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«Está cautivo —pensó de repente—. Luz. Alguien lo utiliza como un instrumento.»

Mat temía que hubiera un espía entre ellos. Un escalofrío estremeció a Min.

—La emperatriz, así viva para siempre, ha tomado una decisión —dijo Galgan—. Regresamos. A menos que, en su sabiduría, haya considerado cambiar de idea...

Se volvió hacia Fortuona con una expresión interrogante en el rostro.

«Nuestro espía puede encauzar —comprendió Min, e inspeccionó a Yulan—. Este hombre está dominado por Compulsión.»

Un encauzador. ¿Del Ajah Negro? ¿Una damane Amiga Siniestra? ¿Un Señor del Espanto? Podía ser cualquiera. Y, con toda probabilidad, el espía llevaría también un tejido para disfrazarse.

Así pues, ¿cómo iba a desenmascararlo?

Con sus visiones. A las Aes Sedai y a otros encauzadores siempre los acompañaban imágenes. Siempre. ¿Podría encontrar alguna pista en ellas? Por instinto, sabía que la cadena de Yulan significaba que era un cautivo de otro. En cuyo caso, no era el verdadero espía, sino una marioneta.

Observó a los demás nobles y generales. Por supuesto, muchos de ellos tenían augurios sobre la cabeza, tal como era habitual. ¿Cómo iba a localizar algo fuera de lo normal? Recorrió con la mirada a la multitud que observaba y contuvo la respiración al reparar por primera vez en una de las so’jhin, una joven pecosa con una colección de imágenes sobre la cabeza.

Min no la reconoció. ¿Había estado sirviendo siempre allí? Estaba segura de que se habría fijado antes si la mujer se le hubiera acercado, pues rara vez veía tantas imágenes unidas a los que no eran encauzadores, Guardianes o ta’veren. Sin embargo, ya fuera por descuido o por casualidad, no se le había ocurrido mirar a propósito a los sirvientes.

Ahora, el encubrimiento le resultaba evidente. Min desvió la vista para no despertar sospechas en la criada, y consideró qué hacer a continuación. Su instinto le susurraba que debería atacar, sin más, sacar un cuchillo y lanzarlo. Si esa criada era una Señora del Espanto o, Luz, una de las Renegadas, atacar primero sería la única forma de derrotarla.

No obstante, también cabía la posibilidad de que la mujer fuera inocente. Min vaciló; entonces se puso de pie encima de su sillón. Varios miembros de la Sangre murmuraron por su falta de respeto, pero ella hizo caso omiso. Se encaramó al reposabrazos de su sillón y, manteniendo el equilibrio, se puso al mismo nivel que Tuon. Luego se inclinó hacia la emperatriz.

—Mat nos pidió que regresáramos —dijo en voz baja—. ¿Cuánto tiempo discutiréis si vais a hacer lo que él pidió o no?

—Hasta que esté convencida de que es lo mejor para mi imperio —contestó Tuon, mirándola.

—Es vuestro esposo.

—La vida de un hombre no vale tanto como las de miles —repuso Tuon, aunque se notaba que estaba realmente preocupada—. Si de verdad la batalla va tan mal como dicen los exploradores de Yulan...

—Me nombrasteis Palabra de la Verdad. ¿Qué significa exactamente eso?

—Es tu deber censurarme en público si hago algo mal. No obstante, no estás entrenada en ese cometido. Sería mejor que te reprimieras hasta que pueda proporcionarte...

Min se volvió de cara a los generales y la multitud que observaba; el corazón le latía de forma desaforada.

—Como Palabra de la Verdad de la emperatriz Fortuona, ahora diré la verdad. Ha abandonado a los ejércitos que luchan por la humanidad y retiene a sus fuerzas en un momento de necesidad. Su orgullo ocasionará la destrucción de todos los pueblos, en todas partes.

La Sangre se había quedado estupefacta.

—No es tan sencillo, joven —dijo el general Galgan.

Por la mirada que le echaron otros, por lo visto se suponía que no debía debatir con una Palabra de la Verdad. De todos modos, continuó.

—Ésta es una situación compleja.

—Me mostraría más comprensiva si no fuera porque sé que hay un espía de la Sombra entre nosotros —respondió Min.

La so’jhin pecosa alzó los ojos con brusquedad.

«Te pillé», pensó Min, que a continuación señaló al general Yulan.

—¡Abaldar Yulan, os acuso! ¡He visto augurios que prueban que no estás actuando a favor de los intereses del imperio!

La verdadera espía se relajó, y Min vio un atisbo de sonrisa en sus labios. Era prueba suficiente. Mientras Yulan protestaba a voces por la acusación, Min dejó caer un cuchillo de la manga en su mano y lo lanzó contra la mujer.

El arma voló haciendo giros; pero, justo antes de alcanzar a la mujer, se paró en seco, suspendida en el aire.

Cerca, damane y e sul’dam dieron un respingo. La espía asestó una mirada de odio a Min y abrió un acceso por el que se lanzó de cabeza. Se dispararon tejidos tras ella, pero la mujer había desaparecido antes de que la mayoría de la gente de la reunión se diera cuenta de lo que pasaba.

—Lo siento, general Yulan —anunció Min—, pero estáis sometido a la Compulsión. Fortuona, es evidente que la Sombra está haciendo todo lo posible por mantenernos alejados de esa batalla. Teniendo eso presente, ¿vais a seguir esa línea de actuación irresoluta?

Min miró a Tuon a los ojos.

—Juegas a esto bastante bien —susurró Tuon con frialdad—. Y pensar que estaba preocupada por tu seguridad al traerte a mi corte. Por lo visto, tendría que haberme preocupado por mí misma. —Tuon suspiró muy levemente—. Supongo que me has dado la oportunidad, quizá la potestad, para hacer lo que mi corazón habría elegido, tanto si era conveniente como si no. —Se puso de pie—. General Galgan, reunid vuestras tropas. Regresamos a Campo de Merrilor.

Egwene tejió Tierra y destruyó los peñascos detrás de los cuales se habían escondido los sharaníes. Las otras Aes Sedai atacaron de inmediato arrojando tejidos a través del aire chisporroteante. Los sharaníes murieron con el fuego, los rayos y las explosiones.

Ese lado de los Altos se hallaba tan lleno de escombros y tan fracturado con zanjas que parecían los restos de una ciudad tras sufrir un terremoto. Todavía era de noche y llevaban combatiendo... Luz, ¿cuánto hacía que Gawyn había muerto? Horas y horas.

Egwene redobló sus esfuerzos negándose a permitir que el hecho de pensar en él la hiciera venirse abajo. Durante horas interminables, sus Aes Sedai y los sharaníes habían luchado en el lado occidental de los Altos. Poco a poco, Egwene estaba empujándolos hacia el este.

A veces el bando de Egwene parecía estar ganando, pero hacía rato que más y más Aes Sedai se desplomaban por causa de la fatiga o por el Poder Único.

Otro grupo de encauzadores se acercaba a través del humo asiendo el Poder Único. Más que verlos, Egwene los sintió.

—¡Desviad sus tejidos! —gritó Egwene, plantada al frente de los suyos—. ¡Yo ataco y vosotros defendéis!

Otras Aes Sedai repitieron la llamada a lo largo de la línea del frente. Ya no combatían en grupos pequeños; mujeres de todos los Ajahs se alineaban a ambos lados de Egwene con un gesto de concentración en los rostros intemporales. Los Guardianes permanecían delante de ellas a fin de detener con su cuerpo los tejidos, ya que era la única protección que podían ofrecerles.

Egwene notó que Leilwin se acercaba por detrás. Su nueva Guardiana se tomaba en serio su tarea. Una seanchan luchando como su Guardiana en la Última Batalla. ¿Y por qué no? El propio mundo se estaba destejiendo. Las finas grietas que se extendían bajo los pies de Egwene lo demostraban. Ésas no se habían borrado, como habían hecho las que se habían abierto antes; ahora la oscuridad perduraba. El fuego compacto se había utilizado demasiado en esa zona.

Egwene lanzó el tejido de una pared de fuego que se desplazaba. Los cadáveres se prendían a medida que la pared pasaba dejando tras de sí montones de huesos humeantes. Su ataque abrasaba el terreno, lo ennegrecía, y los sharaníes se agruparon para contrarrestar el tejido. Sin embargo, logró matar unos cuantos antes de que desbarataran el ataque.