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Mellar envainó la espada y sacó un cuchillo de caza del cinturón.

—Por mí, vale. Mandaremos a los niños, como pide el Gran Señor. Pero vos, mi reina... Vos sois mía.

Elayne se debatió pero los hombres la sujetaban con fuerza. Intentó encauzar una y otra vez, pero el medallón funcionaba como la horcaria. El resultado era igual que si hubiera intentado abrazar el Saidin.

—¡No! —gritó cuando Mellar se arrodilló a su lado—. ¡¡¡No!!!

—Bien —dijo él—. Esperaba que os pusierais a gritar.

Nada.

Rand se volvió. Intentó volverse. No tenía forma ni sustancia.

Nada.

Intentó hablar, pero no tenía boca. Por fin, se las ingenió para «pensar» las palabras y las hizo manifiestas.

SHAI’TAN, proyectó Rand. ¿QUÉ ES ESTO?

NUESTRO TRATADO, repuso el Oscuro. NUESTRA CONCILIACIÓN

¿NUESTRA CONCILIACIÓN ES LA NADA?, demandó Rand.

SÍ.

Rand comprendió. El Oscuro le estaba ofreciendo un trato. Él podía acceder a eso... Acceder a la nada. Los dos se batían en duelo por el destino del mundo. Él luchaba por la paz, la gloria, el amor. El Oscuro buscaba lo opuesto. Dolor. Sufrimiento.

La nada era, en cierto modo, un equilibrio entre los dos. El Oscuro accedería a no forjar de nuevo la Rueda de acuerdo con sus lúgubres deseos. No habría esclavitud para la humanidad ni un mundo sin amor. No habría mundo.

ESTO ES LO QUE PROMETISTE A ELAN, dijo Rand. LE PROMETISTE EL FIN DE LA EXISTENCIA.

TE LO OFREZCO A TI TAMBIÉN, repuso el Oscuro. Y A TODOS LOS HOMBRES. DESEABAS LA PAZ. YO TE LA DOY. LA PAZ DEL VACÍO QUE TÚ BUSCAS TAN A MENUDO. TE DOY NADA Y TODO.

Rand no rechazó la oferta de inmediato. La asió y la acunó en su mente. No más dolor. No más sufrimiento. No más cargas.

Un final. ¿No era eso lo que él había deseado? ¿Un modo de poner fin a los ciclos de forma definitiva?

NO, dijo. EL FIN DE LA EXISTENCIA NO ES LA PAZ. HICE ESTA ELECCIÓN ANTES. CONTINUAREMOS.

La presión del Oscuro empezó a rodearlo de nuevo, amenazándolo con hacerlo pedazos.

NO HARÉ MÁS PROPUESTAS, dijo.

—No contaba con que lo hicieras —repuso Rand al tiempo que recobraba su cuerpo, y los hilos de la posibilidad se desdibujaban.

Entonces el dolor de verdad empezó.

Min esperaba con las fuerzas seanchan reunidas, mientras los oficiales recorrían las líneas con linternas para preparar a los hombres. No habían regresado a Ebou Dar, sino que habían huido a través de accesos a una gran llanura abierta que no reconoció. Allí crecían árboles con una corteza rara y enormes hojas colgantes al final del tronco. No sabía si eran realmente árboles o sólo unos helechos gigantes. Era más difícil de discernir porque estaban marchitos; los árboles habían echado hojas, pero éstas colgaban ahora como si no hubiesen visto agua desde hacía muchas semanas. Min intentó imaginar qué aspecto habrían tenido antes de marchitarse.

El aire olía diferente, a plantas que no identificaba y a agua de mar. Las tropas seanchan esperaban en estrictas formaciones, listas para marchar, un hombre de cada cuatro con una linterna, aunque sólo una de cada diez estaba encendida en aquel momento. Mover un ejército no podía hacerse deprisa, a pesar de los accesos, pero Fortuona tenía a su servicio centenares de damane. La retirada se había realizado de forma eficiente, y Min sospechaba que un regreso al campo de batalla podía llevarse a cabo con rapidez.

Es decir, si Fortuona decidía regresar. La emperatriz se encontraba sentada en lo alto de un pilar, donde la habían subido en su palanquín, alumbrada por linternas azules bajo la noche. No era un trono, sino un pilar de un blanco puro y unos seis pies de alto que se alzaba sobre una pequeña elevación. Min tenía un asiento al lado del pilar, y oía los informes que llegaban.

—Esta batalla no va bien para el Príncipe de los Cuervos —dijo el general Galgan. Se dirigía a sus generales enfrente de Fortuona, hablándoles directamente para que pudieran responderle sin tener que dirigirse de un modo formal a la emperatriz—. Su petición de que regresemos acaba de llegar. Ha esperado demasiado tiempo para pedirnos ayuda.

—Dudo en decir esto —comentó Yulan—; pero, aunque la sabiduría de la emperatriz no conoce límites, yo no confío en el príncipe. Será el consorte elegido de la emperatriz y es obvio que fue una elección sabia para ese papel. Sin embargo, ha demostrado ser temerario en la contienda. Quizá está excesivamente tenso por lo que está pasando.

—Estoy seguro de que tiene un plan —intervino Beslan con fervor—. Tenéis que confiar en Mat. Sabe lo que está haciendo.

—Antes me impresionó —reconoció Galgan—. Los augurios parecían favorecerlo.

—Está perdiendo, capitán general —señaló Yulan—. Perdiendo de forma estrepitosa. Los augurios de un hombre pueden cambiar deprisa, al igual que puede cambiar la suerte de una nación.

Min observó al bajo capitán del Aire con los ojos entrecerrados. Ahora llevaba dos uñas de cada mano lacadas. Había sido él quien había dirigido el asalto a Tar Valon, y el éxito de ese ataque le había granjeado el favor de Fortuona. Símbolos y augurios giraban alrededor de su cabeza, al igual que en la de Galgan y, desde luego, en la de Beslan.

«Luz —pensó Min—. ¿De verdad estoy empezando a pensar en “augurios” como Fortuona? He de separarme de esta gente. Todos están locos.»

—Tengo la impresión de que el príncipe contempla esta batalla como un juego —continuó Yulan—. Aunque sus apuestas iniciales eran sagaces, se ha excedido demasiado. ¿Cuántos hombres se sientan a una mesa de dactolk dando la impresión de ser un genio por sus apuestas, cuando en realidad sólo la suerte aleatoria hace que parezcan competentes? El príncipe ganaba al principio, pero ahora vemos lo peligroso que es jugar como él lo ha hecho.

Yulan hizo una inclinación de cabeza a la emperatriz. Sus declaraciones eran cada vez más osadas, ya que ella no le daba razones para ser prudente. En la actual situación, proviniendo de la emperatriz, significaba que podía continuar.

—He oído... rumores sobre él —dijo Galgan.

—Mat es un jugador, sí —confirmó Beslan—. Pero es misteriosamente bueno en ello. Gana, general. Por favor, tenéis que volver y ayudar.

Yulan meneó la cabeza con gesto enfático.

—La emperatriz, así viva para siempre, nos sacó del campo de batalla por una buena razón. Si el príncipe no pudo proteger su propio puesto de mando, es porque no tiene controlada la batalla.

Cada vez era más atrevido. Galgan se frotó el mentón y luego miró a otra persona que estaba allí. Min no sabía mucho de Tylee, pues la mujer permanecía callada en esas reuniones. Con el cabello canoso y anchos hombros, la oficial de piel oscura irradiaba una fortaleza indefinible. Era una general que había dirigido a sus tropas directamente, en batalla, muchas veces. Sus cicatrices lo demostraban.

—Estos habitantes del continente luchan mejor de lo que nunca imaginé que harían —afirmó Tylee—. Combatí junto a algunos soldados de Cauthon. Creo que os sorprenderían, general. También yo sugiero humildemente que volvamos para ayudar.

—¿Acaso es beneficioso para el imperio hacerlo? —preguntó Yulan—. Las fuerzas de Cauthon debilitarán a la Sombra, y la Sombra tendrá que marchar hacia Ebou Dar desde Merrilor. Podemos aplastar a los trollocs con ataques aéreos a lo largo del camino. Una victoria a largo plazo debería ser nuestro objetivo. Quizá podríamos enviar damane para recoger al príncipe y traerlo para ponerlo a salvo. Ha luchado bien, pero es evidente que está superado en esta batalla. No podemos salvar sus ejércitos, por supuesto. Están condenados.

Min frunció el entrecejo y se echó hacia adelante. Una de las imágenes que flotaban sobre la cabeza de Yulan era tan rara... Una cadena. ¿Por qué iba a tener una cadena sobre su cabeza?