Egwene alzó el sa’angreal de Vora y continuó con sus ataques al tiempo que ascendía la pendiente, con Leilwin a su lado. Más arriba, los sharaníes estaban agachados para capear el vendaval. Los encauzadores trataron de atacarla a través de la tolvanera, pero los tejidos salieron mal al tener los ojos cegados con el polvo. Tres soldados atacaron por un lado, pero Leilwin los despachó con eficacia.
Egwene hizo girar el viento y, usándolo como manos, levantó a los encauzadores y los lanzó al aire. Los rayos que caían de arriba envolvieron a los hombres en un feroz abrazo y los cadáveres humeantes cayeron a plomo en la ladera. Egwene siguió adelante, y su ejército de Aes Sedai avanzó arrojando tejidos como flechas de luz.
Se les unieron Asha’man. Antes ya habían luchado junto a la Torre Blanca de vez en cuando, pero ahora parecían haber llegado en masa. Se reunieron docenas de hombres mientras ella encabezaba la marcha. El aire se saturó de Poder Único.
La ventolera cesó.
La tormenta de polvo se desmoronó de repente, sofocada como una vela bajo una manta. Ninguna fuerza natural había hecho eso. Egwene se encaramó a un afloramiento rocoso y miró hacia un hombre de negro y rojo que se encontraba en la cumbre, con la mano extendida ante sí. Por fin había conseguido hacer salir a quien dirigía esa fuerza. Sus Señores del Espanto luchaban junto a los sharaníes, pero ella buscaba a su cabecilla. Taim. M’Hael.
—¡Está tejiendo rayos! —gritó un hombre detrás de ella.
Egwene hizo surgir al instante otra aguja de hierro fundido y la enfrió para que atrajera los rayos que cayeron un instante después. Miró hacia un lado. El que había hablado era Jahar Narishma, el Asha’man Guardián de Merise. Egwene sonrió y volvió la mirada hacia Taim.
—Mantened alejados de mí a los otros —ordenó en voz alta—. Todos menos vosotros, Narishma y Merise. Los avisos de Narishma me serán útiles.
Hizo acopio de fuerza y empezó a lanzar una tormenta al traidor M’Hael.
Ila se abría camino con cuidado entre los muertos del campo de batalla, cerca de las ruinas. Aunque la lucha se había desplazado río abajo, oía a lo lejos los gritos y las explosiones en mitad de la noche.
Buscaba a los heridos entre los caídos y pasaba por alto flechas y espadas cuando las encontraba. Otros las recogerían, aunque ojalá no lo hicieran. Las espadas y las flechas habían causado gran parte de esas muertes.
Raen, su esposo, se afanaba cerca dando empujoncitos a los cuerpos y luego escuchando si el corazón latía. Tenía los guantes llenos de sangre, que también le manchaba las ropas de colores debido a que pegaba la oreja al pecho de los cuerpos. Una vez que confirmaban que alguien estaba muerto, dibujaban una «X» en una mejilla, a menudo con la sangre de la propia persona. Eso evitaría que otros hicieran lo mismo.
Raen parecía haber envejecido una década en el último año, e Ila se sentía como si a ella le hubiera pasado lo mismo. En ocasiones, la Filosofía de la Hoja era una doctrina sencilla que proporcionaba una vida de alegría y paz. Pero una hoja caía con brisa calma y con tempestad; la dedicación exigía que uno aceptara la última al igual que la primera. Tener que desplazarse de país en país, sufrir hambruna a medida que la tierra moría y luego, finalmente, llegar para descansar en las tierras de los seanchan... Ésa había sido la vida que habían llevado.
Nada de todo eso igualaba a la pérdida de Aram. Había sido un dolor mucho mayor y más profundo que perder a su madre a manos de los trollocs.
Pasaron junto a Morgase, la anterior reina, que organizaba a los trabajadores y les impartía órdenes. Ila siguió adelante. Las reinas le importaban poco. No habían hecho nada por ella ni por los suyos.
Cerca, Raen se detuvo y alzó la linterna para examinar una aljaba llena de flechas que un soldado llevaba cuando murió. Ila bufó y se recogió la falda para pasar alrededor de los cadáveres y llegar junto a su marido.
—¡Raen!
—Paz, Ila —dijo él—. No voy a cogerlo. Sin embargo, me pregunto...
Alzó la vista hacia los lejanos destellos río abajo y en la cumbre de los Altos, donde los ejércitos seguían con sus terribles actos de matar. Tantos destellos en la noche, como centenares de rayos y relámpagos... Ya era bien pasada la medianoche. Llevaban en ese campo horas, buscando a los que aún estuvieran vivos.
—¿Te preguntas, dices? ¿Qué? —inquirió Ila—. Raen...
—¿Cómo tratarlos como querríamos que ellos nos trataran, Ila? Los trollocs no seguirían la Filosofía de la Hoja.
—Hay lugares de sobra para huir —dijo ella—. Míralos. Vinieron a enfrentarse a los trollocs cuando los Engendros de la Sombra apenas habían salido de la Llaga. Si esa energía se hubiera empleado en reunir a la gente y conducirla hacia el sur...
—Los trollocs habrían ido detrás —objetó Raen—. Y entonces ¿qué, Ila?
—Hemos vivido bajo muchos señores —contestó Ila—. La Sombra podría habernos tratado mal, pero ¿de verdad sería peor que el trato que hemos recibido estando en manos de otros?
—Sí —repuso Raen con suavidad—. Sí, Ila. Sería peor. Mucho, muchísimo peor.
Ila lo miró. Raen meneó la cabeza y suspiró.
—No voy a abandonar la Filosofía, Ila. Es mi modo de vida, y es bueno para mí. Quizá... Quizá a partir de ahora no pensaré tan mal de quienes siguen otro camino. Si sobrevivimos a estos tiempos, será el legado dejado por quienes murieron en este campo de batalla, tanto si deseamos aceptar su sacrificio como si no. —Echó a andar y se alejó.
«Sólo es la oscuridad de la noche —pensó ella—. Lo superará cuando el sol vuelva a brillar. Eso es lo correcto, ¿no?»
Alzó la mirada al cielo nocturno. Ese nuevo sol... ¿Podrían verlo cuando saliera? Las nubes, enrojecidas ahora por los fuegos de abajo, parecían hacerse más y más densas. De repente sintió frío y se ajustó el chal amarillo chillón.
«Puede que yo tampoco piense tan mal de quienes siguen otro camino.» Parpadeó para librarse de las lágrimas que le empañaban los ojos.
—Luz —susurró mientras algo se retorcía en su interior—. No debí darle la espalda. Tendría que haber intentado ayudarlo a volver con nosotros, no expulsarlo. Luz, oh, Luz. Acógelo...
Cerca, un grupo de mercenarios encontró las flechas y las recogió.
—¡Eh, Hanlon! —llamó uno—. ¡Mira esto!
Cuando al principio esos hombres brutales habían empezado a ayudar a los Tuatha’an en su tarea, se había sentido orgullosa de ellos. ¿Daban la espalda a la batalla para ayudar a ocuparse de los heridos? Habían conseguido ver más allá de su pasado violento.
Ahora parpadeó y les notó algo más. Cobardes que preferían merodear entre los cadáveres y rebuscar en sus bolsillos, en lugar de luchar. ¿Quiénes eran peores? ¿Los hombres que —por equivocados que estuvieran— plantaban cara a los trollocs e intentaban rechazarlos? ¿O esos mercenarios que no luchaban porque les era más fácil ese otro camino?
Ila meneó la cabeza. Siempre había tenido la impresión de saber las respuestas de la vida. Ahora, la mayoría se le había escapado entre los dedos. Salvar la vida de una persona, sin embargo... A eso se aferraría con todas sus fuerzas.
Se encaminó de vuelta a los cuerpos caídos para buscar a los vivos de entre los muertos.
Olver corrió a toda prisa de vuelta a la carreta asiendo el Cuerno mientras lady Faile emprendía la huida. Docenas de jinetes la siguieron, así como cientos de trollocs. Qué oscuro estaba todo.
Solo. Lo habían vuelto a dejar solo.
Apretó los párpados con fuerza, pero no le sirvió de mucho. Todavía oía gritar a los hombres en la distancia. Todavía olía a sangre; los cautivos habían muerto a manos de los trollocs mientras intentaban escapar. Aparte de la sangre, olía a humo, denso e irritante. Parecía que el mundo entero estuviera ardiendo en llamas.
El suelo tembló como si algo muy pesado hubiera caído en algún sitio, cerca. Un trueno retumbó en el cielo, acompañado por los secos chasquidos de los relámpagos al descargarse una y otra vez en los Altos. Olver gimoteó.