¿Mentía? ¿Podía un sa’angreal estar en armonía con una persona específica? Lo ignoraba. Lo pensó y bajó Sakarnen, amargado a pesar del poder que rugía dentro de él.
—No soy un necio, M’Hael —dijo con sequedad Demandred—. No te entregaría el lazo corredizo con el que colgarme. Ve y haz lo que se te ha ordenado. Eres mi servidor en esto, la mano que sostiene el hacha que corta el árbol. Destruye a la Amyrlin; usa el fuego compacto. Se nos ha ordenado hacerlo, y en esto debemos obedecer. El mundo ha de deshacerse antes de que lo tejamos de nuevo de acuerdo con nuestra visión.
M’Hael gruñó al otro hombre, pero hizo lo que le decía; tejió un acceso. Destruiría a esa maldita Aes Sedai. Luego... Luego decidiría cómo ocuparse de Demandred.
Elayne observaba con frustración cómo hacía retroceder el enemigo a sus formaciones de picas. Que Birgitte se las hubiera ingeniado para convencerla de que se marchara de las inmediaciones de donde se combatía —un avance trolloc podía ocurrir en cualquier momento— no la complacía.
Se habían retirado casi hasta las ruinas, lejos del peligro directo en esos momentos. Un doble círculo de guardias la rodeaba, la mayoría sentados y comiendo para recobrar las pocas fuerzas que pudieran durante los intervalos entre combates.
Elayne no llevaba desplegada su bandera, pero enviaba mensajeros para que sus comandantes supieran que seguía viva. Aunque había intentado guiar a sus tropas contra los trollocs, sus esfuerzos no habían bastado. Era evidente que sus ejércitos se estaban debilitando.
—Tenemos que regresar —le dijo a Birgitte—. Necesitan verme.
—No sé si eso cambiaría las cosas —replicó Birgitte—. Esas formaciones no pueden aguantar frente a esos trollocs y esos puñeteros encauzadores. Juro que...
—¿Qué?
—Juro que antes recordaba una situación como ésta —contestó Birgitte, y se dio la vuelta.
Elayne apretó los dientes. La pérdida de memoria de Birgitte le parecía desgarradora, pero sólo era el problema de una mujer. Miles de sus súbditos estaban muriendo.
Cerca, los refugiados de Caemlyn seguían recorriendo el área buscando flechas y personas heridas. Varios grupos se habían acercado a los guardias de Elayne y hablaban con ellos en voz baja preguntándoles por la batalla de la reina. Elayne sintió remontar su orgullo por los refugiados y su tenacidad. La ciudad había quedado derruida, pero una ciudad se podía reconstruir. El pueblo, el verdadero corazón de Caemlyn, no caería con tanta facilidad.
Otra lanza de luz que se clavó en el campo de batalla mató hombres y desorganizó las formaciones de picas. Más allá, en el lado más lejano de los Altos, mujeres encauzaban en una feroz batalla. Veía las luces destellar en la noche, aunque eso era todo. ¿Debería unirse a ellas? El hecho de haber estado al frente de las tropas no había bastado para salvar a los soldados, pero les había proporcionado orientación y liderazgo.
—Temo por nuestro ejército, Elayne —dijo Birgitte—. Temo que el día está perdido.
—No puede perderse —replicó ella—. Porque, si es así, todos estaremos perdidos. Me niego a aceptar la derrota. Tú y yo vamos a volver. Que Demandred intente acabar con nosotros. Tal vez mi presencia revivifique a los soldados, les dé más...
Cerca, un grupo de refugiados de Caemlyn atacó a sus guardias.
Elayne barbotó una maldición e hizo volverse a Sombra de Luna al tiempo que abrazaba el Poder. Las personas del grupo que al principio había tomado por refugiados con ropas sucias y manchadas de hollín llevaban cotas debajo. Luchaban con sus guardias y mataban con espada y hacha. Nada de refugiados: eran mercenarios.
—¡Traición! —gritó Birgitte mientras alzaba el arco y disparaba a un mercenario al que atravesó la garganta—. ¡A las armas!
—No es traición —dijo Elayne, que tejió Fuego y lo lanzó a un grupo de tres—. ¡No son de los nuestros! ¡Cuidado, son enemigos infiltrados!
Se volvió cuando otro grupo de «refugiados» se lanzó sobre las líneas debilitadas de guardias. ¡Estaban todo en derredor! Se habían acercado a escondidas mientras tenían puesta la atención en el lejano campo de batalla.
Cuando un grupo de mercenarios se abrió paso en el cerco de guardias, Elayne tejió Saidar y lanzó un tejido poderoso de Aire.
Al dar en uno de los hombres que cargaban contra ella, el tejido se deshizo. Elayne maldijo y dio la vuelta al caballo para huir, pero uno de los atacantes se abalanzó y hundió la espada en el cuello de Sombra de Luna. La yegua se encabritó al tiempo que lanzaba un relincho agónico, y Elayne atisbó brevemente a los guardias luchando todo en derredor cuando cayó al suelo, aterrada por la seguridad de los bebés. Unas manos la asieron con rudeza por los hombros y la sujetaron contra el suelo.
Vio algo plateado brillar en la noche. Un medallón de cabeza de zorro. Otro par de manos se lo pusieron pegado a la piel por encima de los senos. El metal estaba intensamente frío.
—Hola, mi reina —saludó Mellar, en cuclillas a su lado. El otrora capitán de la guardia, al que mucha gente todavía consideraba padre de sus bebés, la miró con gesto lascivo—. Ha resultado muy difícil rastrearos.
Elayne le escupió, pero él lo había visto venir y alzó la mano para detener el salivazo. Sonrió y después se puso de pie dejándola inmovilizada por dos mercenarios. Aunque algunos de sus guardias aún combatían, a la mayoría los habían hecho retroceder o los habían matado.
Mellar se volvió cuando dos hombres se acercaron arrastrando a Birgitte. Ella se debatía y un tercer hombre se acercó para ayudar a inmovilizarla. Mellar sacó la espada y miró la hoja un instante, como si se contemplara en el brillante acero. Entonces hundió el arma en el estómago de Birgitte.
Birgitte dejó escapar un grito ahogado y cayó de rodillas. Mellar la decapitó con un brutal golpe de revés.
Elayne se encontró sentada, muy quieta, incapaz de pensar o reaccionar mientras el cadáver de Birgitte se desplomaba hacia adelante derramando la sangre vital por el cuello. El vínculo titiló y se apagó, y llegó... el dolor. Un dolor terrible.
—Llevaba mucho tiempo esperando hacer eso —dijo Mellar—. Maldición, qué bien sienta.
«Birgitte...» Su Guardiana estaba muerta. Su Guardiana había sido asesinada. La pérdida hacía... hacía que le costara trabajo pensar.
Mellar pateó el cadáver de Birgitte al tiempo que un hombre llegaba a caballo con un cuerpo tendido sobre la parte trasera de la silla. El hombre vestía un uniforme andoreño y el cabello colgante del cadáver era rubio. Quienquiera que fuera la pobre mujer, llevaba un vestido exactamente igual al de Elayne.
«Oh, no...»
—Ve —dijo Mellar.
El hombre se alejó a caballo con otros cuantos en formación a su alrededor, unos guardias falsos. Portaban el estandarte de Elayne y uno empezó a gritar:
—¡La reina ha muerto! ¡La reina ha caído!
Mellar se volvió hacia Elayne.
—Los vuestros aún combaten. Bien, pues, eso hará que se rompan sus filas. En cuanto a vos... En fin, por lo visto, el Gran Señor tiene que hacer algo con esos niños vuestros. Me han ordenado que los lleve a Shayol Ghul. Se me ocurre que no tenéis por qué estar con ellos en ese momento. —Miró a uno de sus compañeros—. ¿Puedes conseguirlo?
El otro hombre se arrodilló junto a ella y apretó las manos contra su vientre. Una repentina punzada de miedo la sacudió a través de la estupefacción y la conmoción. ¡Sus pequeños!
—El embarazo está bastante adelantado ya —dijo el hombre—. Es probable que pueda mantener vivos a los niños con un tejido y si los sacas cortando. Será difícil hacerlo bien. Todavía son fetos inmaduros. Seis meses de gestación. Pero con los tejidos que me ha enseñado el Elegido... Sí, creo que puedo mantenerlos vivos durante una hora. Pero tendrás que llevárselos a M’Hael para que se entreguen en Shayol Ghul. Viajar por un acceso normal allí ya no funciona.