—¿Egwene? —preguntó con suavidad Elayne.
—Haz lo que puedas por él —contestó.
De pie ya, se alejó deprisa. Se abrió paso entre la aturdida multitud siguiendo la voz. ¿Era...? Sí, allí. Encontró un acceso abierto al borde de la zona de Viaje por el que salían Aes Sedai vestidas con variedad de atuendos y corrían presurosas hacia los heridos. Gawyn había hecho bien su encargo.
Nynaeve preguntaba, en un tono de voz bastante alto, quién estaba al frente de aquel desbarajuste. Egwene se acercó a ella por un lado y al asirla por el brazo la sorprendió.
—Madre, ¿qué es todo eso de que Caemlyn arde en llamas? —preguntó—. Yo...
Enmudeció al ver a los heridos. Se puso tensa, y después intentó ir hacia ellos.
—Hay alguien a quien tienes que ver antes —dijo. La condujo hacia donde yacía Talmanes.
Nynaeve inhaló bruscamente. Luego se arrodilló y apartó a Elayne a un lado con suavidad. Acto seguido Ahondó a Talmanes y se quedó paralizada, con los ojos desorbitados.
—Nynaeve, ¿puedes...? —empezó a decir Egwene.
Una explosión de tejidos brotó de Nynaeve como la luz de un sol saliendo entre las nubes de forma repentina. Nynaeve tejió los Cinco Poderes juntos en una columna radiante y seguidamente la dirigió al interior del cuerpo de Talmanes.
Egwene la dejó centrada en lo que hacía. Quizá sería suficiente, aunque el noble parecía perdido. Quisiera la Luz que viviera. La había impresionado en el pasado. Parecía justo el tipo de hombre que la Compañía —y Mat— necesitaban.
Elayne se encontraba cerca de los dragones y hacía preguntas a una mujer con el cabello tejido en trencillas. Debía de ser Aludra, la creadora de los dragones. Egwene se acercó a las armas y posó los dedos en uno de los largos tubos de bronce. Le habían pasado informes sobre ellos, por supuesto. Algunos hombres decían que eran como Aes Sedai, forjados con metal y activados con el polvo explosivo de los fuegos de artificios.
El torrente de refugiados seguía saliendo del acceso; muchos de ellos eran gente de la ciudad.
«Luz —se dijo Egwene para sus adentros—, son muchos. No podemos albergar a toda Caemlyn aquí, en Merrilor.»
Elayne acabó la conversación que sostenía y dejó a Aludra para que inspeccionara los dragones. Al parecer, la mujer no estaba dispuesta a descansar durante la noche y a ocuparse de ellos por la mañana. Elayne se encaminó hacia el acceso.
—Los soldados dicen que el aérea fuera de la ciudad es segura —comentó Elayne al pasar por delante de Egwene—. Voy a echar una ojeada.
—Elayne... —dijo Birgitte, que llegó por detrás.
—¡Vamos a ir! Venga.
Egwene dejó que la reina se ocupara de eso y regresó para supervisar el trabajo. Romanda se había puesto al frente de las Aes Sedai y estaba organizando a los heridos en grupos separados, dependiendo de la gravedad de las heridas.
Mientras supervisaba la caótica mezcla, Egwene reparó en un par de personas que se mantenían algo apartadas. Eran una mujer y un hombre illianos, a juzgar por su aspecto.
—¿Qué queréis vosotros?
La mujer se arrodilló delante de ella. Era de tez clara y cabello oscuro; había firmeza en sus rasgos y su porte, a pesar de tener una constitución alta y delgada.
—Soy Leilwin —dijo con un acento inconfundible—. Acompañaba a Nynaeve Sedai cuando se dio el aviso para la Curación. La seguimos aquí.
—Eres seanchan —musitó Egwene, sobresaltada.
—He venido para serviros, Sede Amyrlin.
Seanchan. Egwene todavía asía el Poder Único. Luz, no todos los seanchan que conocía eran peligrosos para ella; aun así, no correría riesgos. Al ver a algunos miembros de la Guardia de la Torre que entraban por uno de los accesos, Egwene señaló a la pareja seanchan.
—Llevaos a éstos a algún lugar seguro y vigiladlos. Me ocuparé de ellos después.
Los soldados asintieron. El hombre fue a regañadientes; la mujer sin resistirse. No tenía capacidad de encauzar, así que no era una damane liberada. Lo que, sin embargo, no significaba que no fuera una sul’dam.
Egwene regresó con Nynaeve, que seguía de rodillas al lado de Talmanes. Había desaparecido el tono enfermizo de la piel del noble, que ahora estaba pálida.
—Llevadlo a descansar a algún sitio —instruyó Nynaeve en tono cansado a varios miembros de la Compañía que habían observado la Curación y aguardaban—. He hecho todo lo que he podido. —Miró a Egwene mientras los hombres se llevaban al noble.
»Luz —susurró—, esto me ha dejado extenuada, incluso con mi angreal. Me sorprende que Moraine lo consiguiera con Tam, años atrás. —En la voz de la mujer parecía haber una nota de orgullo.
Había querido sanar a Tam, pero le había sido imposible; aunque, claro, por aquel entonces Nynaeve no sabía lo que hacía. Había recorrido un largo, largo camino desde aquel día.
—¿Es cierto, madre, lo que dicen de Caemlyn? —preguntó, levantándose.
Egwene asintió con la cabeza.
—Va a ser una noche muy larga —manifestó Nynaeve, que miró a los heridos que seguían saliendo por los accesos.
—Y mañana un día aún más largo —respondió Egwene—. Venga, coliguémonos. Te prestaré mi fuerza.
—Madre... —Nynaeve parecía consternada.
—Eres mejor Curadora que yo. —Egwene sonrió—. Seré la Amyrlin, Nynaeve, pero sigo siendo Aes Sedai. Sirviente de todos. Mi fuerza te será útil.
Nynaeve asintió con un cabeceo y se coligaron. Las dos se reunieron con el grupo de Aes Sedai que Romanda había organizado para Curar a los refugiados con las peores heridas.
—Faile ha estado organizando mi red de espías —le explicó Perrin a Rand mientras los dos se dirigían presurosos hacia el campamento de Perrin—. Tal vez esté reunida con ellos esta noche. Te lo advierto: no estoy seguro de que le agrades.
«Sería necia si le cayera bien —pensó Rand—. Probablemente sabe lo que voy a exigiros antes de que esto haya acabado.»
—Bueno, supongo que sí le gusta el hecho de que te conozca —agregó Perrin—. Su prima es una reina, después de todo. Creo que todavía le preocupa que te vuelvas loco y me hagas daño.
—La locura ya ha llegado —repuso Rand—. Y la tengo controlada. En cuanto a hacerte daño, probablemente tu mujer tiene razón. No creo que pueda evitar hacérselo a quienes me rodean. Ha sido una lección dura de aprender.
—Das a entender que estás loco —dijo Perrin.
De nuevo tenía la mano posada en el martillo mientras caminaban. Lo llevaba al costado aunque era grande; era evidente que había tenido que hacer una funda especial para él. Un trabajo de forja impresionante. Rand tenía intención de preguntarle si era una de las armas forjadas con el Poder que sus Asha’man habían estado creando.
—Pero no lo estás, Rand —prosiguió Perrin—. A mí no me lo parece. En absoluto.
Rand sonrió y un pensamiento revoloteó al filo de su mente.
—Estoy loco, Perrin. Mi demencia son estos recuerdos, estos impulsos. Lews Therin intentó imponerse. Yo era dos personas que luchaban por controlarme. Y una de ellas estaba completamente perturbada.
—Luz —susurró Perrin—. Qué cosa más horrible.
—No fue agradable, no. Pero... ahí está el quid de la cuestión, Perrin. Cada vez estoy más convencido de que necesitaba esos recuerdos. Lews Therin era un buen hombre. Yo era un buen hombre. Pero las cosas salieron mal. Me volví demasiado arrogante, di por hecho que podía hacerlo todo yo solo. Tenía que recordar eso. Sin la locura, sin esos recuerdos, podría haberme lanzado de nuevo al ataque solo.
—¿Así que vas a trabajar con los otros? —preguntó Perrin, que desvió la vista hacia el lugar donde Egwene y los otros miembros de la Torre Blanca estaban acampados—. Esto va pareciendo cada vez más un montón de ejércitos reunidos para combatir unos contra otros.
—Haré que Egwene entre en razón —contestó Rand—. Estoy bien, Perrin. Hemos de romper los sellos. No sé por qué se niega a hacerlo.