—Estate atenta a la luz, Leilwin —repitió—. Como Sede Amyrlin, te ordeno que encuentres los sellos de la prisión del Oscuro y los rompas. Hazlo en el momento en que la luz brille. Sólo entonces puede salvarnos.
—Pero...
Egwene tejió un acceso y, envolviéndola en Aire, empujó a Leilwin a través de él, hacia la seguridad. Cuando la mujer lo hubo cruzado, Egwene la liberó del vínculo, cortando el breve lazo que había habido entre ambas.
—¡No! —gritó Leilwin.
El acceso se cerró. Negras grietas abiertas a la nada se expandieron alrededor de Egwene mientras ella se enfrentaba a centenares de sharaníes. Sus Aes Sedai habían luchado con firmeza y valor, pero esos encauzadores sharaníes aún seguían allí. La rodearon, algunos con temor, otros con una sonrisa de triunfo.
Cerró los ojos y absorbió el Poder. Más de lo que una mujer debería ser capaz de contener, más de lo debido. Mucho más allá de la seguridad, mucho más allá de la prudencia. Ese sa’angreal no tenía tope para evitarlo.
Su cuerpo se consumía. Lo ofreció en sacrificio y se convirtió en una columna de luz, soltando la Llama de Tar Valon en el suelo bajo sus pies y sobre ella, muy alto en el cielo. El Poder la abandonó en una silenciosa, hermosa explosión, que se expandió a través de los sharaníes y selló las grietas creadas durante su lucha con M’Hael.
El alma de Egwene se separó de su cuerpo, que sucumbía, y descansó en ese tejido, que la llevó hacia la Luz.
Egwene había muerto.
Rand gritó en un gesto de rechazo, con rabia, con pena.
—¡Ella no! ¡ELLA NO!
LOS MUERTOS SON MÍOS.
—¡Shai’tan! —gritó Rand—. ¡Ella no!
ACABARÉ CON TODOS, ADVERSARIO.
Encorvado, Rand apretó los ojos con fuerza.
Te protegeré. Pase lo que pase, me ocuparé de que no te ocurra nada, lo juro. Tiempo atrás había hecho esa promesa para sus adentros.
Oh, Luz. El nombre de Egwene se sumó a la lista de los muertos. Esa lista seguía creciendo, atronadora, en su mente. Sus fracasos. Tantos fracasos.
Tendría que haber sido capaz de salvarlos.
Los ataques del Oscuro persistían en un intento de desgarrarlo y aplastarlo, todo a la vez.
Oh, Luz. Egwene no.
Rand cerró los ojos y se desplomó, apenas capaz de frenar el siguiente ataque.
La oscuridad lo envolvió.
Leane alzó el brazo para protegerse los ojos del esplendoroso estallido de luz. Barrió la oscuridad de la ladera y —durante un instante— sólo dejó fulgor. Los sharaníes se quedaron petrificados en el sitio y proyectaron sombras tras ellos al cristalizarse.
La columna de Poder se elevó a gran altura en el aire, como una almenara, y luego se apagó.
Leane cayó de rodillas y se apoyó con una mano en el suelo para sostenerse. Un manto de cristales cubría la ladera; crecía en el suelo quebrado, revistiendo el paraje rocoso. Allí donde se habían abierto grietas, las llenaba el cristal dándole la apariencia de ríos diminutos.
Leane se puso de pie y avanzó sigilosamente entre los sharaníes muertos, figuras de cristal suspendidas en el tiempo.
En el mismo centro de la explosión, Leane encontró una columna de cristal, tan ancha como un añoso cedro, que se elevaba en el aire unos cincuenta pies. Atrapada en el centro, había una vara estriada: el sa’angreal de Vora. Ni rastro de la Amyrlin, pero Leane comprendió lo ocurrido.
—¡La Sede Amyrlin ha caído! —gritó cerca una Aes Sedai, entre los sharaníes cristalizados—. ¡La Sede Amyrlin ha caído!
Retumbó un trueno. Berelain, sentada junto a la cama, alzó la vista y se puso de pie; la mano de Galad se deslizó de entre las suyas cuando se dirigió hacia la ventana abierta en el muro de piedra.
Fuera, el agitado mar rompía contra los acantilados, rugiente, como con rabia. O quizá con dolor. Rociadas de espuma blanca saltaban con violencia hacia las nubes, donde los relámpagos emitían destellos zigzagueantes. Mientras observaba, las nubes se tornaron más densas en la noche, si tal cosa era posible. Más oscuras.
Sólo faltaba una hora para que amaneciera. Sin embargo, las nubes eran tan negras que Berelain comprendió que no vería el sol cuando el astro saliera. Regresó al lado de Galad, se sentó y tomó en la suya la mano de él. ¿Cuándo acudiría una Aes Sedai a curarlo? Seguía inconsciente, salvo algunos susurros entre sueños y pesadillas. Al rebullir, algo brilló en el cuello del hombre.
Berelain buscó debajo de la camisa y sacó un medallón. Era una cabeza de zorro. Pasó el dedo por la superficie.
—... devolvérselo a Cauthon... —susurró Galad, con los ojos cerrados—. ... Esperanza...
Berelain pensó un momento mientras sentía esa oscuridad del exterior como si fuera la del propio Oscuro que cubría el mundo y se colaba a través de las ventanas y por debajo de las puertas. Se levantó, dejó a Galad en la habitación, y se alejó a buen paso con el medallón en la mano.
—La Sede Amyrlin ha muerto —informó Arganda.
«Maldición —pensó Mat—. Egwene. ¿Ella también?» Lo impactó como un puñetazo en la cara.
—Lo que es más —continuó Arganda—, las Aes Sedai informan que han perdido más de la mitad de sus efectivos. Las que quedan afirman que, y cito sus palabras, «no podrían encauzar suficiente Poder Único para levantar una pluma». Están descartadas para la batalla.
—¿A cuántos encauzadores sharaníes se han llevado por delante? —preguntó con un gruñido, preparándose para lo peor.
—A todos.
Mat miró a Arganda y frunció el entrecejo.
—¿Qué? —exclamó.
—A todos los encauzadores —repitió Arganda—. Todos los que luchaban contra las Aes Sedai.
—Que no es poco —dijo Mat.
Pero Egwene... No. No debía pensar ahora en eso. Ella y los suyos habían parado a los encauzadores sharaníes.
Los sharaníes y los trollocs retrocedieron en los frentes para reagruparse. Mat había aprovechado la oportunidad para hacer lo mismo.
Sus fuerzas —lo que restaba de ellas— estaban desperdigadas por los Altos. Había reunido a todos los que le quedaban. Los fronterizos, los Juramentados del Dragón, Loial y los Ogier, las tropas de Tam, los Capas Blancas, soldados de la Compañía de la Mano Roja. Habían combatido con mucho arrojo y esfuerzo, pero el enemigo los superaba en número con creces. Ya era bastante malo cuando habían tenido que enfrentarse a los sharaníes; pero, una vez que los trollocs habían abierto brecha en el borde oriental de los Altos, se habían visto forzados a defenderse en dos frentes. En la última hora los habían hecho retroceder más de mil pies en dirección norte, y las filas de retaguardia casi habían llegado al final de la cumbre llana de la loma.
Ésa sería la última acometida. El final de la batalla. Faltando los encauzadores sharaníes, no los barrerían de inmediato, pero Luz... todavía quedaban muchos jodidos trollocs. Él había danzado bien ese baile. Sabía que era cierto. Pero siempre había un límite en lo que un hombre podía hacer. Incluso era posible que el regreso de las tropas de Tuon no fuera suficiente, si es que volvían.
Arganda le entregó informes de las otras zonas del campo de batalla; el primer capitán de Alliandre tenía heridas lo bastante graves para impedirle que siguiera luchando, y no había nadie con fuerza suficiente en el Poder para emplearla en Curar. Había hecho bien su trabajo. Era un buen hombre. A Mat le habría ido bien en la Compañía.
Los trollocs se reunían para el ataque y de nuevo retiraron cuerpos para despejar el camino; luego empezarían a formar en pelotones con los Myrddraal que los dirigían. Eso le daba a Mat cinco o diez minutos para prepararse. Después llegaría el asalto. Lan se acercó con expresión sombría.
—¿Qué quieres que hagan mis hombres, Cauthon?
—Preparaos para luchar contra esos trollocs —repuso Mat—. ¿Alguien ha contactado con Mayene hace poco? Sería un buen momento para que regresaran algunas tropas de hombres a los que hubieran Curado.