, creyendo oír a lo lejos los sonidos de los encauzadores que luchaban encima, pero sólo eran imaginaciones suyas. Meneó la cabeza y se acercó a uno de los grupos de trabajo.
—¿Cómo va eso?
Dennel señaló unas cuantas hojas de papel que Aludra le había dado con el procedimiento que debían seguir para reparar ese dragón en particular. La mujer estaba dando instrucciones precisas a otro de los grupos de trabajo; su voz, con un leve acento, levantaba ecos en la caverna.
—La mayoría de los tubos están en buenas condiciones —explicó Dennel—. Si uno lo piensa, están construidos para resistir un poco de fuego y una explosión de vez en cuando... —Soltó una risita y después se calló al mirar a Talmanes.
—No dejes que mi expresión disipe tu buen humor —dijo Talmanes mientras guardaba la pipa—. Ni dejes que te preocupe que estemos luchando cuando parece que se va a acabar el mundo, o que el número de efectivos del enemigo supere extraordinariamente al de nuestros ejércitos, o que, si perdemos, hasta nuestras almas serán destruidas por el Señor Oscuro y todo el mal.
—Lo siento, milord.
—Sólo era una broma.
—¿Lo era? —Dennel parpadeó.
—Sí.
—Era una broma.
—Sí.
—Tenéis un sentido del humor muy interesante, milord —comentó Dannil.
—Eso me han dicho, sí. —Talmanes se agachó e inspeccionó la cureña del dragón. La madera quemada estaba sujeta con tornillos y tablas nuevas—. No parece que sea muy funcional.
—Funcionará, milord. No podremos moverlo con rapidez, sin embargo. Como decía, los tubos aguantaron muy bien, pero las cureñas... En fin, hemos hecho lo que hemos podido con material reutilizable y suministros de Baerlon, pero tampoco puede hacerse más con el tiempo de que disponemos.
—Que es nada —dijo Talmanes—. Lord Mat podría llamarnos en cualquier momento.
—Si es que siguen vivos ahí arriba. —Dennel miró hacia el techo de la caverna.
Una idea muy inquietante. La Compañía podía acabar sus días atrapada allí abajo. Al menos no serían muchos. O el mundo acababa o la Compañía se quedaba sin víveres. No durarían ni una semana. Enterrados allí. En la oscuridad.
«Maldita sea, Mat. Más te vale no perder ahí arriba. ¡Más te vale!» A la Compañía todavía le quedaba combatividad. No iban a acabar esa batalla muriéndose de hambre bajo tierra.
Talmanes recogió la linterna para volver a su puesto anterior, pero se fijó en algo. Los soldados que trabajaban en los dragones proyectaban una sombra distorsionada en el muro, como una figura con capa y con la cabeza cubierta para que no se le viera la cara.
Dennel siguió la mirada de Talmanes.
—Luz —dijo—. Es como si nos estuviera vigilando la vieja Dama de las Sombras en persona, ¿verdad?
—Y tanto que sí —se mostró de acuerdo Talmanes. Luego, gritó en voz alta—: ¡Aquí hay demasiado silencio, chicos! Venga, cantemos algo.
Algunos de los hombres se quedaron parados. Aludra se incorporó, se puso en jarras y le asestó una mirada de desagrado.
En vista de lo cual, Talmanes se puso a cantar éclass="underline"
Silencio.
Entonces, todos entonaron la canción:
Las voces resonaron contra las piedras mientras trabajaban y se preparaban frenéticamente para el papel que les tocaría interpretar.
Y lo interpretarían. Talmanes se aseguraría de que lo hicieran. Aunque para ello tuvieran que abrirse paso reventando esa tumba con una tormenta de fuego de dragón.
Cuando Olver acuchilló a la mujer de blanco, las ataduras de Faile desaparecieron. Cayó al suelo y se tambaleó, pero logró guardar el equilibrio y se mantuvo de pie. Mandevwin cayó a su lado con una maldición.
Aravine. Luz, Aravine... Sumisa, meticulosa, competente. Aravine era una Amiga Siniestra.
Y tenía el Cuerno.
Aravine miró a la Aes Sedai caída que Olver había atacado; entonces le entró el pánico y, asiendo las riendas del caballo que un criado le había llevado, saltó a la silla.
Faile corrió hacia ella mientras los cautivos salían con mucho estruendo de los cercanos corrales y se lanzaban contra los trollocs tratando de desarmarlos. Faltó poco para que alcanzara a Aravine antes de que la mujer huyera a galope llevándose consigo el Cuerno. Se dirigía hacia las vertientes suaves que le permitirían cabalgar hacia la cumbre de los Altos.
—¡No! —gritó Faile—. ¡Aravine! ¡No lo hagas! —Faile echó a correr tras ella, pero comprendió que sería inútil.
Un caballo. Necesitaba un caballo. Faile miró en derredor, frenética, y vio a los pocos animales de carga que habían pasado a través del acceso. Corrió junto a Bela y cortó la correa con unos cuantos golpes de cuchillo para quitarle la silla y los bultos que cargaba. Saltó a lomos de la yegua montando a pelo, asió las riendas y la taconeó para que emprendiera la marcha.