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—Puede que aquí seáis un jefe de clan —contestó el Aiel, sonriente—, pero no sois el Car’a’carn. Ni siquiera él podría ordenar a los gai’shain que desobedecieran el ji’e’toh.

—¿Quién, entonces?

Eso pareció sorprender al hombre.

—Nadie. No es posible.

—¿Y las Sabias?

—No lo harían. Nunca —aseguró él.

—Eso lo veremos —dijo Berelain.

La sonrisa del hombre se hizo más pronunciada.

—Supongo que ningún hombre o mujer querría sufrir vuestra ira, Berelain Paendrag. Pero, si me fuera devuelta la vista, me arrancaría de nuevo los ojos antes que ver luchar a los gai’shain.

—Entonces que no luchen. Quizá pueden ayudar a transportar a los heridos. Rosil, ¿te ocupas de este grupo?

La cansada mujer asintió con la cabeza. No había ninguna Aes Sedai en palacio que no diera la impresión de no poder dar un paso más sin irse de bruces al suelo. Berelain se mantenía de pie gracias a unas hierbas que tomaba, aunque dudaba que Rosil aprobara su uso.

En fin, allí no podía hacer nada más. Tal vez convendría echar un vistazo entre los heridos que habían acomodado en los almacenes. Tenían...

—Milady Principal... —llamó una voz. Era Kitan, una de las doncellas de palacio que se habían quedado para ayudar con los heridos. La delgada muchacha la asió del brazo—. Hay algo que tenéis que ver.

Berelain suspiró, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. ¿Qué desastre le aguardaba ahora? ¿Otra burbuja maligna encerrando grupos de heridos tras paredes que antes no estaban ahí? ¿Se habían quedado sin vendajes otra vez? Dudaba que en la ciudad quedara sábana, colgadura, ropa interior o pañuelo que no se hubiera convertido en vendaje.

La chica la condujo escaleras arriba hasta los propios aposentos de Berelain, donde se atendía a unos cuantos heridos. Entró en uno de los cuartos y se sorprendió al encontrar dentro un rostro familiar esperándola. Annoura, sentada junto a una cama, vestía de rojo con cuchilladas grises y llevaba las habituales trencillas sujetas hacia atrás de un modo nada favorecedor. De hecho, Berelain casi no la reconoció.

Annoura se puso de pie al entrar ella e hizo una reverencia a pesar de que parecía a punto de irse al suelo por la fatiga.

En la cama yacía Galad Damodred.

Berelain emitió un grito ahogado y corrió junto a él. Era Galad, sí, aunque tenía una herida terrible en la cara. Respiraba, pero estaba inconsciente. Berelain fue a levantarle el brazo para cogerle la mano, pero descubrió que el brazo acababa en un muñón. Uno de los cirujanos ya lo había cauterizado para cortar la hemorragia y evitar que muriera desangrado.

—¿Cómo? —preguntó Berelain mientras asía su otra mano y cerraba los ojos. La mano de Galad estaba caliente.

Cuando ella había oído lo que Demandred bramaba respecto a haber derrotado al hombre de blanco...

—Creí que os lo debía —dijo la Gris—. Lo busqué en el campo de batalla después de que Demandred anunció lo que había hecho. Lo saqué de allí mientras el Renegado luchaba contra uno de los hombres de la Torre Negra. —Volvió a sentarse en la banqueta que había junto al lecho— y se inclinó hacia adelante, encorvada—. No podía Curarlo, Berelain. Hice cuanto pude para abrir un acceso y traerlo aquí. Lo siento.

—No pasa nada —dijo ella—. Kitan, ve a buscar a una de las otras hermanas. Annoura, os sentiréis mejor cuando hayáis descansado. Gracias.

La Gris asintió. Cerró los ojos y Berelain se impresionó al ver lágrimas en el rabillo de los ojos.

—¿Qué ocurre? —le preguntó—. Annoura, ¿qué pasa?

—No es algo que os concierna, Berelain —repuso al tiempo que se levantaba—. Nos lo enseñan a todas, ¿sabéis? No hay que encauzar cuando una está demasiado cansada. Puede haber complicaciones. Necesitaba un acceso de vuelta a palacio, sin embargo. Para traerlo aquí y ponerlo a salvo, para devolverle...

Annoura se desplomó al suelo desde la banqueta. Berelain se agachó a su lado y le levantó la cabeza. Entonces fue cuando se dio cuenta de que no eran las trencillas las que la hacían parecer tan distinta. También había algo raro en la cara. Estaba cambiada. Ya no era un rostro intemporal, sino juvenil.

—Oh, Luz, Annoura —susurró Berelain—. Os habéis consumido, ¿verdad?

La mujer se había desmayado. A Berelain le dio un vuelco el corazón. La Aes Sedai y ella habían tenido diferencias recientemente, pero Annoura había sido su consejera —y su amiga— durante años antes de su desacuerdo. Pobre mujer. Por el modo en que las Aes Sedai hablaban de ello, la consunción se consideraba peor que la muerte.

Berelain la tumbó en el diván del cuarto y la tapó con una manta. Se sentía terriblemente impotente.

«A lo mejor... Quizá puedan Curarla de algún modo.»

Regresó al lado de Galad para tomarlo de la mano un rato más; levantó la banqueta y se sentó en ella. Sólo descansaría un poco. Cerró los ojos. Él estaba vivo. A un altísimo precio, pero vivía.

—¿Cómo...?

La voz de Galad la sobresaltó. Abrió los ojos y lo encontró mirándola.

—¿Cómo he llegado aquí? —preguntó con un hilo de voz.

—Fue Annoura —contestó—. Os encontró en el campo de batalla.

—¿Y mis heridas?

—Vendrán a Curaros cuando haya alguien disponible —dijo—. La mano... —Se armó de valor—. Habéis perdido la mano, pero podemos quitar ese corte de la cara.

—No —susurró él—. Sólo es... un corte pequeño. Reservad la Curación para quienes podrían morir si no la reciben.

Parecía tan cansado... Berelain se mordió el labio, pero asintió con la cabeza.

—Por supuesto. —Vaciló un momento—. La batalla va mal, ¿verdad?—

—Sí.

—De modo que ahora... ¿sólo nos queda mantener la esperanza?

Él soltó la mano de la suya y buscó debajo de la camisa. Cuando llegara una Aes Sedai tendrían que desnudarlo y ocuparse de sus heridas. Hasta entonces sólo habían mirado el muñón, ya que era lo peor.

Galad suspiró; luego se estremeció y la mano le resbaló de debajo de la camisa. ¿Habría intentado quitársela?

—La esperanza... —susurró, y se desmayó.

Rand lloraba.

Estaba acurrucado en la oscuridad, con el Entramado que giraba ante él tejido por los hilos de las vidas de los hombres. Eran tantos los hilos que se terminaban...

Tantos...

Tendría que haber sido capaz de protegerlos. ¿Por qué no lo había hecho? Contra su voluntad, los nombres empezaron a repetirse en su mente. Los de quienes habían muerto por él, empezando por los de las mujeres, pero que ahora continuaron con los de todas y cada una de las personas que debería haber sido capaz de salvar... y que no lo había hecho.

Mientras la humanidad combatía en Merrilor y en Shayol Ghul, él se veía obligado a contemplar sus muertes. No podía dar media vuelta.

El Oscuro eligió ese instante para lanzarle un ataque masivo. Resurgió la presión esforzándose para aplastarlo hasta reducirlo a nada. Rand no podía moverse. Cada fracción de su esencia, su determinación y su fuerza enfocadas en impedir que el Oscuro lo hiciera pedazos.

Sólo podía mirar cómo morían.

Rand vio caer a Davram Bashere en una carga, seguido un momento después por su esposa. Rand gritó al ver morir a su amigo. Lloró por Davram Bashere.

El bueno y leal Hurin cayó a manos de un trolloc que atacaba para llegar a la cumbre de los Altos, donde Mat oponía resistencia. Rand lloró por Hurin. El hombre que tenía tanta fe en él, el hombre que lo habría seguido a cualquier parte.

Jori Congar yacía aplastado bajo el corpachón de un trolloc, gimiendo y pidiendo ayuda hasta que murió desangrado. Rand lloró por Jori cuando su hilo desapareció finalmente.

Enaila, que había decidido renunciar a las Far Dareis Mai y había dejado una guirnalda nupcial a los pies del siswai’aman Leiran, muerta con el vientre atravesado por cuatro trollocs. Rand lloró por ella.