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Las otras Aes Sedai desviaban o destruían los tejidos lanzados por el enemigo, y Egwene hizo acopio de fuerzas para intentarlo de nuevo.

«Qué cansada... —susurró una parte de sí—. Egwene, estás muy cansada. Esto empieza a ser peligroso.»

Leilwin se adelantó y tropezó con una roca rota, pero se situó con ella en primera línea.

—Os traigo una noticia, madre —dijo con su familiar acento seanchan que arrastraba las palabras—. Los Asha’man han recuperado los sellos. Los tiene su cabecilla.

Egwene soltó un suspiro de alivio. Tejió Fuego y, esta vez, lo lanzó en columnas; las llamas iluminaron el suelo resquebrajado todo en derredor. Esas grietas que M’Hael había causado la preocupaban muchísimo. Empezó a crear otro tejido, pero se detuvo. Algo iba mal.

Giró sobre sí misma al tiempo que el fuego compacto —una columna tan ancha como el brazo de un hombre— atravesó en un instante la línea de Aes Sedai de forma que vaporizó a media docena de ellas. Como salidas de la nada, surgieron explosiones todo en derredor y otras hermanas pasaron de la batalla a la muerte en una fracción de segundo.

«El fuego compacto ha abrasado mujeres que habían detenido tejidos para que no nos mataran... pero a esas mujeres las han sacado del Entramado antes de que los tejieran y ya no han podido detener los ataques sharaníes.» El fuego compacto quemaba los hilos de las vidas hacia atrás en el Entramado.

La cadena de sucesos era catastrófica. Encauzadores sharaníes que habían muerto ahora volvían a estar vivos y avanzaban... Hombres desplazándose a través del suelo resquebrajado como una jauría, mujeres que caminaban en grupos coligados de cuatro o cinco. Egwene buscó la fuente del fuego compacto. Jamás había visto una barra tan enorme como aquélla, tan poderosa que debía de haber quemado hilos hasta unas horas atrás.

Encontró a M’Hael en la cumbre de los Altos, el aire envuelto en una burbuja ondulante a su alrededor. Zarcillos negros —como moho o liquen— brotaban de las grietas de la roca en torno al hombre. Una infección que se extendía. La oscuridad, la nada. Los consumiría a todos.

Otra barra de fuego candente abrió un agujero a través del suelo y tocó mujeres cuyas figuras resplandecieron un instante y luego desaparecieron. El mismo aire pareció romperse, como una burbuja de fuerza que explosionara a partir de M’Hael. La tormenta de antes regresó, más fuerte.

—Creía que te había enseñado a poner pies en polvorosa —bramó Egwene mientras se afianzaba y hacía acopio de su poder.

A sus pies, el suelo crujió y se abrió a la nada. ¡Luz! Sentía el vacío en ese agujero. Empezó a tejer, pero otro ataque de fuego compacto recorrió el campo de batalla matando mujeres a las que quería. El temblor bajo sus pies la tiró de bruces. Los gritos se hicieron más intensos a medida que los ataques sharaníes masacraban a los seguidores de Egwene. Las Aes Sedai se dispersaron en busca de seguridad.

Las grietas del suelo se expandieron como si en aquella parte de la cumbre de los Altos se hubiera descargado un martillo gigantesco.

Fuego compacto. Tenía que usarlo. ¡Era el único modo de combatir a ese hombre! Se incorporó de nuevo, de rodillas, y empezó a crear el tejido prohibido aunque el corazón le palpitaba desbocado mientras lo hacía.

No. Usar el fuego compacto sólo aceleraría la destrucción del mundo.

Entonces, ¿qué?

Sólo es un tejido, Egwene. Eso es lo que había dicho Perrin cuando la vio en el Mundo de los Sueños y detuvo el fuego compacto con la mano, impidiendo que los alcanzara. Pero no era un tejido más. No había nada semejante.

Qué cansancio. Ahora que se había parado un momento era cuando notaba la fatiga que la entumecía. En lo profundo de ese agotamiento sintió la pérdida —la amarga pérdida— de la muerte de Gawyn.

—¡Madre! —dijo Leilwin mientras la sacudía por el hombro. La mujer se había quedado con ella—. ¡Madre, tenemos que irnos! Los sharaníes nos arrollan.

Al frente, M’Hael la vio. Sonrió y avanzó con un cetro en una mano y con la otra adelantada y la palma apuntando hacia ella. ¿Qué ocurriría si la destruía con fuego compacto? Las últimas dos horas desaparecerían, el ataque combinado de Aes Sedai que había dirigido, las docenas y docenas de sharaníes que había matado...

Sólo un tejido...

Como no había otro.

«Así es como funciona —pensó—. Dos lados en cada moneda. Dos mitades en el Poder. Calor y frío, luz y oscuridad, mujer y hombre.»

«Si existe un tejido, asimismo ha de existir su opuesto.»

M’Hael lanzó el fuego compacto y Egwene creó... algo. El tejido que había probado antes con las grietas, pero con mucho más poder y alcance; un tejido majestuoso, maravilloso, una combinación de los Cinco Poderes. Cobró forma delante de ella. Egwene chilló cuando, como si le saliera del alma misma, soltó una columna de un blanco puro que golpeó a la de M’Hael en el centro.

Las dos se contenían y se anulaban mutuamente, como si se vertiera agua hirviendo y agua helada a la vez. Un intensísimo destello de luz sobrepasó todo lo demás y cegó a Egwene, pero ella sintió algo debido a lo que hacía. Un reforzamiento del Entramado. Las grietas dejaron de extenderse y algo brotó de Egwene, una fuerza estabilizadora. Un crecimiento, como la costra en una herida. No era un remiendo perfecto, pero al menos era un parche.

Gritó y se obligó a ponerse de pie. ¡No se enfrentaría a él de rodillas! Absorbió hasta el último retazo de Poder que podía tomar y se lo arrojó al Renegado con la ira de la Amyrlin.

Los dos chorros de Poder rociaron luz el uno al otro, y el suelo en torno a M’Hael se resquebrajó en tanto que el suelo próximo a ella se reconstruía. Egwene todavía no sabía lo que había tejido. Lo opuesto al fuego compacto. Un fuego propio, un tejido de luz y reconstrucción.

La Llama de Tar Valon.

Permanecieron enfrentados el uno al otro, estáticos, durante un instante eterno. En ese momento, Egwene sintió que la inundaba una hermosa paz. El dolor por la muerte de Gawyn desapareció. Él renacería. El Entramado continuaría. El propio tejido que manejaba calmó su ira y la reemplazó por paz. Se sumergió más profundamente en el Saidar, ese brillo confortador que la había guiado tanto tiempo.

Y siguió absorbiendo Poder.

Su chorro de energía se fue abriendo paso a través del fuego compacto de M’Hael como un golpe de espada que esparció Poder a los lados y viajó recto desde el chorro hasta la mano extendida de M’Hael. Traspasó la mano y penetró en el torso del hombre.

El fuego compacto desapareció. M’Hael, con los ojos desorbitados, se tambaleó y entonces se cristalizó de dentro afuera, como congelado en hielo. Un bellísimo cristal multicolor, irisado, creció de él. En bruto, sin tallar, como si hubiera surgido del núcleo del mundo. Egwene sabía que la Llama habría tenido mucho menos efecto en una persona que no se hubiera entregado a la Sombra.

Se aferró al Poder que tenía dentro de sí. Había absorbido demasiado. Sabía que, si lo soltaba, le sobrevendría la consunción y la dejaría incapaz de encauzar una sola gota. El Poder se movió impetuoso a través de ella en ese último instante.

Algo tembló a lo lejos, en el norte. La lucha de Rand proseguía. Las brechas en el suelo se expandieron. El fuego compacto de M’Hael y de Demandred había hecho su trabajo. El mundo se estaba desmenuzando. Líneas negras irradiaron a través de los Altos, y su visión mental las vio abrirse y la tierra desgarrarse, y un vacío que aparecía allí absorber toda la vida.

—Estate atenta a la luz —susurró Egwene.

—¿Perdón, madre? —Leilwin seguía arrodillada a su lado.

A su alrededor, cientos de sharaníes se levantaban del suelo.