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«A menos que M’Hael utilice de nuevo el Poder Verdadero. ¿Podría otro hombre percibir que alguien lo está encauzando?»

—¡Madre!

Egwene se volvió y vio que Merise gesticulaba hacia donde la mayoría de las Aes Sedai y los Asha’man seguían enzarzados en una batalla atronadora con las fuerzas sharaníes. Muchas hermanas con vestidos coloridos yacían muertas en la ladera.

La muerte de Gawyn le rondaba por la mente como un asesino de negro. Egwene apretó los dientes y avivó su ira mientras absorbía el Poder Único y se lanzaba hacia los sharaníes.

Hurin, con las fosas nasales tapadas con tela, combatía en los Altos de Polov junto a otros fronterizos.

Incluso a través de la tela, olía la guerra. Tanta, tanta violencia, los efluvios de la sangre y de carne putrefacta todo en derredor. Impregnaban el suelo, su espada, sus propias ropas. Ya había vomitado de manera violenta varias veces durante la batalla.

Aun así siguió luchando. Se apartó a un lado cuando el trolloc con hocico de oso gateó por encima de los cadáveres y saltó sobre él. El golpe de la espada del ser hizo que el suelo temblara y Hurin gritó.

La bestia soltó una risa inhumana al interpretar que el grito de Hurin indicaba miedo. Arremetió, de modo que Hurin corrió hacia adelante, agachado por debajo del arma enemiga, y le abrió el estómago a la bestia mientras pasaba corriendo. La criatura se frenó de golpe al ver cómo se le salían las tripas apestosas.

«Hay que darle tiempo a lord Rand», pensó; retrocedió y esperó que el siguiente trolloc pasara por encima de los cadáveres. Subían por la ladera oriental de los Altos, en la parte del río. Esa pendiente pronunciada era difícil de escalar para ellos; pero, por la Luz, había muchísimos.

«Sigue luchando, sigue luchando.»

Lord Rand había ido a verlo para pedirle que lo perdonara. ¡A él! En fin, haría que se sintiera orgulloso de él. El Dragón Renacido no necesitaba el perdón de un simple husmeador, pero Hurin todavía tenía la sensación del que el mundo había vuelto a su ser. Lord Rand era de nuevo el de siempre. Lord Rand los salvaría, si ellos conseguían darle tiempo suficiente.

Se produjo una pausa en la batalla. Frunció el entrecejo. Las bestias le habían parecido innumerables. Sin duda no podían haber caído todas. Avanzó con cautela y se asomó por encima de los cuerpos para mirar la pendiente.

No, los trollocs no estaban derrotados. El mar de monstruos todavía parecía casi infinito. Podía verlos a la luz de los fuegos de abajo. Los trollocs habían dejado de trepar porque tenían que retirar los cadáveres del camino en la vertiente, muchos de los cuales habían sido derribados por los arqueros de Tam. Más abajo, en el cauce del río, el ejército más numeroso de trollocs combatía con el de Elayne.

—Creo que dispondremos de unos pocos minutos —dijo Lan Mandragoran a los soldados desde donde estaba montado a caballo.

La reina Alliandre cabalgaba cerca también y hablaba tranquilamente con sus hombres. Dos monarcas a la vista. Sin duda sabían cómo ejercer el mando. Y eso hacía que Hurin se sintiera mejor.

—Se preparan para una última carga —añadió Lan—. Una embestida que nos obligue a retirarnos del borde de la pendiente para así poder luchar contra nosotros aquí arriba, en terreno llano. Descansad mientras retiran los cuerpos. Amigos, que la Paz propicie el uso de vuestras espadas. El próximo asalto será el peor.

¿El próximo asalto sería el peor? ¡Luz!

Detrás de ellos, en el centro de la loma, el resto del ejército de Mat seguía presionando al ejército sharaní en un intento de empujarlo de vuelta al sudoeste. Si los suyos conseguían hacerlo y los obligaban a bajar la pendiente hacia la batalla entre los trollocs y las fuerzas de Elayne, podría organizarse un buen lío del que Mat sabría sacar provecho. Pero, por el momento, los sharaníes no daban señales de ceder ni una pulgada de terreno; de hecho, comenzaban a presionar a su vez al ejército de Mat, que empezaba a mostrar signos de debilidad.

Hurin se tumbó de espaldas en el suelo oyendo gemidos todo en derredor, los gritos lejanos y el golpeteo de armas contra metal, olisqueando el hedor a violencia suspendido en el aire a su alrededor en un océano de pestilencias.

Lo peor aún estaba por llegar.

Que la Luz los asistiera...

Berelain utilizó un trapo para limpiarse las manos de sangre mientras se dirigía hacia el comedor de palacio. Las mesas se habían hecho trozos para leña con la que alimentar los enormes hogares que había a ambos extremos de la estancia; en lugar de muebles, había filas y filas de heridos.

Las puertas de la cocina se abrieron de golpe y un grupo de gitanos entró, algunos llevando camillas y otros ayudando a hombres heridos a entrar cojeando en el comedor.

«Luz —pensó—. ¿Más?» El palacio estaba lleno a reventar de combatientes heridos.

—¡No, no! —dijo mientras se acercaba—. Aquí no. En el vestíbulo de atrás. Vamos a tener que empezar a ponerlos allí. ¡Rosil! Tenemos heridos nuevos.

Los gitanos volvieron hacia el pasillo sin dejar de hablar con voz tranquila a los heridos. Sólo habían llevado de vuelta a los que podían salvarse. Berelain se había visto obligada a instruir a las cabecillas entre las mujeres Tuatha’an respecto a qué tipo de heridas requerían demasiado esfuerzo en la Curación. Mejor salvar a diez hombres con heridas graves que dedicar la misma energía intentando salvar a uno que se aferraba a la vida con una brizna de esperanza.

Ese momento de explicaciones había sido una de las cosas más horribles que había hecho en toda su vida.

Los gitanos siguieron avanzando en una fila, y Berelain observó a los heridos por si veía algo blanco. Había Capas Blancas entre ellos, pero no el hombre que buscaba ella.

«Tantos...», pensó de nuevo. Los gitanos no tenían ayuda para mover a los heridos. Todos los hombres sanos de palacio —y la mayoría de las mujeres— habían ido al campo de batalla para luchar o para ayudar a los refugiados de Caemlyn a recoger flechas.

Rosil se acercó presurosa; tenía la ropa manchada de sangre, pero ella ni siquiera se fijaba. De inmediato se hizo cargo de los heridos y los miró por si alguno necesitaba atención inmediata. Por desgracia, las puertas de la cocina se abrieron de golpe en ese momento y un grupo de andoreños y Aiel entraron tambaleándose, enviados por las Allegadas desde otra área del campo de batalla.

Lo que siguió fue casi demencial mientras Berelain metía prisa a todo el personal que tenía —mozos, gente mayor, algunos chiquillos de incluso cinco años— para que ayudaran a acomodar a los recién llegados. Sólo los Aiel que estaban en peor estado aceptaban que los llevaran allí; tenían tendencia a quedarse en el campo de batalla mientras pudieran sostener un arma. Lo cual significaba que para muchos de los que acababan de llegar ya no había Curación posible. Tenía que ponerlos en un espacio del que no disponía y ver sus jadeos sanguinolentos mientras morían.

—¡Esto es absurdo! —dijo, poniéndose de pie. Tenía las manos húmedas de sangre otra vez y ya no le quedaba un solo paño limpio. ¡Luz!—. Hemos de enviar más ayuda. Tú, el Aiel ciego.

Señaló a un Aiel al que habían dejado ciego. Estaba sentado con la espalda recostada en la pared y un vendaje sobre los ojos.

—Me llamo Ronja.

—Bien, Ronja. Tengo aquí algunos gai’shain para ayudarme. Según mis cuentas, debería haber muchos más. ¿Dónde están?

—Esperan hasta que acabe la batalla para poder atender a los vencedores.

—Vamos a buscarlos —dijo ella—. Necesitamos a todos los que podamos reunir para que ayuden en la lucha.

—Puede que vengan aquí con vos, Berelain Paendrag, y ayuden a cuidar de los heridos —replicó el hombre—. Pero no lucharán. No les corresponde hacer eso.

—Se avendrán a razones —declaró ella con firmeza—. ¡Es la Última Batalla!